Los ladrillos del muro del Caribe que habían empezado a desmoronarse con el deshielo de Obama y Castro, sumado a la mediación del Papa Francisco, vuelven uno a uno a ocupar su lugar. Quien lo reconstruye es el gran arquitecto Donald Trump, treinta meses después de que empezara el histórico proceso en diciembre de 2014. Los nuevos lineamientos, reunidos bajo el pomposo título de “Memorando presidencial de Seguridad Nacional sobre el fortalecimiento de la política de Estados Unidos hacia Cuba”, imparten directivas para limitar los viajes a la Isla, regulan en sentido fuertemente restrictivo el flujo comercial con la corporación militar relacionada con el gobierno cubano que controla vastos sectores de la economía del estado, subordina cualquier nueva “concesión” en futuras tratativas a una análoga y comprobada apertura de parte cubana en temas sensibles como el restablecimiento de la democracia y el respeto de los derechos humanos. Fundamentalmente, el reloj de las relaciones entre la administración estadounidense y el indisciplinado vecino del patio de atrás retrocede medio siglo, aunque el desmantelamiento de las medidas decretadas por Obama y sus consejeros para América Latina no es total. Sigue abierta la embajada estadounidense en La Habana “para futuras negociaciones en la línea auspiciada”, las remesas de dinero de los emigrantes cubanos no se tocan por el momento, los vuelos comerciales y el tráfico turístico de las compañías de cruceros no están prohibidos y tampoco sufre modificaciones la ley conocida como “de los pies secos (dry foot) y los pies mojados (wet foot)”, que permite a los cubanos que logran entrar en territorio estadounidense adquirir la residencia permanente en un solo año y pedir la ciudadanía seis meses después, mientras los que detiene en el mar la Guardia Costera son devueltos a Cuba. Pero el aspecto fundamental de la directiva presidencial que anunció Trump en Florida es la restauración de la vieja política estadounidense hacia Cuba, acompañada por la correspondiente retórica anticomunista. Y dicta además las condiciones para la improbable – por lo menos a corto plazo – reanudación del diálogo con el régimen de Raúl Castro enarbolando una vez más las banderas de la “libertad de expresión, partidos políticos libres y elecciones monitoreadas por los organismos internacionales”.
El “endurecimiento” de Trump ha superado las previsiones del cardenal Jaime Ortega, arzobispo emérito de La Habana y protagonista entre bambalinas de la triangulación Obama-Papa-Castro. En mayo, en una entrevista concedida al diario español ABC sobre la próxima presentación del esperado libro referido a las tratativas entre Estados Unidos y Cuba y el rol que desempeñó el Papa Francisco, Ortega respondió que no creía que se produjera “una derogación total de los acuerdos” y que consideraba que ciertos pasos son irreversibles. El alcance de la revisión que se venía anunciando, para el cardenal de La Habana podía llegar a replantear el tema de los derechos humanos en la óptica tradicional o reproponer la reivindicación característica de algunos sectores de la emigración cubana de Florida, que reclaman la devolución de propiedades expropiadas o una adecuada indemnización, pero siempre dentro de una fundamental “no ruptura” de la línea trazada por Barak Obama y Raúl Castro. Sin embargo, la “revisión” de Trump ha ido mucho más lejos, y sin duda se reflejará en los cambios internos en Cuba.
No es difícil prever que el golpe de freno tendrá serias consecuencias en el relevo político interno que dará comienzo con la renuncia de Raúl Castro en febrero de 2018. Incluso en las primeras reacciones cubanas, aunque hay un llamamiento a no cerrar las puertas a una negociación bien vista por la comunidad internacional, se puede observar el viejo reflejo de atrincherarse ante el histórico enemigo y su armamento ideológico de la guerra fría. Trump significa oxígeno para los sectores que han perdido poder en los últimos años y que ahora, en los ambientes donde se estaba preparando el recambio de la gerontocracia histórica – el Consejo de Estado en primer lugar – tendrán buenos argumentos para dar pelea.