El Estrecho es una pequeña localidad fronteriza en la Amazonía peruana que concentra lo peor de la desidia del Estado. En El Estrecho una mujer al borde de la agonía viaja en un motofurgón porque la única ambulancia de la zona no se encuentra operativa. En El Estrecho puedes ver a hombres entumecidos días enteros por el alcohol que abunda. Y una tarde cualquiera un panfleto firmado por presuntos disidentes de un grupo guerrillero te puede dar la bienvenida.
En El Estrecho, niños y adolescentes, descendientes de las decenas de comunidades nativas que se ubican en esa franja olvidada que es la provincia de Putumayo, límite con Colombia, acuden a los distintos niveles de educación con la ilusión de forjarse un futuro mejor, igualitario en condiciones.
El Estado se hace presente a través de algunos programas sociales mal aplicados y cuyo enfoque, como tantas veces, denota una clara redacción centralista; mientras crece el perjuicio causado por actividades como la minería ilegal, la tala ilegal y la pesca indiscriminada. Y se acrecientan también los casos de violencia doméstica y la trata de personas.
El Estrecho es tierra de nadie.
Y ahí estuvimos, en San José del Estrecho, nombre completo de la capital de Putumayo, para apoyar el trabajo del Vicariato Apostólico de San José del Amazonas, que la primera semana de mayo desarrolló talleres sobre derechos humanos y la situación de la Panamazonía. Los participantes llegaron de varios puntos del Bajo y Medio Putumayo, el río que hace de frontera natural y que da nombre a la provincia.
Estudiantes indígenas de quinto grado de secundaria, caciques maijunas, madres de los pueblos Murui, Bora y Kichwa, y representantes de los pueblos Ticuna, Yagua, Secoya y Ocaina; también representantes de la FECONAFROPU, que es la Federación Indígena de las Comunidades Nativas Fronterizas del Putumayo.
El desconocimiento de sus derechos es el denominador común. Solo unos pocos que ocupan u ocuparon cargos dirigenciales, saben de lo que se habla. En las comunidades nativas este desconocimiento se manifiesta más crudo.
Cuando llega el momento, las primeras en intervenir son las madres que denuncian el maltrato del Estado. Inscribir a sus hijos recién nacidos puede ser todo una batalla. El registrador te puede decir en la cara que no registrará a tu hijo porque le quieres poner un nombre indígena. Dos segundos le tomó vulnerar sus derechos a la identidad cultural y a tener un nombre.
La violencia estructural existe y, aunque para muchas mujeres y hombres aquí sea un término nuevo, en el Putumayo se expresa de mil formas, sobre todo contra los pueblos indígenas que se debaten entre la indiferencia del Estado y una serie de factores que ponen a prueba su identidad y arraigo al territorio.
Como en toda zona de frontera, su día a día no se entiende sin la interacción con el país vecino, la cual se desarrolla de múltiples maneras y casi siempre con un saldo negativo para las comunidades nativas, en convulsión constante por la presencia de agentes militares foráneos, el crecimiento de actividades ilegales y de grupos religiosos con intereses alejados de la fe.
Pescar se ha vuelto más difícil en el Putumayo, el uso indiscriminado de barbasco (planta de la zona con raíces venenosas que se usan para pescar) para captar los alevinos de la preciada arahuana, el pez carnívoro que puebla las aguas del río Amazonas, hace del río un foco de muerte para el resto de las especies. Es un método usado principalmente por foráneos, que no ven muy útil el tradicional uso de redes y lanzas, al modo de los pueblos indígenas.
La educación, como en casi toda la Amazonía peruana, se desarrolla a pierde. Los profesores en las comunidades, en aquellas que tienen el lujo de tener uno, se ausentan varios días tentados por el brillo de la ciudad. En El Estrecho abundan los bares y centros nocturnos, que sin nadie que les controle, permiten el ingreso de menores de edad.
Y cada día ese brillo se puede ahogar, literalmente, en sangre, por la violencia que propicia el alto consumo de alcohol y drogas.
La violencia estructural en el Putumayo se manifiesta en esa burocracia que agrede y trata con desprecio, que no te reconoce ningún derecho. Faltan las vacunas, pero también faltan las oportunidades. No existen proyectos productivos, no existe mercado interno, no existe trabajo.
Pese a la barbarie de los antiguos caucheros y a un sinfín de adversidades, en el Putumayo las culturas se mantienen vivas. Es admirable oír a Rosiño Guidone de Enocaisa, anciana murui de unos 95 años, quien aún ciega y un tanto sorda es capaz de expresar lo que siente ante lo que le ha tocado vivir. Sus tradiciones siguen incólumes, habla muy bien su idioma y el castellano, recuerda el casabe y aunque ya no lo prepara por su avanzada edad, recuerda su sabor inconfundible. Verla hace que me pregunte si de verdad esta parte del mundo es tierra de nadie. Pienso que no, pienso que esta zona es de los pueblos que siempre la habitaron y que tienen derechos reconocidos dentro y fuera del país; derechos que, sin embargo, los diversos gobiernos siempre han negado.
El camino que debemos trazar, parte del conocimiento de estos derechos, es importante empezar por ahí. Ikuri Buinaño Buinajima, abuela de la comunidad nativa huitoto 8 de Diciembre, tiene en la memoria episodios de la violencia cauchera. Con solo un panero y medio de fariña, su familia debía sobrevivir cerca de un mes en el monte trabajando, a merced del clima. El ingenio de su madre, que cogía la chambira para deshilarla finamente y poder coser sus mantas con las cuales se tapaban por las noches, hacía menos difícil su calvario.
Los momentos que ella recuerda como felicidad se daban cuando llegaba al yucal. Yo era inmensamente feliz al llegar al yucal y disfrutar de las delicias que mi mamá preparaba, me cuenta.
Hoy Ikuri sueña con que sus hijos y sus nietos se hagan un futuro muy diferente. En El Estrecho hay futuro, hay cultura, hay nuevas generaciones que pueden tomar la batuta y dirigir a su pueblo para hacerle frente a un Estado esquivo y desigual, sé que se puede, solo falta voluntad.
*Abogada del Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica (CAAAP)