Es auspiciosa la decisión del Pontificio Consejo de la Cultura del Vaticano de celebrar este año, entre el 26 y el 29 de noviembre, y en Buenos Aires, el Atrio de los Gentiles. Un programa pergeñado por Benedicto XVI y continuado y potenciado por el Papa Francisco. Es auspicioso también que la figura de Jorge Luis Borges sea el punto de partida de este programa promueve el diálogo.
Aunque lo fundamental en este programa del Atrio de los Gentiles sea el diálogo, es para tener en cuenta que la figura que oficia de centro del mismo sea la del principal escritor argentino y una de las plumas más relevantes de la literatura universal. No es raro que ese nombre haya sido propuesto – o impuesto – por el Papa, que para el caso es similar, ya que ¿Quién dejaría de lado una propuesta de él?
Es que la figura de Borges, y principalmente su obra, siempre fueron objeto de respeto y admiración para Jorge Mario Bergoglio S.I. Una historia que se remonta a 1965 en que aquel joven “Maestrillo” jesuita – que promediaba sus años de docencia como profesor de Literatura en el Colegio de la Inmaculada Concepción de Santa Fe – se animó a invitarlo a dar clases a sus alumnos sobre la literatura argentina referida al “gaucho”. Un hecho que suena muy a “cuento de Borges” dado que el primero era un ignoto estudiante jesuita y el segundo un escritor reconocido y admirado por el mundo (Vatican Insider-Bergoglio & Borges, realtà e imprecisioni di un’amicizia).
Ser testigo de aquello me ha dado una visión un poco especial de esa relación y de cada una de las partes. Conocer a Borges y poder hablar con él a los dieciséis años fue una experiencia singular, encontrarlo ocho años después y preguntarle por aquellos días lejanos que pasó en Santa Fe devino en algo inefable, tanto por su memoria prodigiosa como por el agradecimiento a Bergoglio quien le hiciera aquella inusual invitación.
Conocer a Bergoglio como mi profesor y luego entablar con él esa especial amistad que perdura en el tiempo es quizá más difícil de explicar. No escapo a la fascinación que mueve a las multitudes en pos de su carisma como Francisco pero, aunque puede sonar antipático, lo mío es muy anterior. No he logrado superar la idea de que al ser electo Papa perdí ciertos privilegios, como sus llamadas telefónicas, o la charla franca entre amigos. Pero más allá de eso he asumido esta cercanía como una responsabilidad, la de dar testimonio de alguna manera de aquel a quien uno conoció y con quien construyó una amistad que perdura en el tiempo.
Quizá por ello esta convocatoria tiene para mí un especial significado. Bergoglio fue responsable de hacerme conocer a Borges, primero a través de su obra, luego personalmente y más tarde ser prologado por él junto a siete compañeros más en un pequeño tomo que se tituló Cuentos Originales por insinuación o propuesta (¿quién le diría que no?) del mismo escritor. Un puñado de historias que él había pedido para que le fueran leídas y sobre las que imaginó eso, un libro.
La insistencia de nuestro profesor de literatura sobre la lectura de la obra de Borges llegaba al Finisterre de nuestra paciencia juvenil pero luego, roto ese dique de quienes intentaban descalificar la literatura de Borges diciendo que era para iniciados, cada uno transitaba por el laberinto de historias y poemas, pleno de héroes mitológicos y compadritos del arrabal porteño que tal vez, sólo tal vez, tuvieran algo de héroes y que como los que presentaba la mitología o la historia también tenían sus miserias. Así nuestra imaginación desbordada por el genio nos hizo imaginarnos como “un soldado de Urbina”, Juan Iberra, el Caín porteño que cantó en una milonga o aquel “Hombre de la esquina rosada”.
Cuando años después lo encontrara fortuitamente a Borges en una mesa de café, firmando tomos de sus obras completas – que según él tenían algo de mentira porque aún no se había muerto y las obras completas, para serlo, requerían cumplir con ese trámite – y yo tuviera la temeridad o la osadía de presentarme, saludarlo y explicarle cómo y cuándo lo había conocido; y Borges me invitara a sentarme a tomar un café, que según él pagaría el librero; tendríamos una charla amena. Yo le recordé aquella visita suya al Colegio de la Inmaculada y su memoria prodigiosa dio datos precisos. Pero entre todo lo que dijo lo que más le intrigaba era cómo esos adolescentes – nosotros – podíamos haber leído tanto de su obra. Un poco en broma y un poco en serio le dije que el responsable era Bergoglio que nos perseguía cada día con la obra de Borges. Él se rio un poco, entrecerró los ojos como recordando y dijo algo así: – ¡sorprendentes estos jesuitas! Tienen “eso” inexplicable ¿no? Yo estoy seguro que “eso” de “estos jesuitas” estaba referido a Jorge Mario Bergoglio S.J.
No me imagino el “Atrio de los Gentiles” quizá lo idealizo. Su nombre me lleva a conjeturar y la idea de que esta vez y en Buenos Aires la figura sea Borges, me lo presenta allí sentado, no en un ámbito académico, sino en una escalinata de piedra, en un verdadero atrio, rodeado de gentiles y sin tiempo. Como él decía de su ciudad: “se me hace cuento que empezó Buenos Aires / la juzgo tan eterna como el agua y el aire”. Borges , también.