Ignacio Reggi, “el del tercer banco a la derecha” no necesita tomarse tiempo para responder. “Hoy lo miro hablar, actuar allí, en Roma, y reconozco en contraluz al profesor de aquel tiempo”. Nunca más volvió a ver al profesor Bergoglio desde los días del Colegio de la Inmaculada de Santa Fe, salvo una vez, pero en esa oportunidad –en el Arzobispado de Buenos Aires, durante el enfrentamiento entre el gobierno y la gente del campo, en 2010- fue solo un intercambio de miradas. Sin embargo, no se ha olvidado de él, así como Bergoglio tampoco se ha olvidado de aquel grupo de secundarios, “chicos vivaces y creativos”, a los que agradeció por escrito en la introducción del libro De la edad feliz que publicó uno de ellos: “por todo el bien que me hicieron, sobre todo por haberme obligado y enseñado a ser más hermano y más padre”. Como un padre lo sintieron ellos también, recuerda Reggi, que formaba parte del grupo de la Inmaculada. “En cierto sentido estábamos un poco huérfanos, solitarios, lejos de casa algunos. Y en el ’64 apareció aquel hombre de 27 o 28 años –nosotros éramos unos cuarenta muchachotes con diez años menos- que venía a enseñarnos literatura en los dos cursos del “magisterio”, obligatorio en el plan de estudio de los jesuitas para quienes querían entrar a sus filas. Se veía que no tenía experiencia, pero sí una forma sólida de argumentar, estaba atento a los argumentos de los demás y no dejaba nunca un tema, un problema o una inquietud sin respuesta”. “Además estaba convencido de lo que decía”, agrega, sabiendo que se refiere a un rasgo de carácter que hoy sigue viendo en él. “Tenía un objetivo: quería que nos acostumbráramos a leer. Nos daba libros, muchos libros, para que los leyéramos y después compartiéramos el contenido en clase. Recuerdo uno, La vida es sueño, de Calderón de la Barca, que a mí en cambio me quitó el sueño. Tenía que hacer un resumen por escrito. Era un poco vago para leer y no terminaba nunca. Un día me llama, se había dado cuenta de que no avanzaba. Me alentó para que siguiera en grupo. Quería que aprendiéramos a trabajar juntos, quería desarrollar en cada uno la capacidad de escuchar, la fraternidad, el diálogo entre nosotros”.
Ignacio Reggi no hizo nada relacionado con literatura en su vida, lo mismo que otros alumnos de Bergoglio. Volvió a su lugar de nacimiento, Curuzú Cuatiá, un pueblo en la provincia de Corrientes que alguna vez fue la capital de la oveja y de la lana. Todavía hay competencias de esquila con campeones que en menos de tres minutos despojan una oveja de toda su lana. Se recibió de veterinario en 1972 y trabajó muchos años en una empresa de intermediación en la compraventa de bovinos. Nunca pensó en ser sacerdote a pesar de los años de internado en el colegio jesuita. “No era necesario tener vocación de sacerdote para entrar ni tampoco lo exigían cuando estábamos allí”, recuerda. “No había presiones en ese sentido. Al contrario. Cuando manifesté cierto interés por la vocación, un padre jesuita me preguntó si mi mamá lo sabía. Le contesté que no y me ordenó que se lo dijera. Mi madre se opuso, y no solo eso. Para estar segura de que no hiciera nada impulsivo fue a hablarle. El padre la tranquilizó diciéndole que los jesuitas preferían que uno hiciera primero una carrera profesional”.
Ignacio Reggi se casó en 1975 y trajo al mundo dos hijos, que a su vez le dieron unos cuantos nietos. También se había alejado de la Iglesia. Su esposa no. Y fue ella la que un día de Semana Santa de 2001 lo invitó a acompañarla a la parroquia de san Cayetano, donde debía llevar verduras para hacer un locro, plato típico del campo argentino.
“Me había herido accidentalmente una mano y pensé que me haría bien distraerme del dolor, entonces fui yo también. Me gustó lo que vi, la cordialidad, la generosidad, la atención de unos por otros. Conocí al párroco, Ramón Felipe Espinoza, un cura con olor a oveja, para decirlo con las palabras de mi profesor. Me sentía valorado como persona y seguí yendo. Hasta que decidí asistir a una escuela de formación para el diaconado permanente en una localidad de la provincia, a cincuenta kilómetros del lugar donde vivía. Iba junto con otros cinco, en una camioneta dos veces por mes, durante siete años. Cuatro de ellos dejaron. Yo estoy acá, recibí el diaconado y estoy contento”.
Es una historia que seguramente a Francisco le gustaría escuchar y que él quisiera tener la oportunidad de contársela. Sabe que el Papa se acuerda de él. “Una persona del lugar fue a Roma y tuvo la oportunidad de estar cerca. Le explicó que era argentino, de Curuzú Cuatiá. Y él le dijo: “Allí vive alguien que yo conozco. Ignacio Reggi, que se sentaba en el tercer banco a la derecha”. Cuando me lo contó, quedé asombradísimo: ni siquiera yo me acordaba dónde estaba sentado. Imagínese qué memoria, piense qué tipo de relación establecía con sus alumnos, hasta el punto de acordarse de todos, uno por uno, a cincuenta años de distancia”.