“Aprendí que para tener acceso al pueblo brasileño hay que entrar por la puerta de su inmenso corazón; permítanme, pues, que llame suavemente a esa puerta”. Hace un año, exactamente el 22 de julio, llegaba a Río de Janeiro el Papa Francisco y llamaba diciendo: “Pido permiso para entrar y pasar esta semana con ustedes. No tengo oro ni plata, pero traigo conmigo lo más valioso que se me ha dado: Jesucristo”. Nadie podia imaginar lo que estaba por ocurrir, porque nadie lo conocía lo suficiente. Pero hoy, después de un año, se puede decir que aquel encuentro puso un sello, cambió el aire, cambió el corazón de mucha gente.
Lo que marcó para siempre a los jóvenes y a todos los que estábamos en Rio en esos días, creo, fue descubrir qué significa tener un padre. Resulta aún más claro después de la borrachera de fútbol y emociones que se vivió aquí en Brasil durante el Mundial: por todas partes se respiraba un aire de fiesta, de alegría, una tensión positiva, pero en el fondo estábamos conteniendo el aliento, porque sabíamos que eso duraría poco. Muchos momentos, pero poca historia.
Por eso me viene a la mente una palabra. La palabra más cristiana y más humana que existe, que hace muchos años aprendí a amar con Don Giussani y que había escuchado muchas veces desde niño, aunque nunca la comprendí en profundidad: la palabra esperanza. La esperanza como la entendía Péguy en El pórtico del misterio de la segunda virtud, la esperanza, esa “niña” que parece “de nada”. “Sin embargo esta niñita atravesará el mundo. Esta niñita de nada. Ella sola, llevando a las otras atravesará el mundo. La pequeña Esperanza avanza entre sus dos hermanas mayores pero no se ocupan de ella. Por el camino de la salvación, por el camino carnal, por el camino accidentado de la salvación, por el camino interminable. Avanza la pequeña Esperanza entre sus dos hermanas mayores, entre la casada y la que es madre… Y nadie le presta atención. Los cristianos solo ven a las dos hermanas mayores. La primera y la última. Y casi no descubren a la que está en medio. La pequeña, la que todavía va a la escuela, la que camina entre las faldas de sus hermanas…”.
No nos damos cuenta pero vivimos apoyados en el futuro, vivimos hoy el peso del futuro. Aunque todavía no existe, el futuro tiene peso, existe como expectativa, como interrogante, como deseo. Tan es así que, cuando se acerca una cita importante para nosotros, es como si ya la estuviéramos viviendo, o cuando se acerca un momento difícil, ya experimentamos la preocupación. Los viernes nos sentimos más aliviados y el domingo a la noche agobiados. Igual que cuando era chico y me resultaba tan insoportable el domingo a la tarde, tratando de estudiar y pensando en la semana que me esperaba en la escuela.
Dependemos del futuro y cuando el futuro no se presenta con aspecto placentero o como una aventura, eso condiciona nuestro presente, y mucho. Necesitamos algo en el presente, algo concreto, algo hermoso, algo vivo que proyecte luz sobre el futuro. Uno lo entiende mejor cuando se enamora. Bueno, durante la JMJ se respiraba esa esperanza, mientras que ahora, después del Mundial, solo volvemos trabajosamente a poner en marcha la pesada maquinaria de la vida diaria, de esa vida de todos los días que nos agobia. Y yo creo que al cabo de un año, ésa es la gran diferencia. Durante aquellos días el Papa era el punto que, en el presente, nos hacía conocer ese misterio, el juego en serio entre el presente y el futuro que impulsa la vida.
Por eso necesitamos un padre. Por eso, como dijo el Papa, hoy se padece orfandad. Hoy más que nunca. Falta el padre que te ayuda en el camino, que sostiene tu esperanza, que te ayuda a levantarte y te señala la meta, para no dar vueltas sin sentido o renunciar. “Cuando era arzobispo en otra diócesis, tenía ocasión de hablar con más frecuencia que ahora con los muchachos y los jóvenes y me daba cuenta que sufrían de orfandad , es decir de un estado de huérfanos. Nuestros niños, nuestros muchachos sufren de orfandad. Creo que lo mismo sucede en Roma. Los jóvenes están huérfanos de un camino seguro para recorrer, de un maestro de quien fiarse, de ideales que caldeen el corazón, de esperanzas que sostengan el cansancio del vivir cotidiano. Son huérfanos, pero conservan vivo en su corazón el deseo de todo esto. Ésta es la sociedad de los huérfanos (…). Jesús nos hizo una gran promesa: «No os dejaré huérfanos» ( Jn 14, 18), porque Él es el camino a recorrer, el maestro a quien escuchar, la esperanza que no decepciona. Cómo no sentir arder el corazón y decir a todos, en especial a los jóvenes: «¡No eres huérfano!” (…) Para amar la vida no necesitamos llenarla de cosas, que después se convierten en ídolos; necesitamos que Jesús nos mire. Es su mirada que nos dice: es hermoso que tú vivas, tu vida no es inútil, porque a ti te he encomendado una gran misión. Ésta es la verdadera sabiduría: una mirada nueva sobre la vida que nace del encuentro con Jesús. (Papa Francisco a los participantes en la Asamblea diocesana de Roma, 16 de junio de 2014)
A un año de distancia de la JMJ y después de un año y medio de pontificado, yo siento que tengo un padre: no soy huérfano sino hijo, hijo de Dios hecho hombre que viene y me sostiene a través de la paternidad de hombres conquistados por Él, enamorados de Él como el Papa Francisco y otros que tengo cerca. Aunque eso debo buscarlo y descubrirlo cada día; es el drama fascinante e incómodo del camino.