Guzman Carriquiry está trabajando en vistas a un congreso a nivel continental que se llevará a cabo entre el 27 y el 31 del próximo mes de agosto, organizado por el CELAM y la Comisión Pontificia para América Latina, en colaboración con los Episcopados de Estados Unidos y Canadá. Es algo grande, que se repite desde que comenzó el pontificado del Papa Francisco y que convocará en Bogotá a cientos de representantes de las diversas realidades nacionales. “Habrá más de 100 obispos de todos los países de América Latina”, confirma Carriquiry, que se reunirán con otros provenientes del norte, Estados Unidos y Canadá, como era la voluntad de San Juan Pablo II, quien comenzó estos encuentros que retomó luego el Papa Francisco. Este último, en una audiencia con los principales representantes de la Conferencia Episcopal de América Latina, ya dio el punto de arranque para la reflexión con una nota irónica sobre los laicos: desde hace 50 años, dijo el Papa latinoamericano, se está diciendo que “esta es la hora de los laicos”, pero parece que se ha parado el reloj…”. Una broma que el profesor Carriquiry considera que no se debe dejar pasar. “Es obvio que los obispos reconocen y aprecian las enseñanzas del Concilio Vaticano II sobre la dignidad y responsabilidad de los laicos como uno de los contenidos fundamentales de la renovación. Y también es notorio que los laicos están por doquier presentes, como corresponsables, en la edificación de las más diversas comunidades cristianas, en asociaciones, movimientos, instituciones y todo tipo de servicios. Y no hay duda de que tenemos muchos buenos pastores, que comienzan su ministerio “de rodillas” –como recomienda frecuentemente el Papa-, personas sencillas cercanas al pueblo, llenas de celo apostólico…
Entonces, ¿a qué se debe este juicio?
Impresiona que el Papa haya afrontado de nuevo y de manera tan decidida el “clericalismo” en América Latina. Ya lo había hecho, a comienzos de su pontificado, en Río de Janeiro, ante la cúpula del CELAM. Y ahora lo hace en una carta de mucha trascendencia que envió al Cardenal Marc Ouellet, presidente de la Pontificia Comisión para América Latina, a cuya redacción se ha dedicado mucho personalmente, pese a sus innumerables ocupaciones. Hay que prestar atención. El Papa no se refiere a los residuos de clericalismo de los tiempos tardo-tridentinos del “pre-concilio”, sino a los signos que se manifiestan hoy, bajo las apariencias de una Iglesia “post-conciliar”.
Si no me equivoco lo ha definido como “una de las deformaciones más grandes que debe afrontar América Latina”.
El clericalismo se cuela allí donde los pastores no viven suficientemente esa proximidad misericordiosa, evangelizadora y solidaria con la propia gente que el Papa Francisco está reclamando insistentemente con sus palabras y mostrando con gestos concretos. Cuando no expresan el gozo de estar en medio de su pueblo, cuando no conocen a fondo la experiencia viva y concreta de quienes les han sido confiados, porque falta esa compenetración afectiva que da el amor, cuando no sienten la urgencia y la pasión de responder con el Evangelio a los sufrimientos y esperanzas de sus pueblos. Por eso repite, en esta reciente carta a la PCAL, que el Santo Pueblo de Dios es “el horizonte al que estamos invitados a mirar y desde donde reflexionar (…) es al que como pastores estamos continuamente invitados a mirar, proteger, acompañar, sostener y servir. Un padre no se entiende a sí mismo sin sus hijos (…). Un pastor no se concibe sin un rebaño al que está llamado a servir. El pastor es pastor de un pueblo, y al pueblo sólo se le sirve desde dentro (…). Mirar al Santo Pueblo de Dios y sentirnos parte integrante del mismo nos posiciona en la vida”, salva de abstracciones, de meras especulaciones teóricas, de interminables planes pastorales, de encierros funcionales. Incluso más: “cuando nos desarraigamos como pastores de nuestro propio pueblo, nos perdemos”. Nos perdemos en encierros y refugios clericales – se podría bien proseguir – si estamos alejados de nuestras gentes, si no abrazamos con amor misericordioso a todos evitando discriminaciones preventivas, precondiciones morales y exclusiones; si no tocamos la carne de los pobres y las heridas que tantos sufren en el cuerpo y en el alma.
También hay un clericalismo de los laicos, ¿no le parece?
Hay una correlación entre clericalismo de los pastores y clericalismo de los laicos que se observa en la medida en que existe lo que el Papa llama “tendencia a la funcionalización del laicado”, tratándolo como si fuera un “mandadero”. A tal punto, que algunos laicos comienzan a considerar más importante para su vida cristiana, para su participación en la misión de la Iglesia, si tienen o no voto consultivo o deliberativo en tal o cual organismo eclesiástico, si pueden o no ejercer tal o cual función pastoral, que el hecho de tener que tomar todos los días decisiones importantes en la vida familiar, laboral, social y por qué no política. Correlativamente, los sacerdotes terminan considerando más a los laicos como meros colaboradores parroquiales y pastorales, cuando deberían en cambio buscar las modalidades más adecuadas para educar, valorizar, acompañar y apoyar, junto con toda la comunidad cristiana, su presencia en el mundo, su presencia “secular” para construir formas de vida más humanas. No se trata obviamente de despreciar la muy positiva y generosa corresponsabilidad de los laicos en la edificación de las comunidades cristianas, sino dejarse interpelar por lo que el papa Benedicto XVI dijo en su discurso inaugural de Aparecida y luego retomó el Episcopado latinoamericano en su documento conclusivo (cuya redacción estuvo a cargo del entonces Cardenal Jorge Mario Bergoglio): hay “una notable ausencia en el ámbito político, comunicativo y universitario de voces e iniciativas de líderes católicos de fuerte personalidad y de vocación abnegada que sean coherentes con sus convicciones éticas y religiosas”.
¿Realmente es así? Usted que es latinoamericano y visita muy seguido los países de América Latina, recibe informes y está diariamente en contacto con la jerarquía de estos países, ¿comparte esta idea?
Resulta, en efecto, sorprendente -e inquietante- que en un continente donde el 80% de la población está bautizada, donde la tradición católica está tan presente en la historia y en cultura de sus pueblos, donde la Iglesia católica ha jugado un papel muy importante en los procesos de democratización de América Latina, la presencia y contribución de los laicos católicos en la vida pública sea tan poco relevante en las últimas décadas del siglo XX y en lo que va del siglo entrante. Todos conocemos testimonios ejemplares al respecto, la confesión cristiana de muchos “dirigentes” como un homenaje a la tradición de nuestros pueblos, pero ¿dónde se aprecian corrientes vivas que irradien la novedad cristiana en la vida pública de América Latina? Las hubo a finales del siglo XIX, en las décadas del ’30 al ’50, en el inmediato “post-concilio. ¡No después! Los laicos parecen haberse quedado esperando a la sombra los pronunciamientos episcopales o presionando para que se hagan, sin ser ellos mismos adelantados que abren caminos al Evangelio en el quehacer social y político. Y los pastores multiplican declaraciones sobre diversas cuestiones planteadas en la vida pública de nuestros países, pero de hecho conocen poco los “recursos” humanos y cristianos con que cuentan entre los laicos, no generan ni alientan “nuevas formas de organización y celebración de la fe (…), de oración y comunión” – como sugiere el Papa en su carta – para dar compañía y sostén a quienes asumen responsabilidades en la cosa pública. Toman distancia de ellos para no “comprometer” la posición de la Iglesia y los escuchan bastante poco, incluso a veces los consideran sólo como brazos ejecutivos de consignas jerárquicas.
¿Cómo se hace para superar el clericalismo? ¿Hay manera de superarlo realmente? Cincuenta años de post concilio no lo lograron…
En la carta dirigida al cardenal Ouellet, el Papa hace dos afirmaciones terminantes. La primera es que laico es el bautizado, todo bautizado, sin laicos de serie A y de serie B, sin ese elitismo de raíz neo farisaica que lleva a autodifinirse como “laicos adultos”, “laicos comprometidos”, “laicos militantes”, utilizando esos calificativos como un autoelogio. La segunda es que hablar de laicos, como ya dije, implica evocar el horizonte del Santo Pueblo de Dios al que pertenecen, en toda su consistencia teologal e histórica de pueblo en camino hacia el Reino de Dios, según sus diferentes modalidades de inculturación y según los diferentes niveles de adhesión, pertenencia y participación (como ocurre en cualquier pueblo…).
Desde estas dos inescindibles perspectivas – bautizados en el Santo Pueblo de Dios – la “revolución evangélica” que el papa Francisco lleva adelante, implica y requiere una dinámica de conversión personal por un renovado encuentro con Jesucristo. Lo dice de manera solemne al comienzo de su Exhortación “Evangelii Gaudium” cuando invita a “cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso” (n. 3). Si no damos respuesta a esta invitación, nos contentamos sólo con el anecdotario del pontificado. No prestamos atención a lo que el Espíritu le está diciendo a la Iglesia y a las Iglesias, a cada uno de los bautizados, mediante el testimonio del Papa Francisco.
Me viene a la memoria la Conferencia de Aparecida de 2007, cuando Benedicto XVI todavía era Papa y Bergoglio Presidente de la Comisión que debía redactar el documento final…
En efecto, el Santo Padre ha retomado la expresión de la Conferencia de Aparecida que habla de la “conversión pastoral” y de la “conversión misionera” de la Iglesia, de toda comunidad cristiana. Hay quienes reducen la “conversión pastoral” a un reajuste de planes pastorales o renovación de obras pastorales. Y es cosa buena. Si la evangelización procede por atracción, atracción de una belleza que es irradiación de la verdad en la vida, es también cosa buena que toda comunidad cristiana se sumerja en un profundo examen de conciencia respecto a cuánto resulta transparente e irradiante en ella la presencia de Cristo, el milagro de su unidad, el testimonio de santidad, su amor a los pobres y excluidos, más allá de la opacidad del pecado. Sin embargo, “conversión pastoral” evoca ante todo conversión de los Pastores, o sea, de los Obispos y de sus colaboradores en el ministerio pastoral. Esto es fundamental si se desea que esta “revolución evangélica” encuentre, por una parte, multiplicadores que la difundan y se evite, por otra parte, que mucha gente termine manifestando sus cálidas simpatías por el papa Bergoglio pero mantenga distancia crítica respecto a la Iglesia y no la perciba como el misterio de Dios presente.
Hay una expresión recurrente en las intervenciones del Papa a religiosos, clero y jerarquía: Iglesia en salida…
Es exactamente lo contrario de la auto-referencia eclesiástica, de toda autosuficiencia, del ensimismamiento, del repliegue temeroso, de todo refugio autocomplaciente, donde se anida el clericalismo. ¡Salir e ir al encuentro! Y hacerlo con la confianza de que el Evangelio de Cristo es la respuesta sobreabundante y correspondiente, totalmente satisfactoria, a los anhelos de amor y verdad, de justicia y felicidad, connaturales a la persona humana. El Espíritu Santo nos precede en el corazón de las personas y en la cultura de los pueblos. ¡Hay que salir fuera de los recintos eclesiásticos! No hay que quedarse esperando a los fieles, mientras – como dice el Papa Francisco – hay 99 ovejas perdidas y solo una ha quedado en el corral. Hay que estar atentos para discernir los signos de la presencia de Dios en las más diversas experiencias de fe, esperanza y caridad. La desatención y la ausencia son signos de clericalismo.
Es un momento turbulento para América Latina, con Venezuela al bordo de la bancarrota y quizás de una ruptura institucional que podría incluso tener un desenlace violento; con Brasil que ha destituido a su presidente y Argentina que está por juzgar a Cristina Kirchner por corrupción después que fue derrotada en las urnas por un gobierno de centro derecha…
Terminó la fase de las “vacas gordas” alimentadas por los altos precios del petróleo, de los minerales, de los productos agropecuarios, por la disponibilidad abundante de capitales extranjeros, por el efecto China, que hizo posible un fuerte crecimiento económico sudamericano, aproximadamente de un 5% promedial y la emergencia de una clase media popular, aunque en condiciones vulnerables de un trabajo generalmente “informal” y precario, gracias a algunas decenas de millones de personas que superaron el umbral de pobreza. Eso sí, no dejó de seguir existiendo la brecha abismal entre las super-oligarquías y los excluidos y descartados.
Hemos entrado en un tiempo de vacas flacas…
Así es. Se desplomaron los precios que nos importan en el mercado mundial y países muy importantes, como Brasil primero y después el Venezuela retrocedieron hasta situaciones dramáticas y explosivas, con gravísimas crisis política y económica que tiran para abajo, en deflación y depresión, al conjunto de América Latina, aunque no falten países de gobiernos muy diversos que siguen teniendo performances económicas positivas (Paraguay, Bolivia, Perú…). Quedan abiertos los interrogantes sobre el futuro cubano bajo los impactos de su “apertura al mundo” – como auspiciaba San Juan Pablo II – que hoy consiste principalmente en la apertura a los Estados Unidos, y sobre el proceso de paz en Colombia tras un ciclo de 50 años de guerra y violencia.
El péndulo se movió hacia el otro lado…
Y lamentablemente hay muchos que repiten juicios indiscriminados y demoledores, condenas maniqueas contra “los que estaban antes”, sin ser capaces de valorizar todo lo bueno del camino andado, desechando todo lo que han sido límites y miserias. Sin políticas de Estado a largo plazo al servicio de los pueblos se suceden alternantes políticas de gobiernos de corto respiro. Oscilamos entre un centralismo estatista y un neoliberalismo tecnocrático, padeciendo las deficiencias de unos y otros. Cambian las elites de gobierno, pero están siempre muy presentes y determinantes los mismos poderes fácticos.
Y la corrupción política.
La corrupción política es dramáticamente bien real, pero como se trata de un problema endémico cabe también suponer que se usa como instrumento de batalla según los intereses y oportunidades políticas. Los que se muestran más sensibles ante el derroche de dineros públicos son precisamente esas emergentes clases medias populares, beneficiadas en tiempos de “vacas gordas”, que reclaman mejores servicios de salud, transporte, educación, administración pública y subsidios sociales que ahora se ven amenazados, sobre todo pensando en el futuro de sus hijos. Lo peor, más allá de los vaivenes políticos, sería que entráramos, como ya es visible aquí y allá, en una nueva fase de empobrecimiento e inequidad social en el seno de los países. Lo peor sería también que las polarizaciones políticas y sociales llegaran a transformarse en refriegas sangrientas, de imprevisibles consecuencias.
Pareciera que hoy la mediación de la Iglesia es más importante que nunca, y no solo para derribar muros seculares, sino también para prevenir guerras incipientes.
La Iglesia católica, consustanciada con los sufrimientos y esperanza de nuestros pueblos, con la credibilidad que sigue teniendo como ninguna otra institución en los países latinoamericanos, desde ese amor preferencial a los pobres de neto cuño evangélico que el papa Francisco no ceja de testimoniar cotidianamente, tiene que discernir a fondo esta nueva fase coyuntural que se está abriendo en América Latina y las graves implicaciones que esta tiene para su misión educativa y misionera, misericordiosa y solidaria. De ninguna manera su misión consiste en ser antagonista o “capellana” política, sostener, abatir o sustituir gobiernos. Tiene, eso sí, desde la originalidad de su misión, mantener muy altos los mejores ideales que vienen de nuestra historia, colaborar en la construcción de un proyecto histórico para América Latina y ayudar a cuajar grandes movimientos populares y consensos nacionales sin los cuales todo queda en retórica. Mientras tanto, el servicio de la Iglesia a las naciones puede ser indispensable para desarmar los ánimos recalcitrantes, promover actitudes públicas de perdón y reconciliación en las que se aprecie la magnanimidad humana y las búsquedas convergentes de reconstrucción nacional, suscitar caminos de diálogo, promover acuerdos y ofrecerse también como mediadora cuando las circunstancias lo permitan. ¡Dios también hace milagros en la vida de las naciones!