«Ser confesores no se improvisa – dice el Papa -. Se llega a serlo cuando, ante todo, nos hacemos nosotros penitentes en busca de perdón». Y esta indicación que se encuentra en la carta que escribió para el año jubilar de la misericordia tiene una importancia fundamental. Tener el sentido del pecado personal, reconocer que nosotros somos los primeros que podemos oponer resistencia a la misericordia de Dios, es lo único que nos prepara verdaderamente para colaborar en la obra de su gracia. Y eso es lo que dice el Papa a continuación: «Nunca olvidemos que ser confesores significa participar de la misma misión de Jesús y ser signo concreto de la continuidad de un amor divino que perdona y que salva. Cada uno de nosotros ha recibido el don del Espíritu Santo para el perdón de los pecados, de esto somos responsables».
En la Misercordie Vultus el Papa Francisco dice dos cosas de enorme importancia.
La primera, que los confesores no somos dueños de la misericordia; somos objeto de misericordia y dispensadores del perdón que otro, Dios, dona por su Gracia. La segunda, que para aprender a ser confesores antes que cualquier otra cosa hay que saber mirarse a uno mismo. Si mi corazón no está contrito ni siquiera puedo comprender al otro que viene a pedir perdón. No me estoy refiriendo a un desconocimiento del otro debido a la mala voluntad del confesor, sino que depende de una postura interior del confesor que no le permite penetrar en profundidad el alma del que tiene delante porque no la siente vibrar con el mismo anhelo que la suya. Cuando el Salmo 50 habla de “un corazón contrito y humillado” que el Señor no desprecia, le está ofreciendo al penitente una indicación sobre la manera de acercarse al sacramento de la reconciliación, pero al mismo tiempo le dice al confesor que se mire a sí mismo para no convertirse en juez de los demás. El confesonario no es un tribunal, el confesor no es un juez: es el signo de la misericordia “visceral” de Dios en Jesús.
En este sentido, la vida enseña mucho: a saber escuchar, a comprender, a no ser precipitado, a tener paciencia para dar espacio al penitente en vez de sacar conclusiones, aceptar que llegue hasta donde él quiere llegar con lo que confiesa, a seguirlo en la clarificación hasta donde quiere clarificar. A veces se sientan aquí enfrente y me preguntan: “¿Cómo puedo decirle lo que quisiera decirle?” Se sienten incómodos, tienen dudas. “Dilo como quieras, como te resulte más fácil”, los animo.
Ser confesor no se improvisa, se llega a serlo.
Al principio, cuando era joven e inexperto, confesaba rápido, escuchaba con el pabellón auricular orientado hacia el que estaba hablando, pero pensando que ya sabía lo que iba a decir, daba algún consejo rápido y pasaba a otro. Hoy escucho más. Las personas tienen necesidad de que las escuchen. San Alfonso María de Ligorio decía: “Debo escuchar al penitente como si fuera el único, aunque haya una fila esperando”. Y cuando no hay nadie esperando, rezo, leo y espero. Ahora, por ejemplo, estoy leyendo poco a poco la vida del cardenal Eduardo Francisco Pironio.
Es un argentino que ocupó cargos importantes en América Latina. Fue Secretario General y después Presidente del Celam (Consejo Episcopal de América Latina, NdA) casi en los comienzos de esa institución, en los años setenta. Después el Papa Pablo VI lo llamó a Roma como Prefecto de la Congregación para los Religiosos y de los Institutos Seculares, y Juan Pablo II lo puso a la cabeza del Pontificio Consejo para los Laicos, donde entre otras cosas colaboró en la creación de la Jornada Mundial de la Juventud. Yo tuve la suerte de conocerlo y escucharlo, y lo aprecio mucho. Lo escuché predicar en un retiro en los años ’80. Le gustaba hablar con el mate en la mano. Era un obispo culto y atento a todo lo que se movía en nuestra América Latina. En México, en América Central, en los países andinos y en América del Sur. Tenía siempre un conocimiento profundo de lo que ocurría alrededor de nosotros. Están las “Reflexiones sobre la Esperanza”, basadas en textos que usaba mucho, como el de los discípulos de Emaús o el Primer Libro de los Reyes, capítulo 19, cuando Elías se desmoraliza y el Ángel lo despierta y lo alienta a continuar el camino. Son enseñanzas que después de escucharlas me quedaron grabadas en la memoria. El Cardenal Pironio transmitía paz, serenidad y fe.
Esto de poder leer, meditar y rezar es una oportunidad muy valiosa en la vida de un confesor. Sin duda lo es para mí. Hay días que no consigo concentrarme mucho en la lectura porque viene una persona tras otra, otros sí. No tengo estadísticas de cuántas personas se confiesan en promedio por día o por semana en el Santuario de Pompeya, pero son muchísimas, eso puedo afirmarlo. Sobre todo los fines de semana y los primeros viernes de mes. También puedo decir que la presencia de penitentes en el Santuario ha aumentado en los últimos años.
El Papa es una de las razones de este aumento.
Un hombre de unos sesenta años vino a verme no hace mucho y me dijo que no se confesaba desde que hizo la Primera Comunión. Por lo tanto, hace varias décadas. Había muchas razones, pero fundamentalmente decía que no creía en el valor de la confesión y también que no tenía coraje para hacerlo. “Pero viendo y escuchando a este Papa, he venido”, me dijo. También agregó otro detalle. “Vi la luz del confesonario encendida y entré”. Aun así, después de haber tomado la decisión de confesarse, seguía teniendo dudas. No sabía cómo actuar. Reconocía que era un pecador pero no veía nada bueno en eso de contar sus pecados en el oído de otro hombre; de otro hombre como yo – pensé – que podía ser más pecador que él.
Tomé la Biblia, le pregunté si podía leer sin anteojos y le señalé un punto: Juan, capítulo 20, versículo 20. “Reciban al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”. Le hablé un poco, diciéndole que la confesión no es solamente una exteriorización de cosas que van contra la moral, el prójimo, en fin, contra la vida, sino que es recibir una fuerza de transformación misericordiosa que no es nuestra, ni siquiera del sacerdote. Una fuerza que la Iglesia llama “sacramental” y que, si Dios quiere, nos dará la fuerza para estar a la altura de nuestros propósitos.
Se confesó.
Después me dijo que durante más de treinta años se había sentido oprimido y angustiado y ahora se sentía liberado
Si no hubiera encontrado abiertas las puertas de la Iglesia, la luz del confesonario encendida y el impulso interior que le había dado el Papa, no hubiera podido tomar la decisión de entrar y confesarse.
Dios lo estaba esperando.
De: Padre Luis Dri, con Andrea Tornielli y Alver Metalli, “NON AVER PAURA DI PERDONARE», Rai-Eri, ottobre 2016