Lo decimos con cierta aprensión, porque se podría malinterpretar. Pero es así, exactamente. Desde hace muchos años México es un país en guerra, porque en su interior creció y se fue desarrollado cada vez más –desde 1989- un “estado” dentro del Estado, el imperio narco, cuyos tentáculos penetran capilarmente todos los rincones, los poderes, las instituciones y el tejido social de la segunda nación más poblada de Latinoamérica. Decenas de cárteles, desde los que parecen una banda de barrio hasta los que tienen las dimensiones de un holding o una corporación, aprovechan absolutamente cualquier cosa que permita hacer dinero, afirmar su control, extorsionar y condicionar, para imponer un poder paralelo al de la República y sus leyes. Durante cinco días el Papa Francisco será protagonista en ese escenario, y hace meses que millones de mexicanos esperan, con afecto y esperanza, recibir su palabra, su voz, sus gestos y sus exhortaciones. Cuando estuvo en la República Centroafricana, en noviembre del año pasado, Francisco se encontró en el corazón de un país devastado por una guerra abierta. En México entrará en el corazón de una guerra enmascarada. En reiteradas oportunidades los obispos mexicanos lo han denunciado, individualmente como obispos diocesanos pero también como Conferencia Episcopal. Y no hace mucho elevaron su voz para gritar “¡Basta!”. El año pasado el Santo Padre provocó una airada reacción al referirse al peligro de “mexicanización” que corre Argentina y toda América Latina, pero el último Informe de la agencia antidroga estadounidense DEA (Drug Enforcement Administration) es suficiente para comprender cabalmente la profunda preocupación del Pontífice.
La narcoguerra que vive México desde hace más de 26 años ha sumido al país en una espiral de violencias de todo tipo, y hoy resulta muy difícil distinguir los delitos del crimen organizado, tanto la industria como la venta al menudeo, de los comportamientos de las fuerzas del orden. En algunas regiones del país la corrupción ha borrado los límites entre las fuerzas que operan sobre el terreno, y delante de un uniforme no siempre se puede estar seguro de que sea un leal y honesto servidor del Estado. Esta incertidumbre es una de las cuestiones más inquietantes que afronta un ciudadano mexicano. La narcoguerra necesita la connivencia y la impunidad (que los obispos han definido como “violencias invisibles”) y por eso no tiene escrúpulos si debe usar cuantiosas sumas del dinero criminal de sus tráficos (droga, personas, armas) para corromper políticos, empleados públicos, fuerzas del orden, fuerzas armadas o profesionales.
Es verdad que el Estado y las autoridades hacen todo lo posible para contrarrestar esta espiral, a veces con éxitos notables, pero la penetración solapada del crimen organizado en los ganglios de la administración pública muchas veces hace que el esfuerzo resulte infructuoso, y al mismo tiempo una gran parte de la opinión pública mexicana parece invadida por el fatalismo de la costumbre y el desaliento y ha llegado a considerar el crimen como algo normal y descontado, incluso cuando se trata de experiencias horribles como las “desapariciones”. El domingo 31 de enero el semanario “Desde la fe” de la arquidiócesis de Ciudad de México afirmó: “Hay mexicanos desaparecidos, niños, jóvenes y adultos quienes, un día, fueron raptados de sus hogares”, y luego cita un informe de la ONU: “Entre 2006 y 2014, más de seis mil niños y adolescentes menores de 18 años han desaparecido, sustraídos por bandas y el crimen organizado”. Desde el año 2006 desaparecieron en México no menos de 27.000 personas según los datos cruzados de numerosas instituciones independientes y de organismos internacionales que vigilan el respeto de los derechos humanos. Entre ellos se encuentran los 43 jóvenes estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, secuestrados el 27 de septiembre de 2014, y hasta el día de hoy no se ha hecho justicia. Se considera que el ataque fue ordenado por el ex alcalde de Iguala, José Luis Abarca Velázquez, para evitar que los estudiantes interrumpieran una presentación pública de su esposa, de reconocidos lazos con el crimen organizado. Abarca Velázquez y su mujer están prófugos, mientras 56 personas, entre los que hay policías de Iguala y la vecina ciudad de Cocula, y el presunto capo de Guerreros Unidos, están en la cárcel. Ese terrible y odioso crimen tuvo un móvil muy concreto, que fue denunciado por el mismo presidente Barack Obama diez días antes de la masacre que ordenó el narcotráfico que controla grandes zonas de México: las plantaciones de amapola para opio, que se concentran en un 98 por ciento en el estado de Guerrero. El titular de la Casa Blanca dijo que “el principal proveedor de Estados Unidos de derivados del opio es México”. Y añadió que en los últimos 4 años el secuestro de heroína en la frontera con México había aumentado un 324 por ciento.
¿Cómo se puede detener la espiral de delincuencia mexicana? México hace lo que puede, pero muchas veces los modestos resultados quedan neutralizados por una gigantesca corrupción que ha penetrado todos los niveles y vuelve estériles todos los esfuerzos de las autoridades honestas. La comunidad internacional, por su parte, está prácticamente ausente. El Secretario general de la Conferencia Episcopal y auxiliar de la diócesis de Puebla de los Ángeles, mons. Eugenio Andrés Lira Rugarcía, hizo en aquel momento un apremiante llamamiento a las autoridades para que siguieran buscando a los estudiantes perdidos y castigaran a los culpables. “Estas cosas –dijo el prelado- no pueden seguir sucediendo en México, no se puede tolerar una situación donde hay personas que desaparecen. Tenemos que cambiar juntos, como sociedad y país seguro, donde se pueda vivir en paz”. Después, como recuerda el Observatorio Romano, Lira Rugarcía expresó su solidaridad con las familias de las víctimas y destacó que “tal situación debe preocupar a todos, porque cuando no se respetan los derechos de un solo individuo, se ponen en peligro los derechos de todos”.
Pocos días después del descubrimiento de las fosas comunes clandestinas en los alrededores de Iguala, los obispos de las diócesis que forman la provincia eclesiástica de Acapulco declararon en un comunicado: “Nos sentimos sorprendidos y con mucha zozobra por la forma como los cuerpos policíacos se han comportado en este caso. Manifestamos nuestro dolor por los muertos y desaparecidos y nuestra reprobación del comportamiento que tuvieron los cuerpos policíacos”.