Daniel Ortega, ex líder revolucionario y popular de Nicaragua, convertido hoy en un pequeño déspota, patético y sanguinario, ya no tiene amigos ni aliados. De todos los líderes sandinistas junto a los que luchó años atrás contra la dictadura de los últimos Somoza – con el apoyo de la Iglesia Católica, encabezada por el entonces arzobispo Miguel Obando y Bravo, “el más opositor a la dictadura de Anastasio de todos los opositores” – hoy no queda ninguno que lo respalde. A lo largo de los años lo fueron abandonando y tomaron distancia del movimiento sandinista de Ortega, quien para presentarse a las elecciones de 2017 solo pudo encontrar como compañera de fórmula a su esposa, la poetisa Rosario Murillo, actual Vicepresidente.
Ortega ocupa la presidencia desde 2007, ya fue reelegido dos veces y ahora debería gobernar hasta 2022. Seguramente en ese momento, tal como ha ocurrido antes, volverá a encontrar los mecanismos y pretextos “constitucionales” necesarios para obtener un nuevo mandato. Eso es lo que mejor sabe hacer Ortega. Como gobernante, tanto en el primer período 1979-1985 como ahora desde 2007 hasta la actualidad, siempre ha demostrado ser muy escaso en resultados, y básicamente la Nicaragua de Daniel Ortega sigue siendo la misma que al terminar la dictadura de Somoza, hace cuarenta años.
Esta culpa Ortega la comparte, entre otros, con los sucesivos gobiernos de centro derecha que fueron igualmente incapaces de hacer progresar ese pequeño y pobre país centroamericano de pocos más de 6 millones de habitantes en 123.000 kilómetros cuadrados. Baste recordar que hoy en Nicaragua los pobres, vale decir los que no alcanzan a cubrir las necesidades alimentarias básicas, son el 42% de la población. La Prensa observó hace un tiempo que en realidad es pobre el 60% de los nicaragüenses, porque no está en condiciones de comprar los 53 productos mínimos básicos para una alimentación suficiente y equilibrada.
Obviamente la propaganda oficialista, ámbito en el cual Ortega invierte grandes cantidades de dinero que sustrae al bienestar del pueblo, dice lo contrario. El mismo esquema se repite en muchas otras situaciones, al punto de que cualquier nicaragüense al que se pregunta “¿Cómo definiría al gobierno de Daniel?”, responde “una fábrica de mentiras”.
Ha sido el hambre del pueblo nicaragüense lo que desencadenó la protesta masiva contra el gobierno en abril de este año. Y también es el hambre lo que explica por qué las protestas continúan desde hace más de tres meses y probablemente no terminen con facilidad.
Ortega ha perdido todo contacto con la realidad, rodeado y protegido por un restringido círculo de personas, todas ellas asociadas con las grandes corrupciones que caracterizan al gobierno orteguista desde 2007, y está convencido de que la Iglesia Católica nicaragüense es actualmente “una fuerza al servicio del imperialismo”, “una fuerza antipatriótica” o “una fuerza del capitalismo grosero y reaccionario” (todas expresiones que se encuentran en la prensa oficialista).
Seguramente por ahora Ortega no romperá ni atacará abiertamente a la Iglesia Católica. Más aún, intentará mantener abierto un canal de diálogo con los obispos. Pero en privado, Ortega ya autorizó un plan específico para sus fuerzas paramilitares contra la Iglesia, los obispos y todas las organizaciones comprometidas en el trabajo pastoral. Ortega sabe hacer muy bien ese trabajo, ya lo hizo en el pasado con ferocidad y lucidez.
Lo hizo también con san Juan Pablo II durante su primera visita en 1983. En esa oportunidad, durante la misa del Papa algunos técnicas de Radio Vaticana encargados del audio papal fueron amenazados con armas de fuego apuntando a la cabeza hasta que bajaron el volumen del audio del Papa y subieron el ambiental, para que se pudieran escuchar mejor algunos coros preparados con anticipación que pedían al Pontífice que se manifestara en contra de los grupos anti sandinistas.