Sin duda AMLO, Andrés Miguel López Obrador, no es un mesías, no es el enésimo caudillo de turno ni tampoco es un revolucionario. Es un político socialdemócrata, progresista y pragmático, y posee, como ha demostrado en su larga carrera política, un gran sentido de la realidad. Sus primeras palabras tras el anuncio de su histórico triunfo son una ulterior demostración: “Llamo a todos los mexicanos a la reconciliación y a poner por encima de los intereses personales, por legítimos que sean, el interés general. Como afirmó Vicente Guerrero: “La patria es primero”.
No podía AMLO decir otra cosa. La victoria electoral demoledora, cercana al 49% de los votos, aunque anunciada por todas las encuestas desde hace más de cinco meses es el triunfo de una gran coalición – “Juntos haremos historia” – que con paciencia y habilidad ha sabido construir en torno a unos quince grandes temas nacionales: emergencias, prioridades y desafíos. Uno de esos desafíos – AMLO habló en estos meses de “insidia” – es Donald Trump, un político que la inmensa mayoría de los mexicanos siente y percibe como una grave amenaza, cosa que nunca había ocurrido en el pasado, ni siquiera con Ronald Reagan.
El flamante presidente de México comprende perfectamente que una de las tantas medidas de las que depende su éxito como gobernante es la relación que sea capaz de establecer con Trump. Esta relación (que todos saben será muy difícil, e incluso cercana al punto de ruptura), entre otras cosas será también la medida de algo mucho más general y decisivo: la relación entre la Casa Blanca y las 32 naciones de la región, desde el Río Grande hasta la Patagonia. El presidente de México es una figura clave en este tema y todos son conscientes de ello. El equilibrio geopolítico y geoestratégico entre Washington y Ciudad de México es determinante desde hace décadas para todo el hemisferio.
Hasta ahora, y durante casi 80 años, en las Casas Nuevas de Cortes, palacio presidencial mexicano, siempre se ha sentado un político que antes del voto popular debía tener la aprobación de Estados Unidos, del Partido Institucional Revolucionario (PRI) o del Partido de Acción Nacional (Pan). Por eso los mexicanos suelen decir: “Nosotros votamos de día, pero ellos cuentan los votos de noche y deciden lo que quieren”.
Esta vez no fue así, y ese ya es el primer cambio radical, sin precedentes, que también es señal del gran cansancio y malestar del pueblo mexicano, condiciones existenciales sobre las que el Episcopado mexicano, en lento y gradual proceso de renovación, ha reflexionado en los últimos meses y hablado también con los candidatos. El triunfo de AMLO es igualmente un desafío para la Iglesia Católica mexicana, necesitada de cambios y de un renacimiento, como subrayó el Papa Francisco en su memorable discurso a los obispos del país en la catedral de la capital, reflexionando sobre “la mirada de la Virgen de Guadalupe”.
La presidencia de Andrés Miguel López Obrador habrá que ir descubriéndola. En principio, se presenta como un programa socialdemócrata, fuertemente social pero muy atento a la economía del país (gravemente deteriorada por el fracaso de seis años de presidencia de Peña Nieto, “el peor presidente mexicano de los últimos treinta años”), y al mismo tiempo fuertemente centrado en lo que AMLO identificó como “la vía maestra” para el renacimiento: terminar con la corrupción; y la única manera de concretarlo es “luchando todos juntos y haciendo de cada ciudadano un custodio de la honestidad”, esa honestidad que el país necesita como una especie de remedio salvavidas.
Hoy, Andrés Miguel López Obrador es una gran esperanza para el pueblo mexicano y para toda América Latina. Aunque nadie sabe si podrá concretar su propósito ni lo que puede pasar en los próximos seis años, sobre todo porque el nuevo presidente tiene algunos enemigos, dentro y fuera del país, muy poderosos, más aún, poderosísimos, y sin escrúpulos.
Pero por el momento, en el umbral de esta nueva etapa latinoamericana, hay que destacar una cuestión muy importante tomando en cuenta la historia reciente de América Latina: Andrés Manuel López Obrador nunca se ha presentado, como Nicolás Maduro y Daniel Ortega, como “salvador de la patria”. Salvadores capaces de una sola cosa: transformar el sueño de muchos pueblos en una pesadilla, para después chantajear a otros diciendo que son “la izquierda latinoamericana”. AMLO no forma parte de esa “izquierda”.