Raúl Castro cumplió 85 años el pasado 3 de junio y en 2018, según lo que él mismo dijo durante el cónclave del máximo órgano del Partido Comunista de Cuba (VII Congreso nacional – La Habana, 16-19 de abril de 2016) no presentará su candidatura para dirigir el país por un tercer mandato. Este será el momento clave en la historia actual de Cuba y no la desaparición de Fidel Castro o la elección de Donald Trump en Estados Unidos. Aunque pueda parecer curioso, estos dos eventos citados no tienen en realidad ninguna influencia.
Se conoce poco, se minimiza o se lee mal la poderosa conducción del Partido Comunista de Cuba al frente del Estado y del país, y por eso se imaginan escenarios sin fundamentos reales. Se ignora o se descarta un hecho fundamental, e indiscutido: el Partido Comunista de Cuba tiene una presa sobre la población, un control capilar, cotidiano y profundo y a eso se debe agregar el de una gran parte de los ciudadanos que no son comunistas sino castristas. Guste o no, ésta es la verdadera realidad cubana y ningún análisis que prescinda de ella se acerca a la verdad.
Los cambios en Cuba, de cualquier tipo que sea su naturaleza o dirección, llegarán, y siempre gradualmente, a partir del momento en que Raúl Castro ya no gobierne la Isla; del momento que se podría llamar “Cuba sin los hermanos Castro”; líderes que pensaron, diseñaron y guiaron la transición tumultuosa que vive el país y que terminará su primera gran etapa en el instante en que el mando pase a las nuevas generaciones del Partido, dentro de dos años. Y en ese traspaso la existencia o no del embargo estadounidense también será una condición decisiva para el futuro del país. El que espere cambios en Cuba a partir del 4 de diciembre, día del funeral de Fidel, se equivoca rotundamente. El gobierno del presidente Raúl Castro seguirá aplicando hasta 2018 el programa que decidió en el Congreso y por tanto nada detendrá o cambiará el proceso, gradual y lento, para introducir en el sistema cambios, correcciones y ajustes. Si Donald Trump pone realmente en práctica sus amenazas, como revisar o cancelar los Acuerdos para la normalización de las relaciones bilaterales que comenzaron el 17 de diciembre de 2014, en Cuba no cambiará nada. Trump tendría, junto con la mayoría republicana del Congreso, que bloquear por tiempo indeterminado cualquier intento de derogar el embargo, y encontrará oposición incluso en sus propias filas, y además debería romper de nuevo las relaciones diplomáticas con La Habana, expulsar al embajador cubano en Washington, José Ramón Cabañas. Cuba, por su parte, haría cerrar la Representación estadounidense invitando al embajador Jeffrey De Laurentis a dejar la Isla. Para llevar a la práctica el confuso y contradictorio “pensamiento Trump”, las anunciadas hostilidades anti cubanas deben atravesar necesariamente/no pueden esquivar estas etapas.
¿Pero realmente Trump podría tomar esas decisiones? Sin duda, existe la posibilidad de semejante locura (con él existen todas las posiblidades, incluso las impensables o escalofriantes) pero las probabilidades son muy escasas. Es posible que Trump use el recurso de “decir y no hacer”, método al que nos está acostumbrando. A Trump, sus consejeros más equilibrados y serios, y los poderes paralelos a la Casa Blanca (¡que en Estados Unidos tienen peso!) muy probablemente le advertirán que Cuba ha resistido las políticas hostiles, incluso los complots, de 11 presidente estadounidenses. Y seguramente agregarán una consideración no secundaria: una decisión de ese tipo no solo hace girar hacia atrás las agujas del reloj de la historia más de medio siglo en las relaciones con La Habana, sino también con toda América Latina. Los Estados Unidos de hoy no son los mismos que en los tiempos del presidente Dwight D. Eisenhower. Con Cuba, Trump se juega la relación con los 32 países de América Latina y el Caribe, desde México hasta Chile.
¿Qué puede hacer o hará la Iglesia católica cubana? Nada especial o nuevo. Los obispos, los católicos, sobre todo el laicado, seguirán con tenacidad y paciencia la línea trazada por los Papas y que nunca cambió desde 1996 hasta hoy. Y esa “línea” tiene un punto de partida poco conocido pero que constituye la piedra angular de estas relaciones: el pedido cubano, aceptado y plena y públicamente concedido, de una clara y concreta condena del embargo estadounidense contra la Isla de parte de la Santa Sede, a la que siguieron condenas más decididas de los obispos cubanos, estadounidenses y latinoamericanos. Esto fue, hace años, el punto de inflexión que llevó las ya buenas relaciones bilaterales a un nivel muy alto, permitiendo primero la visita de Fidel Castro al Vaticano (1996) y después la de san Juan Pablo II a Cuba (1998). Esa condena sigue siendo el centro de las relaciones y permitió la requerida, discreta pero eficaz intervención de Francisco y de la diplomacia vaticana en la fase final de las negociaciones entre Washington y La Habana – que comenzó en Haití en 2010 – para normalizar las relaciones diplomáticas anunciadas hace casi dos años. Es más que plausible entonces que el Episcopado no tenga ningún proyecto o intención de forzar la dinámica del itinerario de cambios que conduce el Partido; por el contrario, secundará con sinceridad y participación cada paso que considere orientado en la dirección correcta y necesaria. Por otra parte ahora también forma parte de ese proceso la importante negociación en curso entre los obispos y el gobierno para darle a esta Iglesia un estatuto jurídico. Esa negociación debería resolver requerimientos fundamentales del Episcopado, que los considera esenciales para llevar a cabo su misión evangelizadora.
El mundo, los medios de comunicación, Occidente, tiene apuro, y mucho, pero no lo cubanos. Ellos, en el ejercicio de su soberanía, de la que son muy celosos, al igual que la misma Iglesia católica, han decidido un itinerario, objetivos, modalidades y tiempos, y nada cambiará ni una coma de este proyecto. El 15 de septiembre de 2015, un editorial del Granma, órgano oficial del Partido Comunista y del Gobierno, recibió al Papa Francisco con estas palabras: “Desde su llegada a La Habana, recibirá una cordial bienvenida del Gobierno cubano y del pueblo de la capital. Su Santidad podrá apreciar el respeto, afecto y hospitalidad, que todos le brindaremos, durante su estancia en nuestra Patria. Constatará nuestro patriotismo y el arduo y fructífero esfuerzo de la Nación por enaltecer al ser humano, por la justicia y la cultura” porque están convencidos de que “ese mundo mejor que no es solo posible, sino indispensable”. (…) “Escucharemos las palabras de Su Santidad con respeto y atención, mostrando que somos un pueblo educado y noble, que como digno anfitrión, le presentará su historia, cultura y tradiciones”. El editorial recordaba también, y es un párrafo relevante, que actualmente el pueblo de Cuba se encuentra “inmerso en el proceso de actualización de su modelo socioeconómico, comprometido en la defensa de la soberanía nacional y en preservar sus conquistas sociales y alcanzar el mayor bienestar para todos sin exclusiones”. Por último, la nota termina diciendo: en Santiago de Cuba nos despediremos del Papa Francisco “después de haberle ofrecido una fehaciente demostración de nuestra unidad, solidaridad y compromiso con la Humanidad”.
Son palabras que hoy deberíamos tener presente.