Desirèe, la joven que mataron de forma tan bestial en un barrrio de Roma no muy lejos de la Basilica de San Juán Letrán, probablemente nunca había oído hablar del Sínodo de los jóvenes. La vida la había llevado dramáticamenter lejos de la Iglesia. Pero así como le ocurrió a ella, se puede afirmar con razonable certeza que la mayoría de sus coetáneos de Italia y del mundo tampoco han escuchado hablar de este encuentro en el Vaticano. No es un problema de comunicación. La mayoría de los jóvenes, después de haber cumplido en muchos casos la formalidad de la confirmación, sencillamente no vuelve a pisar nunca más una iglesia. Hay una distancia humanamente sideral.
Y sin embargo, ésta se va creado de manera casi casual. Es más el resultado de una falta de encuentro que de un rechazo rabioso y consciente (como podía ser 50 años atrás, en el ’68). Sin duda esa distancia no se puede salvar armando algún video simpático o esforzándose por parecer joven. Tampoco reclamando a los obispos – como hacen algunos blogger supercatólicos – mayor seriedad doctrinal: “¡menos sonrisitas y más catequesis sobre el infierno!”. Es un hecho que las palabras de la doctrina cristiana, como puro enunciado, ya no tienen un eco significativo en la mente y los corazones de una generación sin raíces. No se puede apelar, existencialmente, a la tradición para anunciar a Cristo. Para descubrir y amar una historia de dos mil años, primero tiene que ocurrir algo. Tiene que ocurrir, casi por casualidad o por milagro, en el colegio o en un boliche, que conozcan algún cristiano. Que su vida les despierte curiosidad, a tal punto que empiecen a preguntase el secreto de esa humanidad tan interesante, y después remontar la misteriosa cadena de testimonios, palabras y gestos que la precedieron y la hiciero posible.