En un día como hoy, 24 de marzo de 1980, Oscar Arnulfo Romero era asesinado mientras celebraba misa en la pequeña capilla del Hospital de la Divina Providencia de San Salvador, donde a poca distancia se encontraba también su habitación. Era lunes, un día que por lo general los sacerdotes y los religiosos descansan del trabajo intenso del fin de semana y todas misas que deben celebrar. Aquel lunes, hace 36 años, monseñor Romero, Arzobispo de San Salvador con apenas tres años de antigüedad (febrero de 1977) también se tomó un día libre.
El diario on line El Faro de El Salvador entrevistó a un amigo de Romero, el arzobispo español Fernando Sáenz Lacalle, actualmente emérito, que aquel día lo pasó a buscar para ir juntos a una localidad sobre el mar donde se realizaba un breve retiro espiritual. Es oportuno aclarar que Fernando Sáenz Lacalle pertenece al Opus Dei y fue enviado a El Salvador en 1962, precisamente para dirigir el centro de la Prelatura fundado en la capital del pequeño país de América Central. Sáenz Lacalle estrechó amistad con Romero desde la época en que éste, ordenado poco antes como sacerdote, rezaba misa en la diócesis de San Miguel. Era entonces un amigo personal, casi un director espiritual, como se definió él mismo, que a diferencia de otros miembros de la Prelatura no intentó poner obstáculos a la beatificación sino que la aprobó y apoyó con convicción. “Si alguien me viene a decir que hay que obstaculizar el proceso”, declara a El Faro desde lo alto de sus 82 años, “pues lo mando a pasear.” La amistad de Sáenz Lacalle con Romero comenzó ya tiempos no sospechosos y continuó incluso después del asesinato de Rutilio Grande y la transformación que ese evento provocó en Romero. Quince años después del asesinato de Romero, Sáenz Lacalle fue designado arzobispo de San Salvador, heredando así la iglesia del obispo mártir y sucediendo al salesiano Arturo Rivera y Damas, otro buen amigo de Romero. El anciano y hoy enfermo prelado relató al diario salvadoreño las últimas horas de su amigo, precisamente el 24 de marzo, día de su muerte.
«Le llamé por teléfono a Monseñor el día anterior (domingo 23 de marzo) y le dije que teníamos una reunión. Entonces me dijo ‘Sí, quiero ir porque estoy muy agobiado’, o algo así. Noté en la frase que estaba tenso, como con preocupaciones, como con dificultades”, declara al entrevistador de El Faro, el periodista Carlos Dada. El diario incluye a continuación una referencia al contexto: “En marzo de 1980 el ejército había intensificado sus operativos contra las organizaciones populares, mientras grupos paramilitares intensificaban las desapariciones forzosas. La segunda Junta Revolucionaria de Gobierno había fracasado y buena parte del gabinete renunció a principios de mes, tras el asesinato del líder demócrata cristiano Mario Zamora”.
Después de habar por teléfono con Romero para recordarle la cita del día siguiente, a la mañana temprano del lunes 24 de marzo, Sáenz Lacalle partió con él hacia la costa de La Libertad, un municipio de la zona central del país conocido por la belleza de sus playas, a unos veinte kilómetros de la capital, para reunirse con otros sacerdotes y pasar con ellos el día de descanso. Sáenz Lacalle recuerda un contratiempo divertido. Como no los esperaba el guardia de la casa prestada donde acostumbraban alojarse, tuvieron que ir por detrás, desde la playa, y saltar el cerco para entrar en el parque, e intentar después acceder al interior. No es fácil imaginar a Romero, no sabemos si con sotano o clergyman, trepando por la pared de ladrillos y saltando del otro lado. Después llegó el guardia y se disculpó explicando que nadie le había avisado que llegaría un grupo de sacerdotes.
“Estuvimos (esa mañana) con un grupo de sacerdotes, todos amigos. Uno dio una clarla y después una plática, luego el amuerzo, pero todo en un plan muy familiar, amistorso, sencillo, sin una tensión ni nada”, recuerda Sáenz Lacalle. “Dimos un paseo por la playa antes del almuerzo; Monseñor tenía prisa por volver porque tenía que dar una misa”. Romero volvió a San Salvador, comenzó a celebrar la misa como de costumbre, con su pequeño grupo de religiosas del hospital. Era la misa vespertina de las 17. El disparo se produjo durante la consagración, vale decir entre las 17.15 y las 17.20. Fue un solo proyectir mortal, una sola bala de fragmentación que llegó desde el exterior. Murió a las 18.26 de aquel lunes 24 de marzo de 1980. En la misa del día anterior había invitado abiertamente a los oficiales y a todas las fuerzas armadas a no ejecutar las órdenes si éstas eran contrarias a la ley de Dios de no matar. Dijo “Yo quisiera hacer un llamamiento muy especial a los hombres del Ejército, y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles: Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y, ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la ley de Dios que dice: ‘No matar’. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. (…) Les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!”.
El entrevistador de El Faro plantea por último tres preguntas a monseñor Sáenz Lacalle.
“¿Cómo se enteró usted?”.
“Bueno, fue una noticia que corrió muy rápido. Había pasado como una hora o dos de que había muerto. A mí me conmovió mucho cuando supe que habían asesinado a Monseñor.
“Quién le iba a decir a usted que ese día lo iban a matar y que años después usted sería su sucesor.”
“Me impactó mucho su muerte, pero no me extrañó, porque veía que podía ocurrir, sobre todo en medio de una confrontación política como ésa…”.
“Todo el mundo sostiene que fue una muerte anunciada”.
“Si, por eso le digo que no me extrañó que lo mataran”.