“Estaba sentado junto a él, estaba a mi derecha e intercambiábamos alguna pequeña reflexión, en voz baja, al oído… “. Así comienza, como una toma en directa, el relato de otro protagonista del cónclave que eligió el primer Papa latinoamericano de la historia, otro cardenal que proviene de la misma parte del mundo, Claudio Hummes, arzobispo emérito de la diócesis más grande de Brasil –y probablemente del mundo-, San Pablo. Uno junto al otro, como ya ocurría desde hace mucho tiempo, en el cónclave de 2005, en los sínodos de la última década, en las liturgias solemnes, hermanados por ese criterio inexorable que es la edad. “Los votos convergían en él; estaba muy callado, ensimismado, en aquel momento. Le hice un comentario sobre la posibilidad de que alcanzara el número necesario para ser Papa. Cuando las cosas empezaron a volverse más peligrosas para él, le di aliento. Después fue la votación definitiva y empezó un gran aplauso. El recuento siguió, pero yo lo abracé y lo besé inmediatamente. Y le dije aquella frase, “no te olvides de los pobres”. Yo no tenía nada preparado, pero en aquel momento me vino al corazón, con fuerza, decirle eso, sin darme cuenta de que a través de mi boca le hablaba el Espíritu Santo.
Él mismo dijo que aquellas palabras se le metieron dentro con fuerza, que fue en ese momento cuando pensó en los pobres, y pensó en el nombre de Francisco”. Todo ocurrió en pocos minutos, una sucesión de instantes que dom Claudio Hummes desgrana segundo a segundo. El nombre que pronunció, Francisco, fue una sorpresa enorme para todos. ¡Quién podía imaginar que un Papa pudiera llamarse Francisco! Porque es una figura comprometida, exigente, y él lo eligió con el corazón libre y gozoso. Se identificó inmediatamente, comprendió que este nombre también significaba un programa para la Iglesia. Porque en San Damián, Francisco escuchó que el crucifijo le decía: ve y repara mi iglesia que está en ruinas. Son cosas fuertes, y él tuvo coraje. Estaba sereno, muy sereno, todos estábamos asombrados de su serenidad y espontaneidad, y se lo veía muy concentrado”.
Dom Claudio Hummes, como lo llaman todos (en Brasil el título de Dom corresponde a la dignidad episcopal), no necesita que lo alienten con preguntas. La escenas se suceden delante de sus ojos y las palabras brotan de sus labios con naturalidad y en fluído italiano.
“Fue a vestirse como Papa en la antigua sacristía de la Capilla Sixtina, y allí empezó a ser más expansivo; desde el primer momento realizó gestos significativos. No vistió la capa más solemne, no quiso la cruz de oro. Tampoco se puso los zapatos rojos, siguió con los suyos; dijo que la estola quería usarla solamente para la bendición. Volvió a la Sixtina así, despojado, vestido con sencillez, con los mismos zapatos negros con que había llegado de Buenos Aires. En la sala había un trono donde debía sentarse para saludar, como establece el ceremonial, pero permaneció de pie y abrazó a todos los cardenales, uno por uno, con una espontaneidad maravillosa. Ya era Francisco el que estaba actuando”.
Por algunos minutos dom Claudio olvida la lente de la cámara imaginaria y se permite una disgresión. “Lo más extraordinario es que los cardenales del primer mundo hayan confiado en un latinoamericano. ¡Para conducir la Iglesia universal! ¡Un latinoamericano! ¿Qué hará con la Iglesia? Así piensan, es natural que un europeo piense de esa manera. Sabemos que nos aman, nos respetan, en el fondo somos hijos de la Iglesia de Europa. Pero somos una Iglesia joven, y por eso se la confían a un europeo. Así estamos todos más seguros. Siempre se hizo así… todo anduvo bien… entonces es mejor seguir así. Pero esas seguridades en las que nos apoyamos matan el dinamismo renovador, de reforma, misionero de la Iglesia. El Espíritu Santo trabajó los corazones de los cardenales para que confiaran de esa manera”.
Hummes vuelve a enfocar la lente y las imágenes empiezan a sucederse de nuevo. “Se canta un Te Deum en gregoriano, mientras se forma la procesión para dirigirse al balcón sobre la plaza. Ya había llamado al cardenal Vallini, su vicario en Roma; miró hacia el lugar donde yo estaba y me dijo: “Ven, quiero que tú estés conmigo en este momento”. Yo fui. No estaba tenso, era espontáneo, ¡algo extraordinario! Seguía siendo la misma persona amable y sencilla de todos los días. Nos dijo que lo acompañáramos a la capilla para orar antes de asomarse a la plaza. Entre la capilla Sixtina y el balcón se encuentra la capilla Paulina, donde algunas veces celebramos misa durante el cónclave. Quiso entrar allí mientras se formaba la procesión de cardenales y rezó unos minutos. Después salimos al balcón. Había dejado de llover, la gente había cerrado los paraguas. Pero desde allí, desde el balcón y tal vez por los focos de la televisión, no se veían bien la caras. Por algunos momentos no dijo nada. Muchas personas se preguntaron por qué permaneció en silencio con los brazos a lo largo del cuerpo. Sencillo: porque en la explanada de abajo había una banda que tocaba fuerte; era imposible hablar hasta que no terminaran, y él esperó que terminara la música. Después saludó con un brazo: “buenas tardes”. La plaza estalló. Estaba muy tranquilo. Se presentó como el obispo de Roma y habló como obispo de Roma; sabía que como obispo de Roma era el Papa, pero en ningún momento usó la palabra Papa. También dijo: “mi antecesor, el obispo emérito de Roma, Benedicto XVI”. Todos comprendieron que ya estaba abriendo grandes puertas.