A las 01.50 horas del martes 25 de julio personas desconocidas hicieron estallar un artefacto en la puerta principal de la sede de la Conferencia Episcopal de México. La explosión, afortunadamente, no provocó víctimas, acaso porque ese no era el plan de los autores o de los mandantes. Los hechos parecen tener todas las características de una advertencia típica de la criminalidad organizada, particularmente del narcotráfico, cuyo propósito es evidente: atemorizar y tapar la boca de sacerdotes y obispos. El Episcopado, por boca de su Secretario general Mons. Alfonso Miranda Guardiola, considera que el atentado – denominado “un incidente” -, con toda probabilidad no estaba dirigido a los obispos mexicanos, o por lo menos eso se deduce de las primeras investigaciones. El prelado no ofreció al respecto ninguna prueba. Parece más bien una “impresión” personal, aunque un video muestra que la bomba había sido colocada sobre la entrada principal de las oficinas centrales de la sede episcopal. Quien haya colocado el artefacto tenía al alcance de la vista lo que está escrito en el vidrio de las puertas.
Las declaraciones de Mons. Miranda resultan bastante sorprendentes, pero no constituyen una novedad. El 9 de octubre del año pasado el mismo Mons. Miranda Guardiola, que en ese momento era responsable de la Oficina de Prensa y Comunicación de la Conferencia Episcopal Mexicana, en su primer encuentro con la prensa declaró: «No notamos una persecución abierta contra los sacerdotes como si fuéramos blanco, más bien la vemos y la sentimos como parte del clima social de todo el país», y en este clima los sacerdotes «no estamos exentos y como todos los ciudadanos, como Iglesia tenemos que cuidarnos y prepararnos para saber cómo tratar este clima, porque los sacerdotes están en todos los rincones del país, incluso donde hay máxima violencia y donde hay presencia del crimen». Resulta muy claro el sentido último de las palabras de Mons. Miranda, sobre todo cuando, sin decirlo de manera explícita, asocia, correctamente, la suerte de los sacerdotes mexicanos con a de su pueblo, aún hasta el martirio. Pero hay algo que resulta un poco menos convincente, y es que los sacerdotes de este país, incluyendo la Conferencia Episcopal, no son un blanco específico de la violencia que impera en el país, en especial la que proviene del crimen y de la delincuencia organizada, de los cárteles del narcotráfico. Este es un tema que no se debe subestimar, como hicieron en el pasado muchas Iglesias de América Latina. Muchos asesinatos de sacerdotes, religiosas, catequistas, laicos comprometidos, obispos (y un cardenal, precisamente en México) se hicieron pasar como fruto de la violencia generalizada en los países de la región, para descubrir después que eran víctimas de la dictadura o de los grupos armados de izquierda o derecha que hicieron estragos durante décadas.
Que los sacerdotes en México, en particular los que luchan a cara descubierta contra los cárteles de la droga, no sean un blanco preferencial, es una afirmación muy discutible y peligrosa. Sería oportuno no olvidar el reciente pasado de América Latina. Este, en efecto, es un terreno en el cual la historia, los hechos, la experiencia, recomiendan caminar con cautela, sin ceder en ningún sentido. No se debe ceder al pánico, al miedo, a la exageración y al alarmismo, pero sobre todo no se debe ceder al compromiso hipócrita de la “buena vecindad” con el poder, ocultando la verdad de los hechos para no irritar al gobierno de turno.
Según los datos del “Centro Católico Multimedial” (CCM) en los últimos seis años asesinaron en México a 17 sacerdotes. Desde que comenzó este año hasta hoy, los sacerdotes asesinados en México ya son tres. Entre 1990 y 2017 hubo 55 sacerdotes asesinados en este país. El Informe del Departamento de Estado de Estados Unidos sobre la libertad religiosa en el mundo (2015) certificaba estas estadísticas en el ámbito de la violencia contra la vida religiosa. La violencia está dirigida en un 78% contra sacerdotes, en un 10% contra sacristanes, en un 8% contra religiosos y seminaristas, en un 2% contra diáconos y en un 2% contra periodistas católicos. El Informe también certifica que en el 44% de los casos se empleó el secuestro y la tortura, en el 35% se recurrió al hurto violento en las parroquias y en el 15% los atacantes optaron por el asalto en las rutas. Solo en el 6% de los actos violentos no se pudo determinar la causa. Por último, recuerda que entre 1990 y 2015 los homicidios de sacerdotes aumentaron el 275%. Son datos parciales, porque es sabido que un gran número de agresiones, a veces graves, no se conocen porque las víctimas eligen no provocar alarma o crear casos mediáticos y no denuncian los hechos.