Desde hace décadas los estudios sobre Cuba han advertido que el suicidio es una constante en la historia de la isla. Un libro ya clásico, To Die in Cuba (2005), del profesor de la Universidad de Chapel Hill, en North Carolina, Louis A. Pérez Jr., narra en detalle la desproporcionada estadística de muertes a mano propia en esa nación del Caribe, desde el siglo XIX.
La Revolución Cubana, un evento pretendidamente emancipador, que superaría todas las herencias fatales del colonialismo, en vez de contener aquella tendencia, la potenció. Las cifras de suicidio en Cuba, después de 1959, siguen resultando más altas que en el resto de la región e incluyen –lo que es muy revelador– a muchos miembros de la élite del poder.
Suicidas, en la Cuba socialista, han sido los presidentes Carlos Prío Socarrás en Miami y Osvaldo Dorticós en La Habana, los ministros de Trabajo Augusto Martínez Sánchez, de Comercio Exterior Alberto Mora y de Finanzas Rodrigo García. También se suicidó, un 26 de julio de 1980, la heroína de la Revolución, Haydée Santamaría, hermana del principal líder, junto con Fidel Castro, del asalto al cuartel Moncada y presidenta, por dos décadas, de la Casa de las Américas, la institución que coordinó los vínculos con la intelectualidad latinoamericana.
La lista de suicidas cubanos, entre escritores y artistas, es cuantiosa: los poetas Raúl Hernández Novás, Ángel Escobar y Juan Carlos Flores, los narradores Guillermo Rosales, Miguel Collazo y Reinaldo Arenas, la pintora Belkis Ayón, la historiadora Raquel Mendieta… A pesar de la terrible evidencia, el gobierno cubano ha mantenido un negacionismo ideológico que se expresa en la falta de reconocimiento del suicidio como causa de muerte en Cuba.
En las despedidas de duelo y en los medios oficiales o se ocultaba o se decía que el suicidio era contrario a los valores revolucionarios. Cuando se intentó suicidar Martínez Sánchez, el presidente Dorticós dijo que su “conducta era injustificable e impropia”, que “no debió estar del todo consciente” y que “los revolucionarios no tenían derecho a disponer de su vida”, que “solo puede ser sacrificada enfrentando al enemigo”.
Luego, cuando fue el propio Dorticós quien se suicidó, José Ramón Machado Ventura despidió el duelo con palabras similares. El suicidio es visto, en las altas esferas cubanas, como un acto de cobardía, que niega la condición intransigente del sujeto revolucionario. En esa incomprensión tal vez se mezclen los componentes católicos y marxistas de la ideología de Estado en Cuba. San Agustín diagnosticaba el suicidio como “crimen” y Marx –padre de una hija y un yerno cubano, suicidas– decía que era un “síntoma del vicio constitutivo de la sociedad moderna”.
Ahora se suicida el primer hijo de Fidel Castro y son inocultables las connotaciones simbólicas del hecho. Esta vez, los medios oficiales no han velado la noticia, ni la han arropado con sus habituales eufemismos. Fidelito se ha quitado la vida poco más de un año después de la muerte de su padre y en medio de un proceso de sucesión de poderes en Cuba, que podría colocar, por primera vez en casi seis décadas, a una persona no apellidada Castro en la jefatura del Estado.
La depresión de alguien llamado Fidel Castro Díaz-Balart no pudo ser ajena a la historia política de Cuba. Su padre fue el caudillo de la isla por más de medio siglo y él, como primogénito, formó parte de la iconología del poder desde que era un niño. Su madre, Mirtha Díaz Balart, era hermana de Rafael Díaz Balart, representante al Congreso y viceministro de Gobernación de la dictadura de Fulgencio Batista, a la que Castro combatía.
Fidel y Mirtha se divorciaron en 1955, en medio de una disputa familiar y política a la vez. Tras el divorcio, el niño de siete años fue enviado una temporada a México, donde su padre estaba exiliado, organizando una expedición militar contra el régimen de Batista. Por lo visto, el hijo fue retenido en México más tiempo del acordado, y Mirtha Díaz Balart y su nuevo esposo, Emilio Núñez Blanco, hijo del embajador de Cuba ante la ONU, tuvieron que viajar al Distrito Federal a rescatar al niño y devolverlo a La Habana.
Cuando triunfa la Revolución, en enero de 1959, el reencuentro entre el padre y el hijo, que estudiaba la secundaria en Nueva York, se vuelve una escena recurrente. El hijo en brazos del padre, uniformado, encima de un tanque, o en pijama, en su suite del Habana Hilton, hablando ambos en inglés para el show de Edward R. Murrow. En los años siguientes, mientras su madre y toda la familia Díaz Balart se exiliaba, en Madrid o en Miami, Fidelito permaneció en Cuba, se doctoró en física nuclear en la Universidad Lomonosov de Moscú y ocupó diversos cargos en la Academia de Ciencias y en la Comisión de Energía Atómica de la isla.
En poco tiempo, aquel entorno confortable en que creció y se formó el hijo de Fidel se alteró profundamente. La larga convalecencia de su padre, entre 2006 y 2016, dio relevancia pública a la nueva familia de Castro, la de sus hijos con Dalia Soto del Valle. Desde la jefatura del Estado, el gobierno y el Partido Comunista, Raúl emprendió una recomposición de la clase política de la isla, que ha favorecido a sus propios hijos, antes que a los de su hermano.
Fidelito, que en algún momento de los años 80 y 90 llegó a alcanzar cierto protagonismo dentro de la política cubana, se volvía ahora una sombra en la Cuba raulista. El cuadro de su depresión probablemente se haya cerrado con el padre muerto, la madre exiliada, un tío al mando en La Habana y otros tíos, en Miami y en Washington, buscando acabar con el régimen político de la isla a como dé lugar.
*Historiador y crítico literario cubano