Los números crecen al mismo ritmo que el deterioro de la situación política y económica de Venezuela. Fuentes de la ONU estiman que casi 500.000 venezolanos emigraron entre 2014 y 2017 a otros países de América del Sur, de los cuales más de 130.000 solicitaron asilo. Ese número corresponde al total de solicitudes de visa que han recibido las embajadas de un considerable número de países, no solo latinoamericanos, y a ello hay que sumarle los que abandonaron Venezuela por vías ilegales.
En términos generales se puede constatar que los países de América Latina más afectados por el fenómeno han tenido una política de acogida, aunque al seguir aumentando el flujo migratorio ya hay señales de reducción de las ayudas, sobre todo en los países que limitan con Venezuela.
Varios gobiernos han expresado su preocupación, manifestando que sus países no están preparados para recibir una ola de inmigrantes de esas dimensiones, sobre todo por el nivel de pobreza de los inmigrantes. Las cifras siguen subiendo y los gobiernos de la región están adoptando medidas más restrictivas, particularmente en relación con la renta de los venezolanos que escapan de la crisis. En efecto, se teme que la crisis venezolana contagie a los países limítrofes, generando desequilibrios sociales en los países de destino.
Lógicamente los países más afectados por la ola migratoria son aquellos a los que pueden llegar con mayor facilidad los ciudadanos venezolanos de medios o bajos recursos, es decir, Colombia, Brasil y Panamá. Los dos primeros adoptaron políticas de acogida y ambos enviaron especialistas a Turquía para conocer cómo manejan el tema de los refugiados sirios. También recurrieron a agencias de la ONU para desarrollar mecanismos de respuesta acordes a la situación, a fin de evitar que siga agravándose ulteriormente.
Las cifras oficiales del Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia hablan de 37.000 venezolanos que entran diariamente a su territorio, de los cuales 35.000 vuelven a Venezuela. Esto significa que cada día hay 2.000 personas que se quedan del otro lado de la frontera. Si bien el gobierno colombiano no ha modificado su política migratoria, sí fue aumentando los controles en los puestos fronterizos y eso ha reducido un 30% los ingresos este año.
A fines de febrero el ministro de Relaciones Exteriores de Colombia María Ángela Holguín se reunió con su par brasileño Alysio Nunes y ambos coincidieron en que la situación de los migrantes ha generado una situación de emergencia social en sus respectivos países. Por ejemplo, la ciudad brasileña de Boa Vista, capital del estado amazónico de Roraima, cuya población total no llega a los 300.000 habitantes, ha sido “ocupada” nada menos que por 40.000 venezolanos. Obviamente la ciudad no cuenta con recursos, estructuras hospitalarias, alojamiento ni servicios públicos suficientes para acoger semejante número de inmigrantes.
Panamá en cambio ha tomado medidas más restrictivas para hacer frente a la ola migratoria de venezolanos. Desde octubre de 2017 se exige una visa para entrar al país y, como ha declarado el presidente Juan Carlos Varela, “la medida se mantendrá hasta que se recupere el orden democrático en Venezuela”. La razón es la misma que en todas partes: “la situación pone en riesgo nuestra seguridad, nuestra economía, las fuentes de empleo de los panameños”.
Otros países de América Latina, en cambio, han dispuesto medidas especiales para facilitar el ingreso de venezolanos, como Argentina, que en febrero adoptó nuevas normas que facilitan su ingreso por razones humanitarias, o Uruguay, cuyo gobierno ofrece a los inmigrantes de Venezuela estabilidad, seguridad e incluso educación gratuita.
Debido a las condiciones de desesperación y pobreza en que se encuentran las personas obligadas a salir de su país, las dinámicas del éxodo venezolano se pueden comparar con la diáspora provocada por una guerra, de la que huyen jóvenes y familias enteras en busca de un futuro mejor o simplemente para no morir de inanición.