Existe un partido, un partido laicista-clerical, un partido con mucha influencia, que ya no soporta al Papa Francisco. En realidad nunca lo soportó, desde el principio. Pero ahora siente que controla porciones importantes de poder y dejó de lado los disimulos.
Es una extraña asociación, convoca laicistas y clericales. Comecuras y talibanes. Insultos groseros y argumentaciones pseudo teológicas.
Y dicen muchas cosas.
Dicen que Francisco es un Papa zalamero, populista. Pero no dicen por qué razón, si solo busca el aplauso popular, es entonces tan obstinado – por ejemplo – cuando predica la caridad con los inmigrantes, un tema que sin duda hoy no hace ganar adeptos.
Dicen incluso que habla “mucho del hombre y poco de Dios”. Y tienen razón, si por Dios entienden el Gran Arquitecto venerado por las logias y no nuestro Dios, que tiene el rostro misterioso y humano de Jesús. Porque Francisco sí habla de Jesús, todos los días, y eso no pueden negarlo.
Dicen que relativiza la ley moral – ¡un Papa permisivo! – y saben que no es cierto, pero están todo el tiempo pendientes, buscando excusas y pretextos, con el mismo espíritu de aquellos fariseos que acusaban a Jesús de violar la ley porque curaba a los enfermos el día sábado. En cambio, evitan decir que Francisco no pierde la oportunidad, en sus homilías y catequesis, de invitar a los fieles a acercarse al confesionario, a decirle bien sus pecados al sacerdote, sin reticencias, porque incluso “la vergüenza es una gracia” y “las lágrimas un regalo” que limpia la mirada y enternece a Dios… Eso no lo dicen, no. Tienen que ignorarlo, porque derrumbaría todas sus argumentaciones.
Dicen también que Francisco se equivoca al nombrar sus colaboradores, y es verdad que en algunos casos se ha equivocado, pero hasta los papas más santos se equivocaron: san Juan Pablo II nombró en Boston y Viena – dos de las diócesis más prestigiosas del mundo – a cardenales que después tuvieron que renunciar porque estaban seriamente involucrados en escándalos de pedofilia; y le dio amplia confianza al fundador de los Legionarios de Cristo, antes de descubrir con gran dolor su pasado criminal y su doble o triple vida. Algunos historiadores consideran que Benedicto XVI hubiera soportado mejor el peso del gobierno de la Iglesia si, además de contar con más fuerzas físicas, hubiera tenido colaboradores más apropiados. Pero no sería justo hacer ahora comparaciones o dibujar un orden de mérito entre los últimos secretarios de estado, desde Bertone hasta Parolin.
Dicen también que Francisco es comunista; dijeron cosas parecidas de León XIII cuando a fines del Ochocientos osó pedir en la Rerum Novarum que se prohibiera el trabajo infantil, por lo menos el nocturno, y por tan poca cosa los diarios liberales lo definieron como “papa socialista”. Y hasta el manso y prudente Pablo VI fue tildado de subversivo por cierta prensa estadounidense, calificando como “marxista” su encíclica social Populorum progressio.
Dicen muchas cosas. Pero en realidad lo que impresiona no son las críticas en sí mismas. Sino el odio. Frío y científico en algunos casos, visceral y vulgar en otros. Ese que es muy distinto a la crítica, incluso la más severa y apasionada, hecha con respeto, que el catecismo católico pide a los fieles con respecto al sucesor de Pedro. Ese odio, ese resentimiento casi personal, que parece exceder cualquier explicación o cualquier falla posible.