He tenido el privilegio de estar varias veces con el Comandante Fidel Castro. En Chile, en Cuba y en Italia, cuando me concedió una entrevista para Radio Vaticana al salir de la audiencia con san Juan Pablo II, en noviembre de 1996. Su muerte es una noticia triste no solo para la gran mayoría de los cubanos sino también para los latinoamericanos. He visto por televisión, como todos, que en Miami algunos cubanos de distintas generaciones estuvieron festejando. Es su derecho y su decisión. Fidel Castro no dejaba indiferente y siempre dividió la opinión pública. Es el destino de los colosos de la historia; ocurrió en el pasado y seguirá ocurriendo en el futuro. Como recordó hace algunas semanas el Papa Francisco a los jesuitas, siempre es más fácil el blanco o negro. El gris es complicado y fatigoso, porque exige discernimiento, y el discernimiento es una vía difícil y accidentada. Sin embargo la vida siempre es en gris.
La “perturbación castrista” y la calma amenazante de la guerra fría. No se trata solamente de la desaparición de un líder que, para bien o para mal – depende de los puntos de vista, de los estereotipos, de las lecturas históricas, de las convicciones y biografías personales – ha marcado con fuerza y radicalmente la historia de la región y no pocas veces del mundo entero. En la historiografía latinoamericana habrá un antes y un después de Fidel Castro, y eso ya sugiere que estamos delante de una figura gigantesca de la historia, no solo regional.
Sé muy bien, y lo veremos en los próximos días, que sobre Fidel Castro existen por lo menos dos lecturas distintas y opuestas: una, la de la guerra fría, que resuelve los complejos pasajes de la historia humana con clichés, con frases hechas, con propaganda. Castro y su revolución introdujeron una fisura en el patio de atrás latinoamericano donde Washington tomaba todas las decisiones, desde Alaska hasta la Patagonia. Una buena parte de las lecturas sobre Castro ignora la relevancia de la “perturbación castrista” en la amenazante calma de la guerra fría, que obligaba a todos, realmente a todos, a ponerse de una u otra parte; ignoran que la Cuba anterior a 1959 era el paradigma de la relación de Washington con los pueblos al sud del Río Grande.
Se habla poco sobre las consecuencias terribles en la vida cotidiana de millones de cubanos que tuvo el embargo, arma de presión política inútil, como dijo Obama, y sobre todo inhumana. No pocos problemas de la vida de los cubanos son fruto objetivo del embargo impuesto hace décadas con la intención de derrocar al gobierno cubano. No es casual que este bloqueo económico-financiero, comercial y cultural, una medida que Washington utiliza con desenvoltura desde hace décadas, haya sido condenado en diversas oportunidades por la Santa Sede, por los Papas, por los obispos de Estados Unidos, de Cuba y de América Latina.
Pero también hay otra lectura del rol que desempeñó este hombre y es la de los pueblos latinoamericanos. Una lectura que naturalmente no tiene nada en común con la América Latina vista y contada con los ojos de cierta cultura e ideología estadounidense y europea. Se recuerda a menudo la figura controvertida de Fidel Castro, pero nada se dice sobre por qué nació esta revolución, en qué contexto y por cuáles razones. La situación anterior a Fidel Castro se supone inocente, sin culpas, y se calla la verdad completa. Inducen a creer que la revolución cubana, aplaudida y compartida por la mayoría de los latinoamericanos, fue una maldad gratuita contra el jardín del Edén que existía antes. Que Cuba era un prostíbulo oprobioso, mísero e injusto de los ricos estadounidenses, sobre todo de la mafia ítalo-americana, es una verdad que se oculta o minimiza con todo cuidado. Para tener una pequeña idea de cuán prepotente y odiosa era la presencia de estos personajes, basta recordar que un gángster ítalo-americano hizo inscribir sus hoteles en La Habana declarando que él se llamaba “Santino Mafioso”.
Fidel Castro: el hombre y el líder. Pero no creo que este sea el momento para entrar a fondo en la materia, porque se requieren competencias historiográficas considerables que yo no tengo. En este momento se discute en varias sedes si la historia lo absolverá o no lo absolverá, y parecería que muchos ya escribieron la sentencia aunque jamás leyeron sobre la historia de Cuba. Yo no tengo sentencias para emitir, entre otras cosas porque pienso que el verdadero juez es uno solo: el pueblo cubano. El resto me parece interesante, pero irrelevante. Como he vivido la trágica experiencia chilena de Pinochet, sé muy bien que los jueces extraños, muchas veces perentorios, ignoran al verdadero protagonista de cualquier experiencia histórica: el pueblo. Prefiero entonces esperar, si me resulta posible.
Lo mío quiere ser solo un modesto recuerdo personal – un testimonio congelado en viejos apuntes – sobre siete encuentros con Fidel Castro, entre ellos uno que duró ocho horas. Entre él y yo había muchos puntos de vista diferentes y a veces radicalmente opuestos, pero había también no pocas coincidencias y consensos, sobre todo respecto de América Latina.
En las distintas conversaciones con Fidel Castro, particularmente en diciembre de 1973 en La Habana, siempre se planteó la cuestión de “la historia escrita por los vencedores”, que en el caso de América Latina, durante siglos, ha significado para sus culturas y civilizaciones sufrir la calificación de “pueblos primitivos”, irrelevantes y marginales, porque eran “periféricos”. Los “vencedores” nunca fueron capaces de ver, por negligencia o debido a su enfoque imperial y colonial, la riqueza, complejidad y potencialidad de estas naciones, y por eso tampoco fueron capaces de comprender el rol político de Fidel Castro, en el que se reconocieron millones de latinoamericanos que sin duda no eran marxista leninistas y nada sabían sobre geopolítica o la guerra fría. No supieron ver, y no es cosa de poca monta, el componente castro-guevarista de la revolución cubana, y por lo tanto la verdadera naturaleza de la relación La Habana-Moscú. Olvidan, por ejemplo, que la feroz polémica doctrinal entre Cuba y la URSS es una de las más importantes del marxismo del siglo pasado; polémica que surgió a raíz de una frase de Castro: “la revolución la hacen los revolucionarios” y que el Kremlin criticó con dureza porque negaba y desclasaba un principio leninista fundamental (la revolución la hace la vanguardia de la clase obrera, el partido comunista). Muchos no saben que Fidel Castro hizo su revolución en contra del partido comunista local, tolerado por la dictadura de Fulgencio Batista, y que debió refundar desde la base un nuevo partido. Ese partido connivente con la dictadura llamó “terrorista” a Fidel Castro al día siguiente del ataque contra el cuartel Moncada.
El Fidel Castro que yo conocí y con el que estuve por primera vez en Chile, me impactó sobre todo por su presencia física. Un hombre muy alto, delgado pero robusto, enérgico, con el dedo siempre en movimiento, como si quisiera dibujar en el aire cada una de sus palabras. La barba legendaria y mítica, que lo acompañó más de 70 años, era bastante rala, nada espesa. Impresionaba también desde el primer momento su rica gestualidad corporal: el paso firme y seguro, la elasticidad del cuerpo y sobre todo la mirada intensa, penetrante, que a veces hacía sentir incómodo. Era un hombre educado y afable y si bien se fue con la fama de una persona que hablaba siempre, durante horas, en realidad tenía una impresionante capacidad para escuchar. Mientras escuchaba, no interrumpía jamás a su interlocutor. Al exponer sus ideas y pensamientos era metódico, cristalino, y tenía un gran sentido de la argumentación. Sabía identificar inmediatamente el núcleo de la cuestión e iba derecho al grano.
Era un hombre curioso y su iniciativa en ser el primero en acercarse a todos estaba llena de humanidad y de interés por el otro. Muchas veces sus preguntas sobre la vida del interlocutor dejaban descolocado. El que estaba hablando un rato con él, no esperaba preguntas sobre sus padres, sobre la familia, la esposa y los hijos. Mantenía muy bien el interés de la conversación porque lo ayudaba un talento natural decisivo: una memoria monumental.
Impresionaban también dos características inmediatas: no guardaba sentimientos de rencor o de rechazo por nadie y generalmente trataba de entender y de comprender las razones de sus adversarios, dentro y fuera del país. En cambio, cuando se trataba de Cuba, de su pueblo, de la revolución cubana, de todos los que en este proceso perdieron la vida desde 1956 cuando trató de tomar el Cuartel Moncada, su intransigencia era feroz y despiadada. No había medios términos. Recuerdo también como algo insólito y sorprendente de su personalidad la capacidad de autocrítica de la que muchas veces dio pruebas como gobernante. Pocos gobernantes han tenido la capacidad de autocrítica que tuvo Fidel Castro, hasta el punto de que muchas veces actuaba como un político del gobierno y al mismo tiempo de la oposición.
Escuché por primera vez, hace más de cuarenta años, de boca de Fidel Castro la primera reflexión orgánica y documentada sobre el futuro del planeta y la defensa del ambiente. Él dijo: “Hemos convertido la tierra en un cesto de basura”, y era muy autocrítico con su país por los límites o atrasos para actuar en defensa y protección del ambiente.
Preguntas, respuestas, críticas y discusiones. Fidel Castro nutría un sincero y profundo interés por el cristianismo y las Iglesias, en particular por la Católica, por el papado y la Sede Apostólica, aunque repetía a menudo que era ateo, agregando inmediatamente, “mejor, agnóstico”. Sentía un gran aprecio y afecto por los Papas, de Juan XXIII en adelante. Después de 1959, Cuba mantuvo relaciones institucionales bilaterales con el Vaticano – que se habían interrumpido más de 82 años antes – de excelente nivel, incluso en los momentos de tensión, durante los primeros años de la revolución. Con diversos sectores de la Iglesia, Castro fue duro y perentorio y la defensa que él oponía a mis objeciones, era siempre la misma: no hubo persecución religiosa, ellos hacían política, actuaban como políticos y correspondía tratarlos como tales. Sus críticas contra la Iglesia cubana cuando triunfó la revolución eran despiadadas y hablaba de “Iglesia colonial, franquista, con muchas bolsas de corrupción”. Una vez contó que había estado muy preocupado por la posibilidad de que se concretara la idea de constituir una iglesia cubana en el exilio, sobre todo porque consideraba que se convertiría en un centro de conspiraciones y tal vez hubiera sufrido la tentación del terrorismo, como demuestra la historia en el caso de algunos grupos de exiliados. Juan XXIII y sus sucesores frenaron con firmeza y decisión esa propuesta.
Castro era una persona fascinada por Cristo y por el Evangelio, que conocía muy bien, e incluso recitaba algunos pasajes de memoria. “El primero y más grande revolucionario de todos los tiempos es Jesús, que en una sociedad y un tiempo de esclavitud alzó su voz para decir que todos eran hermanos”, repetía, y agregaba: “su profecía fue una profecía de igualdad y fraternidad entre los hombres”. Al igual que el Che Guevara, se sentía muy atraído por San Pablo. Muchas veces recordaba algunas frases como: “Ustedes se despojaron del hombre viejo y de sus obras, y se revistieron del hombre nuevo, aquel que avanza hacia el conocimiento perfecto, renovándose constantemente, según la imagen de su Creador”. Y después agregaba: “Esta es la justificación última de las verdaderas revoluciones”.
Recuerdo dos de sus ideas omnipresentes, casi obsesivas: la defensa de la identidad de los pueblos latinoamericanos, identidad que entendía como “el principal recurso del rescate histórico de los vencidos”, “la identidad como materia prima de la dignidad de cada hombre”. Y en segundo lugar la solidaridad, el otro, sin el cual “nadie podrá nunca ser instrumento de su propia realización. “No hace falta ser rico para ser solidario. Se puede dar desde la pobreza y nosotros lo hicimos con muchos pueblos de África y de América Latina”.
En una oportunidad, durante una cena en el Palacio de la Revolución, junto con otros chilenos miembros de una delegación, nos confesó algunas de sus reflexiones. La primera, decía, era que en las Sagradas Escrituras se habla de “una alianza de Dios con el pueblo, con una agregación histórico-social humillada y esclavizada, con los últimos de esa época”. Desde allí, el salto a la figura bíblica de Moisés, es inmediato. “Él fue, junto con Alejandro Magno y Julio César, uno de los más grandes estrategas de la historia. Pero también es cierto que tenía una ayuda especial”, agregó sonriendo. En otro momento de la conversación habló largamente sobre los grandes de la historia de América Latina, incluyendo a numerosos católicos y hombres de Iglesia, y al final dijo: “No se puede entender nuestra historia si no se considera la presencia del catolicismo y de la fe de tantas generaciones. Es un deber, en primer lugar de los católicos, custodiar ese patrimonio. A veces no comprendo por qué se dejan arrancar de las manos sus valores y creencias y aceptan ser instrumentalizados por otros que muchas veces solo son cristianos por conveniencia”.
Sobre los derechos humanos, tema central de varios encuentros, Fidel Castro siempre desarrolló el mismo razonamiento: “En 1959 nosotros partimos de una situación en la cual los derechos humanos eran una fabulación trágica. Éramos esclavos humillados, despreciados y ridiculizados. Nuestra prioridad fue dar de comer, dar educación, techo, salud, dignidad. Estas necesidades también son derechos humanos, y no concesiones del Estado, de los partidos o de los modelos económicos. ¿Qué no logramos alcanzar la plenitud de los derechos? Es cierto, y esa plenitud nunca llegará a quedar satisfecha, porque cada derecho conquistado crea nuevos derechos. Si estás criticando la falta de pluralismo político y de dialéctica democrática, mi respuesta está en nuestra historia: no podíamos actuar de otra manera. Estaba en juego nuestra supervivencia, porque cuando se dieron cuenta de que estábamos actuando en serio, muchos amigos se convirtieron en enemigos. Sin embargo, logramos crear pluralismo y dialéctica democrática dentro de un sistema de partido único, llamado a la suprema misión de defender la libertad y la independencia de la nación. Después ya se verá. No estamos solos, aunque estemos en una isla. También hay muchas cosas, muchísimas, que dependen de lo que hagan otros”.
Años después, en 1998, san Juan Pablo II visitó Cuba y marcó para siempre el rumbo: “Que Cuba se abra con todas sus magníficas posibilidades al mundo y que el mundo se abra a Cuba, para que este pueblo, que como todo hombre y nación busca la verdad, que trabaja por salir adelante, que anhela la concordia y la paz, pueda mirar el futuro con esperanza”. (21 de enero de 1998). En estos 18 años la historia ha cambiado vertiginosamente y sigue en movimiento. Fidel Castro seguirá formando parte de este dinamismo.
En las mismas horas en que se produjo la muerte de Fidel Casto, las delegaciones de la Iglesia Católica de Cuba y del Gobierno, en el Ministerio de Relaciones Exteriores, se disponían a comenzar la segunda vuelta de las conversaciones para definir un estatuto jurídico que el Episcopado está pidiendo desde hace tiempo. Este también es un signo tangible de que el camino señalado por los Papas es el único verdadero, duradero y eficaz.