Volver a Nicaragua después de cuarenta años produce impresión. Estuve aquí otras veces, pero ahora es diferente: termina un ciclo y cada cosa se presenta acompañada por una acumulación de imágenes. También la revolución sandinista está terminando un ciclo. En aquel momento, hace cuarenta años, Daniel Ortega era uno de tantos muchachos que habían salido a la calle cargando fusiles poco sofisticados, la Guardia Nacional de Somoza estaba en desbandada y el dictador con el resto de sus fieles se ponía provisoriamente a salvo en Miami. Un año después, en septiembre de 1980, el disparo de una bazuca lo hizo saltar por el aire en Paraguay, ajusticiado por la mano larga de una revolución que no le había perdonado la crueldad de los últimos años. ¡Cuántas conclusiones simbólicas! Ahora Ortega, casado entre tanto con la señora Murillo, se encuentra acorralado por jóvenes como él, nietos de aquellos que lo impulsaron hasta el vértice de la pirámide y que no le perdonan que haya disparado contra estudiantes universitarios. “Los volcanes no avisan” dice la escritora María López Vigil. Y así es. La catastrófica erupción llegó el 19 de abril y arrasó con todo, como el terremoto de 1972 del que todavía se pueden ver rastros en el centro de Managua. Las paredes del edificio político y social construido por Daniel Ortega están llenas de grietas que anticipan el próximo derrumbe.
El primer movimiento telúrico se produjo el 3 de abril, cuando se incendió la reserva del Río Indio-Río Maíz. 300.000 hectáreas de selva virgen que se extiende al sur de Nicaragua entre el río San Juan, en el límite con Costa Rica, y el río Punta Gorda, sobre la costa del Caribe, y 300 estudiantes de la Universidad Centroamericana de Managua se concentraron delante de la sede de la Asamblea Nacional con pancartas que acusaban a Daniel Ortega del desastre ecológico. El segundo sacudón se sintió pocos días después, cuando algunos cientos de ancianos que protestaban por una quita del 5 por ciento de su jubilación fueron maltratados por militantes sandinistas en la ciudad de León, a menos de cien kilómetros de Managua. “En las casas de Nicaragua los ancianos son figuras muy respetadas, sobre todo las abuelas” nos explican en la sede del canal de televisión 100% Noticias, uno de los más escuchados y batalladores en la Nicaragua actual. “Las nicaragüenses son familias con muchos hijos y las mujeres son abuelas muy jóvenes; en las casas son madres sabias, más presentes que la madre natural; los abuelos y las abuelas, para nosotros, no se pueden insultar impunemente”. “El despertar de las conciencias”, así lo llama un sacerdote de Managua con cabello largo y rasgos indígenas, ha desbordado como el agua de un dique por los canales etéreos de los wi-file instalados gratuitamente por el gobierno en las plazas y parques de la capital. El tam tam digital tuvo una velocidad increíble; al cabo de pocos días desactivaron los router, porque quienes los habías proporcionado se dieron cuenta de que se habían convertido en un arma mortal en manos de los jóvenes, pero ya era demasiado tarde. El 19 de abril llegó la gran protesta y la masacre, la erupción del volcán, una fecha que marca el punto sin retorno para Daniel Ortega, la señora Rosario Murillo y su régimen. El escritor nicaragüense Sergio Ramírez, quien formaba parte del núcleo que casi cuarenta años atrás derrumbó el orden somocista, recurre a Hans Christian Andersen y su fábula “El traje nuevo del emperador” para señalar que, efectivamente, el rey ha quedado desnudo. Lo mismo que gritaron los estudiantes de Managua desde la puerta de su universidad antes de ser atacados por las turbas sandinistas enviadas por sus propios padres.
Las rotondas de Managua, con los “árboles de la vida” plantados en el corazón de la capital, son en cierta forma el símbolo urbanístico de la Nicaragua sandinista que debía celebrar los éxitos de la revolución ya madura, estacionada, encarnada en la última década por la dinastía Ortega-Murillo. Las primeras están patrulladas por empleados del gobierno, que han abandonado sus puestos en las oficinas públicas, con la misión de hacer frente a los nuevos “contras” que podrían volver a ocuparlas después de los días de furia; los segundos, los mastodónticos árboles multicolores de siete toneladas cada uno, son derribados por la rabia de los manifestantes que ya echaron por tierra cerca de cien de los ciento cincuenta erigidos por una revolución que quería ser justa y alegre.
Las protestas de abril han acuñado una bandera – tiene dos bandas azules con la franja central blanca, adoptada en 1971 a imitación de la bandera de los Estados Unidos de América Central – pero no hicieron surgir líderes destacados, duraderos, visibles; no dieron origen a coágulos estables y articulados que se puedan calificar como oposición. La de los jóvenes de Nicaragua es una protesta líquida que, como en la película de Del Toro, asume “La forma del agua”, corre de una plaza a otra y la dispersan, se condensa un poco más allá y grita su descontento contra un gobierno que deja quemar hectáreas y hectáreas de selva y maltrata a los ancianos que protestan por el recorte de las jubilaciones. En el fondo, me hace ver el dirigente de una ONG que como tantas otras no tiene una vida fácil en los últimos tiempos, es mejor que no se hayan celebrado las elecciones anticipadas que reclamaban a los gritos, porque no hubieran tenido tiempo de organizarse con una verdadera propuesta política de transición.
La iglesia de la Divina Misericordia, cerca de la Universidad Nacional de Nicaragua, tiene las paredes perforadas como un colador. El 13 de julio estuvo sitiada durante 17 horas y después fue atacada por grupos paramilitares afines al gobierno. Aquí mataron a dos jóvenes y cerca de cien se salvaron cuando el párroco Raúl Zamora abrió las puertas y los hizo entrar. “Creí que había llegado a un acuerdo con los atacantes para dejarlos salir pacíficamente, porque era evidente que no eran peligrosos y lo que pedían era completamente razonable, pero en cambio, empezó el ataque”, nos cuenta. “Vi morir a uno de ellos con un balazo en la cabeza…”. El edificio perforado es como el símbolo de la Iglesia de Nicaragua, una Iglesia que junto con sus párrocos ha estado indiscutiblemente al lado de los jóvenes revoltosos. Que abrió las puertas de los edificios de culto para que entraran los perseguidos, que curó a los heridos, que sepultó a los muertos, que rescató de la cárcel a los arrestados. Que visitó a las familias de las víctimas, que consoló a las de los desaparecidos, que llevó alimentos a los que no tenían comida. “Cumplió al pie de la letra lo que pide el Evangelio” afirma la directora de la revista Envío, que en una época era partidaria de la teología de la liberación, María López Vigil, y cita el conocido pasaje donde el Maestro recomienda a sus discípulos que visiten a los presos, den de comer a los hambrientos y vistan a los desnudos. Las obras de misericordia, precisamente.
Unos metros más allá de la Divina Misericordia, mudo testigo de persecuciones, disparos y gritos, se encuentra la estatua de Juan Pablo II que recuerda su visita a Nicaragua en 1983. En aquel momento fue recibido y mal soportado por una revolución arrogante que lo recibió al grito de “Entre cristianismo y revolución no hay contradicción”. El monumento al pontífice polaco comparte el lugar con el de Rigoberto López Pérez, de veintisiete años, quien el 21 de septiembre de 1956 se infiltró en una fiesta del Club Social de Obreros de León, disparó al pecho del presidente Somoza padre y cayó derribado por una lluvia de balas de sus guardaespaldas. Rigoberto López murió instantáneamente, Somoza agonizó algunos días en un hospital de la zona del canal de Panamá. Su hijo, Luis Somoza Debayle, tomó su lugar y continuó la sangrienta dinastía.
Más abajo, en la siguiente rotonda, se ha reunido el acostumbrado grupo afín al gobierno que despliega banderas sandinistas rojas y negras. Está allí para advertir a los exaltados, atrincherados en el cercano campus universitario, que no pueden pasar ciertos límites y que la protesta es legítima cuando refuerza las instituciones de la revolución, pero se convierte en reaccionaria cuando pide que las reformen. Otra rotonda, otro insigne literato nacional, el poeta Rubén Darío, otra universidad, otro volcán en erupción. Es el campus de la Universidad Católica de Managua, con diez mil estudiantes, obras de los jesuitas, que en América Central se dedican a la educación superior. La UCA ha hecho su aporte de rabia y de sangre a la rebelión del 19 de abril. Ese día sus puertas se abrieron para dar refugio a los estudiantes que se replegaban ante el ataque de las bandas de militantes sandinistas que hoy mantienen sitiado el enclave. Al replegarse en la universidad, necesariamente deben haber corrido delante del busto de monseñor Romero, colocado a la derecha de la entrada en 2016, y puede que algún fugitivo haya invocado al mártir que acaba de ser reconocido santo por el Papa Francisco, para que lo protegiera de una violencia que tanto se parece a la que puso fin a su vida en El Salvador.
¿Quiénes son los fugitivos? Nietos de familias sandinistas en gran parte, que no conocieron la revolución de los años 80 de primera mano y la oyeron contar a sus abuelos. No saben mucho de Somoza, salvo lo que pueden leer en los manuales de historia escritos por los intelectuales sandinistas en los años ’90. De clase media y media baja, asisten a la universidad gracias a becas concedidas por el Estado y por fundaciones privadas. También están muy familiarizados con las redes sociales y tienen una fuerte conciencia ambientalista. Que una parte del territorio nacional hubiera sido arrasado por las llamas ha sido suficiente para que apuntaran con un dedo acusador al gobierno negligente. Como Denis Herrera, que tenía 13 años cuando la Guardia Nacional de Somoza se desbandó y los jóvenes como él perseguían sus restos. No participó en aquellos hechos, pero recuerda el entusiasmo de aquellos días, el mismo entusiasmo que él siente ahora. Y ahora recuerda la seriedad de su abuela, que no la compartía. “Cuando le pregunté por qué» nos dice pensativo, “ella primero se quedó callada; tal vez para no herirme, después me contestó que ya sabía como terminaría todo, porque “el que sube muy alto ya no quiere volver abajo”. Nada más». Poco después Ortega asumió el control del proceso revolucionario. Misterio inicuo del poder. María López Vigil nos confiesa que ella también aplaudió a los sandinistas abocados a construir un nuevo orden. Tiene un año más que Ortega, 73 él, 74 ella. Después dice que vio cómo secuestraban la revolución. Hoy aplaude a los jóvenes a los que enseña. Sus alumnos estuvieron en las calles para protestar, en la cárcel, en el exilio, muertos. No culpa a una abstracta revolución, sino a concretos revolucionarios de un tiempo, corrompidos por su mismo poder. “Si los que hacen la revolución no aceptan límites, si no hay un contrapeso, ellos mismos devorarán su propia revolución”. Sorpresivamente trae a colación una expresión latina, memento mori, recuerda que debes morir. “La muerte es el signo de nuestra fragilidad, hay que tenerla presente, eso nos hace ser realistas para conducir la vida de otros y nos permite recuperarnos de las caídas y los excesos. Daniel Ortega, en cambio, se cree Dios omnipotente”. Critica el concepto de vanguardia: “Es un grave error la pretensión de saber lo que el pueblo quiere y lo que necesita. Los verdaderos revolucionarios deben acompañar, servir”.
En Managua no se ha decretado el aborrecido “toque de queda” nocturno que deja la ciudad en manos de las fuerzas de seguridad, pero es como si lo hubiera. De noche, Managua está desierta, los locales están cerrados, la vida se refugia en las casas hasta las primeras luces del día. Después vuelve a empezar con aparente incertidumbre. Tras las sacudidas de abril, el enjambre sísmico advierte que el volcán todavía está activo y listo para entrar en erupción. Ortega ha domado la protesta con el peso de una represión desmensurada que provocó cientos de muertos, miles de heridos, decenas de desaparecidos y más de trescientos presos que van recuperando la libertad con cuentagotas mientras otros son arrancados de sus casas y ocupan el lugar que dejaron. Las organizaciones de derechos humanos calculan que todavía quedan cerca de 400 personas detenidas por motivos políticos, 350 con proceso judicial abierto, acusadas de “terrorismo”. El río cárstico de la revuelta corre ahora bajo tierra, pero nadie duda de que volverá a la superficie en el momento más inesperado y fuera de los cauces conocidos. En la tierra de los cien volcanes, todos saben que los volcanes no dicen cuándo van a entrar en actividad. “Esto no ha terminado” asegura un editorialista del Nuevo Diario. “El presidente Ortega conoce al pueblo de Nicaragua, sabe que puede soportar mucho, que tiene capacidad de resistencia, que se sacrifica cuando es necesario, pero esta vez Ortega ha pasado la línea roja y el pueblo no le perdonará jámas que haya mandado a matar jóvenes universitarios”.
Los escenarios futuros son múltiples y dependerán de la conjugación de factores que todavía están en movimiento. En los últimos días el Ministro de Economía de Ortega presentó el Presupuesto para 2019 y reconoció que las pérdidas económicas son tres veces superiores a las que provocó el huracán Mitch en 1998, que aquí fue devastador. Son comparables a las del terremoto de Managua en 1972. Todos los indicadores apuntan hacia abajo. El año que viene el crecimiento será negativo. El panorama que plantea un observatorio independiente relacionado con la industria nacional de Nicaragua habla de parálisis de las inversiones, de crédito internacional con cuentagotas, de derrumbe del consumo fuera de la canasta básica, de reducción del gasto público con aumento de la desocupación. La ocupación informal ya habría crecido 116.000 unidades, según los datos del gobierno, y el doble según los números de la Fundación para el desarrollo económico y social (Funide). Las exportaciones y las remesas de nicaragüenses residentes en el exterior podrán dar oxígeno a la anemia económica del país, las primeras porque están relacionadas con una demanda internacional que no se ve afectada por la crisis interna, las segundas porque aumentará el número de nicaragüenses expatriados, y los que ya lo hicieron tenderán a ayudar más a los que quedaron en el país. La situación podría agravarse más si los países importadores de mercaderías made in Nicaragua decidieran implementar sanciones comerciales. El 40% de las exportaciones nacionales está destinado a Estados Unidos, el 25 por ciento a América Central y el 15 por ciento a Europa. Con cualquiera que se hable, el presidente Daniel Ortega tiene los días contados. Habrá que ver cuántos, y qué les pondrá fin. Las elecciones presidenciales de 2021 están lejos. Probablemente demasiado. Y ya se sabe que los volcanes no avisan.