En 2016, cuando todavía faltaban unos meses para que el arzobispo de Santiago Cardenal Ricardo Ezzati cumpliera 75 años, un nutrido grupo de laicos – todos ellos personas destacadas, reconocidas y prestigiosas, preocupadas por la sucesión episcopal en la capital del país en un momento de grave crisis en toda la Iglesia chilena – escribió una larga carta al Papa Francisco. En ella se expresaban muchos juicios sobre el estado de postración, cansancio y desaliento de la comunidad eclesial en Chile. Más aún, los firmantes decían abiertamente que ésta había quedado prácticamente reducida a la inexistencia, porque desde hacía años se encontraba a merced de la mediocridad, la vanidad, las luchas internas y la inercia. No es casual que el Papa Francisco, en su carta a los obispos de Chile del 8 de abril, observe textualmente: «les escribo a ustedes, reunidos en la 115ª asamblea plenaria, para solicitar humildemente Vuestra colaboración y asistencia en el discernimiento de las medidas que a corto, medio y largo plazo deberán ser adoptadas para restablecer la comunión eclesial en Chile, con el objetivo de reparar en lo posible el escándalo y restablecer la justicia».
El Papa traza para la próxima reunión – la cuarta con todo el Episcopado chileno en 15 meses (2 en febrero de 2017, una en enero pasado y la cuarta dentro de pocas semanas) – un itinerario preciso: discernimiento. Para recorrer ese camino, delicado y difícil, pide a los obispos en ejercicio su colaboración y ayuda. Francisco considera que la situación exige adoptar medidas (a breve, mediano y largo plazo) que permitan restablecer la comunión eclesial en el país y, en la medida de lo posible, reparar el escándalo del que se ha hecho responsable la Iglesia local y restablecer la justicia. Son palabras y pensamientos del Papa. En este proyecto el Santo Padre, pese a que la situación es muy difícil, deja entrever un cierto optimismo cuando dice a sus hermanos en el episcopado: «Les aseguro mi oración y quiero compartir con ustedes la convicción de que las dificultades presentes son también una ocasión para restablecer la confianza en la Iglesia, confianza rota por nuestros errores y pecados, y para sanar unas heridas que no dejan de sangrar en el conjunto de la sociedad chilena».
Por las reflexiones que hace el Papa resulta muy claro que para afrontar la crisis-decadencia de la Iglesia chilena hay un solo punto de partida y un solo punto de llegada: la comunión eclesial. Solo la restauración de esta comunión (koinonía) puede expresar el núcleo profundo del Misterio de la Iglesia, como enseña el Vaticano II. Misterio que en Chile, a los ojos, al corazón y a la conciencia de por lo menos la mitad del país, se presenta deslucido, desnaturalizado e incluso desagradable. Es importante destacar que no se trata de un rechazo de Cristo o de su Iglesia santa, ¡no! En todo caso el rechazo está orientado a esa parte de la Iglesia, la jerarquía, que con poquísimas excepciones parece atrincherada desde hace muchos años en sus seguridades autorreferenciales y desconfianzas paranoicas, usando muchas veces como pretexto una presunta y grave insidia de la “secularización galopante” o más sencillamente de una “proliferación de la indiferencia religiosa”. En pocas palabras, la misma excusa de siempre: los culpables son los demás, los que están fuera, los que nos atacan y nos acorralan… Pero estos pastores ¿han hecho alguna autocrítica en los últimos años? ¿Se han planteado preguntas y, sobre todo, han escuchado lo que dice el pueblo laico? En Chile, el “defender la propia posición” y el “ocupar espacios” de parte de un buen número de miembros de la jerarquía, actitudes orientadas hacia el poder y la riqueza, han terminado alejando progresivamente a estos pastores de la vida cotidiana de los fieles y de los chilenos en general.
La impresión que termina dando es la de una Iglesia de bandos, de equipos, de jugarretas y de conflictos, de las vanidades personales más banales y vulgares; por una serie de ambiciones personales y “de casta” se ha ofuscado, si no borrado, un pasado prestigioso, cuando el Episcopado chileno tuvo un rol importante tanto antes como durante los difíciles años de la dictadura de Pinochet. Esta Iglesia, la de los derechos humanos, la de los pobres, la de las periferias, la de los laicos comprometidos masivamente, la de Medellín, Puebla y Aparecida, una Iglesia creativa, valiente, sin trabas ni conveniencias… ha sido desarticulada y sepultada por la única realidad que parecía verdadera: los obispos, no pastores sino jerarcas y hombres de poder, fama y prestigio.
Hace tiempo que en Chile se ha perdido el sentido último de una Iglesia constituida por Cristo como una “comunión de vida, de caridad y de verdad” (Lumen gentium, 9b). Eso se refleja también en el colegio episcopal de manera real y auténtica, prescindiendo de las palabras de circunstancia y de formal buena educación que hemos escuchado reiteradamente en los últimos tiempos. En el contexto de esta realidad, triste y preocupante, se deben leer las reflexiones conclusivas del Papa Francisco en su carta a los prelados chilenos: «Permaneced en mí (Jn 15,4): estas palabras del Señor resuenan una y otra vez en estos días. Hablan de relaciones personales, de comunión, de fraternidad que atrae y convoca. Unidos a Cristo como los sarmientos a la vid, los invito a injertar en vuestra oración de los próximos días una magnanimidad que nos prepare para el mencionado encuentro y que luego permita traducir en hechos concretos lo que habremos reflexionado. Quizás incluso también sería oportuno poner a la Iglesia de Chile en estado de oración. Ahora más que nunca no podemos volver a caer en la tentación de la verborrea o de quedarnos en los “universales”. Estos días, miremos a Cristo. Miremos su vida y sus gestos, especialmente cuando se muestra compasivo y misericordioso con los que han errado. Amemos en la verdad, pidamos la sabiduría del corazón y dejémonos convertir». Los que en Chile, y también en el Vaticano, han alentado, sostenido y gobernado durante años este tipo de iglesia estaban convencidos de que habían logrado “domesticarla”. Pero en realidad solo la han destruido y devastado. Pero hoy, después de la visita del Santo Padre y los posteriores acontecimientos, las cosas han cambiado: los fieles (y también parte de la jerarquía misma) piden en voz bien alta un severo y honesto examen de conciencia. En Chile hay demasiados obispos que, en vez de poner sus personas al servicio de la Iglesia, han puesto a la Iglesia al servicio de sus intereses personales y de los bandos con los que están relacionados desde hace años. Estos hombres hoy necesitan conversión. No bastan medidas específicas para cuestiones determinadas y concretas. Son urgentes y necesarias, pero no son suficientes. En Chile, los responsables de la comunidad eclesial deben transitar, con humildad y honestidad, un camino penitencial y de radical conversión, antes de cualquier otra cosa.