Dentro de pocas hora la Iglesia proclamará santos al arzobispo mártir Óscar Arnulfo Romero y al Papa Pablo VI. En estos días he releído sus escritos sobre la inminencia de la muerte, ocurrida a poca distancia una de la otra (el Papa de Brescia en agosto de 1978 y el arzobispo de San Salvador en marzo de 1980). Ambos tuvieron conciencia de que su fin estaba cerca y volcaron en un diario sus últimas confidencias. Frente a la muerte es difícil mentir. La muerte deja al desnudo nuestra humanidad, descubre nuestros miedos, pero también nuestros pensamientos y deseos más secretos.
El escrito de Pablo VI – “Pensamiento sobre la muerte” – es una verdadera declaración de amor, a la Iglesia, expresada con el pudor de un enamorado tímido como era él: “Podría decir que siempre la he amado y por ella, y no por otra cosa, me parece haber vivido”. Después seguía diciendo: “Pero quisiera que la Iglesia lo supiese, y que yo tuviera el valor de decírselo, como una confidencia del corazón que sólo en el momento último de la vida se tiene el coraje de decir”. El jesuita Paolo Dezza, confesor de Pablo VI, fue quien me hizo conocer ese texto. Recuerdo sus ojos húmedos mientras conversábamos en una entrevista.
También monseñor Romero tuvo conciencia de que su fin estaba cerca. Una muerte violenta, anunciada por muchas amenazas e informaciones provenientes de diversas fuentes. Un mes antes del homicidio – en febrero de 1980 – había recibido del nuncio en Costa Rica Mons. Kada Lajos, eclesiástico húngaro, la advertencia fidedigna de un peligro inminente. Según el cardenal Rosa Chávez, el nuncio la había recibido desde Argentina, donde los militares que estaban en el poder vigilaban a Romero y sin duda lo consideraban un enemigo. “Acepto con fe en Él mi muerte – escribió Romero en sus cuadernos -, no importa lo difícil que sea. Tampoco quiero darle una intención, como me gustaría, por la paz de mi país o por el crecimiento de nuestra Iglesia… porque el Corazón de Cristo dará la orden que quiera. Sólo tengo que vivir feliz y confiado, sabiendo con certeza que Él está en mi vida y mi muerte… Jesucristo ayudó a los mártires y si es necesario lo sentiré cerca cuando le entregue mi último aliento”.
Dos santos, dos héroes. Nada de lo que vivieron, sufrieron o amaron, ninguna de las cosas por las que lucharon, se podría explicar sin la fe. Toda su grandeza humana, toda su humanidad admirable hecha de coraje y discreción, de fuerza y delicadeza, se apoya aquí. Esa fe es lo que hoy nos invita a mirar la Iglesia, con reconocimiento y gratitud.