El 13 de marzo de 2013 había entrado en el confesonario un rato antes. Debía ser poco después de las tres de la tarde, porque generalmente empiezo a confesar a esa hora. De pronto empezaron a repicar con fuerza las tres campanas de la torre del santuario. Le pedí permiso a la persona que estaba confesando y salí corriendo. El primero que encontré fue el padre José Luis Cereijo, y le pregunté qué estaba ocurriendo. «Tenemos Papa», me contestó.
Le pregunté quién era.
«No se sabe, padre Luis, pero he visto la fumata blanca».
Cerré el confesonario y fui corriendo a la sala de reuniones, donde se encontraban todos los hermanos delante del televisor. Reinaba una gran excitación. Sabía que se estaba realizando el cónclave, sabía que Bergoglio era uno de los cardenales votantes y en esos días habíamos comentado este momento histórico entre nosotros. Alguien había recordado que nuestro cardenal fue el segundo más votado en 2005 después del Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe Joseph Ratzinger, el Papa Benedicto XVI. Otro agregó que no era la primera vez que un argentino recibía votos en la Capilla Sixtina, remontándose al cónclave de 1978 en el que participó el cardenal Eduardo Pironio. En esa oportunidad él obtuvo cierto número de votos y aunque después le dejó el campo al polaco Karol Wojtyla, Juan Pablo II. Incluso hubo otro que hizo un paralelismo, bastante triste debo decir, entre lo que le ocurrió a Pironio y lo que le pasó a Bergoglio en 2005.
Unos días antes del extra omnes de 1978, quizás el día anterior, circuló una carta que jugando con las palabras – Pironio-pirómano – acusaba al cardenal argentino de ser «un pirómano incendiario», una «amalgama mal lograda de cristianismo y comunismo». La carta se entregó a todos los participantes del cónclave, entre ellos el mismo Pironio. Sabemos que él se sintió muy herido porque estaba convencido de que había sido escrita por alguien muy cercano; las insinuaciones que se hacían, en efecto, suponían una gran familiaridad con él. Y sabemos también que a Bergoglio le ocurrió algo parecido: antes que comenzara el cónclave de 2005 hicieron circular un informe con acusaciones terribles sobre una supuesta complicidad con los militares argentinos en la época de la dictadura. No estoy seguro, pero me contaron que en 2013 volvieron a difundirse entre los cardenales electores esas páginas infamantes – para el que las haya escrito -. Pero no tuvieron eco, como quedó demostrado esa tarde, cuando festejamos en el Santuario la elección del Papa Bergoglio.
De pronto se abrió la puerta del balcón central de la basílica de San Pedro y el cardenal protodiácono Jean-Louis Tauran pronunció el nombre de Jorge Mario Bergoglio. Cuando lo vi vestido de blanco, sentí una emoción enorme, no podía decir ni una palabra. Solo lloraba y lloraba. Hasta que dijo «buenas tardes» con ese italiano de extranjero, y esas palabras tan espontáneas al pueblo de Roma, sobre el hecho de que sus hermanos cardenales habían ido a buscarlo al fin del mundo. Y después pidió que lo bendijeran y que rezaran por él.
Fue una sorpresa hermosa, muy, muy hermosa…
Para mí que lo conocía, era lo más grande que podía ocurrir. Pero no pensaba, ni mucho menos había previsto, que pudieran elegirlo precisamente a él. Lo deseaba, eso sí. Una esperanza recóndita, escondida en ese lugar de la conciencia donde dormitan los deseos sin pretensiones, que ni siquiera se atreven a subir a la superficie.
Como dije, sentí inmediatamente que algo enorme había ocurrido, para el mundo y para toda la Iglesia. Tengo muy presente su deseo de estar cerca del pueblo, de encarnar el Evangelio en nuestra gente, sobre todo en los más humildes, ese acento que pone en la iniciativa de Dios, en que el Señor “primerea” en la vida de las personas, de los que están más marginados y sujetos a miles de esclavitudes. Aquí lo llamaban «el obispo de las villas». Sabía que venía a menudo a la Villa 21, en la parroquia de Nuestra Señora de Caacupé, poblada sobre todo por paraguayos, aquí cerca del santuario a unos quince minutos a pie. Es una periferia inmersa con una situación de mucha pobreza que yo conozco porque estuve varias veces, invitado por el padre Pepe di Paola cuando hay bautismos y confirmaciones. También iban nuestros postulantes todos los sábados para dar catequesis, y cuando volvían a veces nos contaban que habían encontrado un muerto en la calle, porque en ese lugar se vive un clima de muchísima violencia.
Bergoglio siempre sintió un impulso muy fuerte que lo llevaba a los más humildes; los sacerdotes argentinos lo sabemos porque lo hemos visto, y ahora está delante de los ojos de todos. A más de uno no le gustará, pero a mí sí. Por mi propia experiencia de vida y mi pasado, me siento feliz de que un Papa esté tan cerca de la gente más necesitada, más humilde. Sin descuidar a los demás, por supuesto; todos necesitamos una palabra, que nos ayuden, que nos comprendan, que nos perdonen. Precisamente ese llamado continuo del Papa a la misericordia, esa invitación a los confesores para que seamos misericordiosos, es lo que hoy hace falta. Debería ser así, debería ser siempre así, pero a veces vemos que no lo es. Hay personas, incluso bastante formadas cristianamente, que en el fondo tienen la idea de un Dios castigador.
¿Acaso Dios puede perdonarme? ¿Lo hará?
Al que piensa así, al que tiene dentro ese miedo, yo le digo que Dios bajó del cielo para hacerse igual que nosotros, para abrazarnos, para perdonarnos, para caminar y compartir la condición de fragilidad mortal en la que estamos. Nosotros no creemos en un Dios lejano, en un Dios que juzga y condena, todo lo contrario. El vacío interior que experimentamos se debe a un defecto de conocimiento que deja a Dios a la distancia. En esos momentos el confesor debe tratar de transmitirle paz al que viene a confesarse, hablarle de un Dios cercano, que ama, que perdona, de un Dios que ha venido a compartir con nosotros la carga de las penas que nos agobian, todas menos el pecado. Yo trato de hacerlo con todas mis fuerzas y mis capacidades.
Con la elección de Bergoglio, con su manera de sentir la Iglesia, de relacionarse con el prójimo, de entender los sacramentos – la confesión entre ellos – me he sentido muy valorado en mi misión de sacerdote. Y a veces sufro en el confesonario cuando escucho personas, incluso sacerdotes, que dicen que no están para nada de acuerdo con el Papa. No están de acuerdo con lo que piensa, con lo que dice y tampoco con la manera como lleva adelante su mensaje. No comparten la dirección que le está dando a la Iglesia. Algunos reaccionan con fastidio a ciertas actitudes del Papa que hacen circular en la Argentina personas que van a visitarlo a Roma. No me parece que sean críticas meditadas, con fundamentos concretos. Yo los escucho, y cuando me parece que hay espacio para un diálogo, me permito sugerirles que miren su magisterio, y también la forma como ejerce su pontificado, en su totalidad, que no se queden en una sola palabra o un solo gesto, que por otra parte conocen a través de los medios de comunicación que a veces defienden determinados intereses y no sienten simpatía por él.
Pero sinceramente me duele escuchar ciertas cosas en boca de otros sacerdotes o de fieles que por otra parte son devotos.
De todos modos son una pequeña minoría. No veo señales de crítica en la base del pueblo de Dios. Sabemos que la exhortación apostólica Amoris Laetitia ha provocado muchas discusiones en los diarios y en la televisión, pero esa gente no la conoce de primera mano. Yo la estuve estudiando y comentando con un grupo de familias, y debo decir que cuando la leen y la comprenden, las personas consideran que es muy útil para su vida. Por ejemplo, cuando habla de la crisis en la familia. El Papa considera que es una oportunidad positiva de crecimiento, «parte de su dramática belleza» dice en la carta. En ese sentido, nos alienta a «acompañar a los cónyuges para que puedan aceptar las crisis que lleguen, tomar el guante y hacerles un lugar en la vida familiar». Y es exactamente así. Una crisis que se afronta y se supera profundiza las razones de la unión matrimonial, hace que la relación sea más intensa y verdadera. «No se convive para ser cada vez menos felices, sino para aprender a ser felices de un modo nuevo, a partir de las posibilidades que abre una nueva etapa. Cada crisis implica un aprendizaje que permite incrementar la intensidad de la vida compartida, o al menos encontrar un nuevo sentido a la experiencia matrimonial. De ningún modo hay que resignarse a una curva descendente, a un deterioro inevitable, a una soportable mediocridad. Al contrario, cuando el matrimonio se asume como una tarea, que implica también superar obstáculos, cada crisis se percibe como la ocasión para llegar a beber juntos el mejor vino». Si se plantea bien y se acerca a las familias, de ninguna manera se puede malinterpretar, como piensan algunos.
De todos modos, los hombres y las mujeres que se acercan a la Iglesia gracias al Papa son muchos más que aquellos que se alejan porque no están de acuerdo con él.
De: Padre Luis Dri, con Andrea Tornielli e Alver Metalli, “NON AVER PAURA DI PERDONARE», Rai-Eri, ottobre 2016