Frente a la tragedia venezolana y las crisis de Sudamérica hay quienes todavía insisten en explicar las cosas a partir de repartir culpas externas y ven actuar la mano negra del “imperio” norteamericano por detrás. Desde luego, nadie es blanca paloma ni está libre de toda sospecha, pero esta vez todo indica que las causas directas de la debacle hay que buscarlas adentro, y sólo indirectamente en el nuevo modus operandi de la economía internacional, con China ocupando cada vez más un papel protagónico y no tanto Estados Unidos.
Es urgente desmontar mitos y no caer en el viejo vicio latinoamericano de pretender que todas las explicaciones y culpas de nuestros problemas vienen de afuera para con ello disculpar los desvaríos y excesos internos. En este caso se corre el riesgo de pasar por alto graves sucesos y sobre todo ante el horror de Venezuela resultar, al menos por omisión, cómplices de una situación que se está saliendo de control y en la cual Maduro y su gobierno tienen una alta responsabilidad histórica que no hay que condonar ni minimizar. Todavía no conocemos el desenlace final, pero el pueblo venezolano ha sufrido ya lo suficiente como para que podamos afirmar que se trata de uno de los puntos más bajos de nuestra historia latinoamericana reciente: por esto, también, la urgencia de una reflexión.
Para afirmarlo de entrada: en los años del gran auge, sobre todo sudamericano, de la primera década del siglo XXI, es cierto, se dieron en racimo gobiernos considerados de izquierda, pero no conformaron ni por asomo un “modelo único” ni mucho menos paradigmático de una nueva izquierda latinoamericana. Fue una colección de experiencias e intentos populistas de diverso sentido y profundidad, jamás un cuerpo doctrinario coherente y políticamente unificado. Tómese en cuenta, por ejemplo, que ni el Brasil de Lula, ni la Argentina de los Kirchner, o el Uruguay de Pepe Mujica se alinearon o formaron parte del ALBA, tan prioritaria y entrañable para la Venezuela chavista y su país rector, Cuba.
Tras la “Década Perdida” y la profunda crisis de los años ochenta llegan al poder, por la vía democrática, un grupo de líderes de inspiración más o menos izquierdista, que reaccionan comprensiblemente contra los claros excesos de las políticas neoliberales de privatizaciones, retraimiento del Estado y libre mercado a ultranza que agudizaron las desigualdades y la pobreza de las mayorías. En la cruel y corrupta dictadura de derecha de Alberto Fujimori encontramos su expresión más brutal.
Sólo tres de ellos venían realmente de una larga y militante lucha política dentro de la izquierda: Luis Inacio Lula da Silva, líder obrero metalúrgico; José Pepe Mujica, ex guerrillero tupamaro y Evo Morales Ayma, líder de los campesinos cocaleros. Los demás pertenecían a las clases populares o medias politizadas en los años de las crueles dictaduras del sur. Hugo Chávez era un coronel del ejército que se subleva en 1992; su sucesor, Nicolás Maduro, fue operador de autobús y había sido educado en “escuela de cuadros” en Cuba; Tabaré Vázquez es un oncólogo exitoso, de inspiración socialista moderada. En general, se trató de seis países con experiencias muy disímiles: poco tiene que ver el modelo venezolano, más extremo y caótico, e inspirado por Cuba, con el ejercicio parsimonioso y democrático en el Uruguay del Frente Amplio. El fallido experimento proteccionista y setentero de Néstor y Cristina Kirchner guarda poca semejanza con aquéllos; y menos tiene que ver con las políticas del “buen vivir”, más dirigidas a las minorías indígenas y campesinas de la Bolivia de Morales y el Ecuador de Correa. Por su parte, Brasil, con Lula y luego Dilma, llevó a cabo una ambiciosa política redistributiva interna y emprende una costosa y desmesurada presencia global, a la vez que impone un claro liderazgo sudamericano a través de Unasur: el “Brasil Mayor” como pomposamente le llamaban. Más allá de sus aciertos, excesos y errores, todos los países sin excepción (y aquí se incluye también a Chile, Perú, Paraguay y parcialmente Colombia) se beneficiaron del gran auge exportador inducido por el llamado “Superciclo” de las materias primas o commodities, hoy extinto. No fue algo menor. Los precios de las compras chinas de soya llegaron a triplicarse a la vez que alcanzaron volúmenes enormes, fue el caso también de otros bienes agrícolas y de metales como el cobre, el hierro y diversos minerales. Es cierto que este auge fue inducido por China, pero muchos otros países lo explican también: están los recursos extraordinarios por los altos precios internacionales del petróleo, que tanto sirvieron a Hugo Chávez y a Rafael Correa en su momento.
Hay que reparar en el hecho de que al agotarse el superciclo de las commodites no sólo se desploman los ingresos de divisas, sino que encuentra a las economías nacionales con una gran distorsión interna de precios relativos, arruinándose la competitividad de amplios segmentos industriales. Como se dice en Brasil, la economía fue “primarizada”. Se trató de una versión virulenta y de nuevo cuño de la “enfermedad holandesa”. Asimismo, fue el arranque de una reedición inédita del viejo modelo de “Centro y Periferia” de la CEPAL, pero al revés: los precios de las materias primas se elevaron al cielo y el de las manufacturas se estancaron, trasmutadas en commodities. Se trata ahora de un nuevo y adicional “centro”, en este caso China, con su enorme capacidad de mercado, pero todavía más pobre que la mayoría de los países latinoamericanos. En eso hay que reparar a la hora de plantear nuevas estrategias económicas, pues estamos en un nuevo momento de la economía global. Si bien el ciclo terminó, la demanda de China seguirá siendo importante, pero gradualmente orientándose hacia bienes con mayor contenido de capital y tecnología. Sin embargo, guiados por la ideología, algunos analistas en Sudamérica pretendieron ver en esto un nuevo “El Dorado”: irónicamente, ahora aceptaban dócilmente premisas que décadas atrás denunciaban con vehemencia. Curiosamente, ahora la “dependencia” sería buena porque se trata de China, no ya del denostado imperio americano. Es por eso que en Venezuela se suponía que con 97% de sus exportaciones en petróleo tendría garantizado su arribo la Arcadia Socialista. Este tipo de confusiones hizo mucho daño. Por eso, entre otras cosas, Venezuela, al ver derrumbarse el precio de su monoexportación, tiene que ajustar como en la Rumania de Ceausescu, cortando drásticamente las importaciones aun de alimentos y medicinas. Pero el problema también se presenta, de otras maneras y formas más sutiles, al mitigarse el incentivo por la innovación y el desarrollo tecnológico. En esta era de la “Cuarta Revolución Industrial” conformarse con especializarse en soya, metales o petróleo es más que irresponsable, es suicida. México, con todos sus problemas y sus salarios intolerablemente bajos, es ya el gran exportador de bienes con contenido tecnológico y capital dentro de la región latinoamericana, muy por delante de Brasil. Está activo en la mayoría de las cadenas globales de oferta, una mejor plataforma de la cual partir, respecto a las más cerradas y escasamente competitivas economías de Sudamérica.
Por último, hay que señalar que la enorme cantidad de recursos de los años del auge en manos de gobiernos irresponsables y populistas fue en esencia la receta para el desastre. Al final de la década del auge el mítico dinosaurio de Monterroso seguía ahí: la misma América Latina (y Sudamérica) con su desigualdad, amplias capas de pobreza y bajísimos niveles educativos, instituciones letárgicas y fallidas, penuria fiscal, violencia y corrupción. En este sentido hay que reparar en el hecho de que los países con las democracias más consolidadas e instituciones sólidas han capeado mejor el temporal: justamente es el caso de Uruguay y de Chile.
A menudo se habla o se endilga el término “populista” como denuesto, sin reparar mayormente en su verdadero significado y naturaleza: el populismo, cuando conculca instituciones democráticas, que aseguran derechos, representación y protección tanto a mayorías como a minorías suele ser fatal, ya sea en Hungría o en Venezuela, no importa el signo ideológico. Además, los populismos, una vez instituidos por encima de las instituciones, se arraigan y no ofrecen mecanismos pactados y legales de sucesión. Por eso, lo que hay que hacer en toda América Latina es olvidar de una buena vez y para siempre las soluciones mágicas con todo y sus hombres providenciales. Sobre cualquier cosa, insistir en más democracia y mejores instituciones de representación, gestión, justicia y rendición de cuentas. La agenda es tan larga como nuestras carencias y debe centrarse en la distribución y la educación. No más caudillos. Esta debe ser, ante todo, la principal lección del drama venezolano que tuvo un caudillo y ahora no puede quitarse de encima su sucesor heredado, un torpe aprendiz de dictador.
*Economista y diplomático. Doctor en Geografía y Ecología