En la dolorosa historia del obispo chileno Juan Barros, contra el cual pesan reiteradas acusaciones de haber ocultado comportamientos repugnantes del sacerdote Fernando Karadima (condenado por la justicia civil y canónica por pedofilia y otros delitos), la Iglesia local y el Vaticano no siempre tomaron las mejores decisiones. Hubo errores hasta último momento, incluso cuando el Santo Padre estuvo en Chile hace pocos días. A primera vista daría la impresión de que él mismo no ha tenido la posibilidad de evaluar a fondo lo que estaba ocurriendo dentro y fuera del país en relación con este asunto, que ya lleva varios años y en Chile llaman “la guerra de Barros”. A ello se suman, además, las declaraciones del cardenal arzobispo de Boston Sean O’Malley, quien se encontrará con el Papa en Lima en las próximas horas. En consecuencia, es importante tener en cuenta que no hay margen para nuevos errores y todos los responsables deberían evaluar con muchísima seriedad la cuestión. En esta historia se ha llegado al borde del penúltimo error, que muchas veces es más grave que el último.
No solo está en juego el problema chileno y sus protagonistas. Es la Iglesia Católica, en su totalidad y en todas partes, la que está siguiendo este asunto con angustia y preocupación, y en este caso, como ha dicho el Papa Francisco muchas veces, nadie se puede sentir “dueño” de la Iglesia. La comunidad que formó Cristo no es del Papa, de los cardenales o de los obispos… es de todos, también de los laicos, que muchas veces cuentan poco, lamentablemente. Pero cuidado, en las actuales circunstancias los laicos pueden ser determinantes para salir del pantano donde parece haber caido esta triste historia; ya es hora de dejar de subestimar esta dimensión. La Iglesia Católica no podrá salir nunca de la tragedia de los abusos sexuales contra menores sin el apoyo y la contribución del laicado.
En estas horas llegan de Chile noticias preocupantes, que de ser ciertas son extremadamente serias. Parecería que para una parte de los católicos chilenos la “guerra de Barros”, que ha quedado relacionada con el mismo Papa después de las declaraciones que hizo en la ciudad de Iquique a dos periodistas chilenos (si no hay pruebas de ello, existe el riesgo de que se considere calumnia…), se ha convertido en la oportunidad para obtener una revancha contra esa parte del mundo eclesial local, débil, atemorizada y vacilante, que trata de dar nuevo aliento a una Iglesia tan sufrida y herida, en crisis y declinación desde hace algunas décadas.
Para la iglesia de Chile este problema se ha convertido en la maldición “Karadima-Barros”, que ha causado graves estragos en la comunidad chilena, parte luminosa de la historia del catolicismo latinoamericano.
En este momento lo primero que hay que hacer, para restaurar la serenidad y el respeto recíproco y poner en marcha una solución adecuada, resulta muy evidente. El obispo de Osorno, Mons. Juan Barros, debe renunciar, y el Papa debería aceptar inmediatamente la decisión del prelado.
***
Sin duda el Papa Francisco en Chile ha superado bien, incluso muy bien, algunas insidias que desde mucho tiempo antes de que llegara al país empañaban el viaje y la visita. Eran y son casi todos obstáculos relacionados con una historia del país y de la iglesia que se arrastra, aunque de distintos modos, desde 1970, cuando ganó las elecciones Salvador Allende, socialdemócrata marxista que mil días después fue derrocado por un feroz golpe militar alentado y apoyado por la mayoría de los dirigentes de pensamiento y tradición socialcristiana. Siguieron 17 horrendos años de dictadura de Augusto Pinochet, que terminaron hace 28 años. En el período de los militares golpistas la iglesia chilena estuvo dividida, y esos antagonismos, con lenguajes y contenidos distintos, continuaron durante muchos años en el período democrático posterior, desde 1990 hasta la actualidad.
Para el Papa probablemente ha sido una de las visitas más difíciles, porque algunos aspectos relevantes de esta declinación de más de 40 años – hablo obviamente de la iglesia local – son responsabilidad directa del Vaticano, en particular durante el pontificado de san Juan Pablo II. En este ámbito, para que todo quede bien claro, cabe destacar que el problema se debió al nombramiento de nuevos obispos, y los consejos y sugerencias que hicieron al Pontífice los diversos Nuncios apostólicos. Lentamente y a veces de manera casi imperceptible, la iglesia chilena, parte luminosa del catolicismo latinoamericano, después del extraordinario momento directamente relacionado con la institución del Celam por Pio XII y la valiente barrera de numerosos obispos contra las violaciones de los derechos humanos durante la dictadura de Pinochet, ejemplo y modelo para otras iglesias de la región, se ha visto involucrada en una situación tan repugnante como la de Fernando Karadima y algunos sacerdotes formados por él en la comunidad de El Bosque.