Más de un año ya desde que Donald Trump comenzó a tuitear sobre los “bad hombres” de la MS-13. Esa pandilla es hoy, logro irrefutable del señor Trump, una organización criminal con mayor peso en la agenda sociopolítica mundial, y el fenómeno de las maras en su conjunto –del que la Mara Salvatrucha es sólo un eslabón– recibe más atención que nunca de la prensa internacional de referencia, de la academia y de la red de ONG que operan a nivel trasnacional.
Algo impensable hace un década, la MS-13 se ha colado con fuerza en debates electorales en distintos estados estadounidenses, valga la redundancia; El Salvador y los salvadoreños están cada día más asociados al fenómeno ante los ojos del mundo, como el tufo del narcotráfico que persigue a cada colombiano, mal que les pese; organizaciones de renombre como Médicos Sin Fronteras o International Crisis Group se han comenzado a interesar por lo que sucede desde hace décadas en el Pulgarcito de América; y, si me permiten la licencia, no sería tan extraño que Netflix estuviera rodando ya una serie fastuosa sobre mareros y grupos de exterminio ambientada en Soyapango, San Miguel o Apopa.
Es un hecho: en el mundo se habla ahora más de la MS-13 y de las maras –y por consiguiente de El Salvador– que antes de que Trump pusiera la pandilla en su agenda, pero ¿se sabe más sobre la magnitud del problema que los salvadoreños estamos sufriendo? Lo dudo.
Después de reiteradas peticiones, un comisionado de la Policía Nacional Civil (PNC) me pasó el estimado oficial de pandilleros que hay en El Salvador. El informe, nutrido con información de inteligencia de la propia PNC y de la Dirección General de Centros Penales, estima en 64.587 los mareros en el país: 43.151 están en libertad, y 21.436 encerrados. El informe está fechado en junio del año 2017.
Las cifras sin un contexto apropiado son números estériles, pero esos 65.000 pandilleros, que desde agosto de 2015 son terroristas tras un fallo de la Sala de la Constitucional, representan el 1 por ciento de la población del país. Digo: uno de cada cien ciudadanos. Imagine, amigo colombiano que ha llegado a este texto, que en Colombia los guerrilleros y los paramilitares sumaran 500.000 miembros. Imagine, amiga española, una Euskadi Ta Askatasuna que hubiera tenido alguna vez 460.000 gudaris. O imagine usted, amigo que me lee desde Estados Unidos, que tal o cual grupo terrorista tuviera 3 millones de activistas dentro de las fronteras de su país.
Eso representan numéricamente las maras para El Salvador. Mucho más que eso, en realidad, porque el hecho de ser un problema inequívocamente social, enraizado en cientos, miles de comunidades empobrecidas en todo el territorio, hace que por cada activo –hombres casi en su totalidad– haya no menos de cuatro o cinco personas dependientes de la actividad criminal de las pandillas: esposas, parejas, hijos, otros familiares, simpatizantes, colaboradores.
Conviene detenerse en la fecha del informe: junio de 2017. Al Gobierno salvadoreño no le gusta mucho airear el tamaño del problema que enfrenta, confiado quizá en que el hecho de que no afecte con dureza a los estratos medios y altos de la sociedad le permita disimular la realidad con propaganda. Periodistas y académicos, de hecho, llevamos años repitiendo como mantra un estimado de 60.000 pandilleros activos, pero sin que desde el año 2012 el Estado haya hecho público reporte oficial alguno sobre la magnitud real y actualizada del fenómeno.
En 2005 la estimación oficial era 11 000 pandilleros activos. Apenas siete años –y un cambio partido de gobierno– después, un informe del Ministerio de Seguridad Pública los cifró en 62.000. Luego se vino la Tregua, que extendió el control de las maras a nuevas zonas, como ocurrió en Morazán o el Bajo Lempa usuluteco.
A partir de enero de 2015, el gobierno del FMLN apostó a la represión más brutal para tratar de controlar las maras, con medidas en las cárceles que violan los derechos humanos más elementales, y con apoyo tácito a las ejecuciones extrajudiciales, que han provocado que la Policía Nacional Civil reporte sin ruborizarse que mató en tres años a más de 1.400 personas en supuestos enfrentamientos. El manodurismo seduce al votante salvadoreño, pero le ha valido al Estado la denuncia de organismos como el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
Los números del informe que me pasó el comisionado sugieren que ni siquiera hacer a un lado los derechos humanos –con las consecuencias nefastas que esas políticas públicas tienen para la institucionalidad– ha servido para frenar o revertir de manera significativa el desarrollo de las maras. Hay más pandilleros hoy que los que había hace cinco años. ¿Por qué? Por múltiples razones que pueden agruparse en tres: una, porque ser pandillero sigue siendo una opción seductora para miles de jóvenes de comunidades empobrecidas y desintegradas; dos, por el flujo constante de pandilleros que salen de las cárceles con pena cumplida y sin rehabilitar; y tres, porque el alza de la muerte de mareros generada por la represión estatal se ha compensado de alguna manera con un relajamiento del conflicto propio entre emeeses (de Mara Salvatrucha) y dieciocheros (de Barrio 18), las dos agrupaciones criminales más conocidas.
En esos cinco años, sin embargo, las personas encarceladas saltaron de 27.000 a 39.000. El Salvador es uno de los países del mundo no solo con una de las tasas de población encarcelada más altas, sino también con las cárceles más hacinadas. A pesar de los esfuerzos habidos por ampliar la capacidad del sistema penitenciario, las plazas disponibles en los 28 recintos son 18.000, menos de la mitad de los privados de libertad. Y aún quedan más de 40.000 pandilleros en las calles, más su entorno.
Salvo que se esté considerando un genocidio, la matemática más elemental descarta la represiva como una vía capaz de solucionar el desmedido problema de pandillas que afecta a la sociedad salvadoreña. Incluso si el Estado mejorara su eficacia en la persecución del delito, el volumen de personas que tendría que encerrar deviene inviable esa opción en un país de recursos limitados y con el sistema penitenciario al borde del colapso.
Ante la rotundidad de las cifras –oficiales, repito, solo que ocultadas a la población–, ante la verdad revelada de que ni la represión más brutal ha frenado la expansión de las maras, sólo se me ocurren dos alternativas: una, seguir como hasta ahora, condenados a disputar cada año el ‘honor’ de ser la sociedad más violenta del mundo y tratando de controlar el impacto en los estratos sociales más privilegiados; y dos, apostar por una resolución dialogada del conflicto, vía llena también de espinas y de sinsabores y que, como paso previo, requeriría que la sociedad salvadoreña tolerara a los terroristas de la MS-13 y de la pandilla 18 como actores sociales y políticos. Todo lo demás son, hoy por hoy, cantos de sirena.
*Periodista de nacionalidad española pero residente en El Salvador. Publica en el sitio de información on line salvadoreño El Faro. Integra la sección Sala Negra especializada en el fenómeno de la violencia en América Central.