No deberían existir, pero allí están. Como rabdomantes que buscan agua, ellos escarban la tierra en busca de cualquier mínimo indicio que pueda señalar la presencia de un cuerpo, de algún mísero resto devorado por carroñeros, de cualquier rastro humano que se pueda rescatar de la voracidad de la tierra y el olvido del tiempo. En México los conocen como “los buscadores”. Son familiares de desaparecidos que han sido abandonados por el gobierno y el Estado y han decidido tratar de localizar a sus seres queridos en el mar de tumbas clandestinas que cubre todo el país. Muchos de ellos solo tienen una varilla de metal, un palo, algunas palas con las que arañan la tierra con la esperanza de encontrar algún vestigio, algún pedacito de las ropas que vestían o de huesos que confirmen que lo que robaron manos criminales está allí, bajo esa tierra donde, por alguna razón, resolvieron empezar la búsqueda.
México, un país con más de 35.000 desaparecidos oficiales y un número indeterminado de tumbas clandestinas, también es esto. Un emprendimiento desesperado y angustioso en las tumbas clandestinas que la Comisión Nacional de Derechos Humanos calcula que son miles. En la última década, dice la Comisión, se descubrieron 1.307 con 3.926 cuerpos. Y ante la insuficiencia de resultados oficiales hay hombres y mujeres que emprenden personalmente una búsqueda que debería ser hecha por la policía y las autoridades judiciales, y van a zonas peligrosas con el riesgo de ser interceptados por grupos criminales pero con la esperanza de descubrir un rastro que confirme que allí, bajo esa tierra, hay cuerpos que podrían ser de sus seres queridos.
Estos buscadores de cadáveres son la imagen más representativa de la crisis de seguridad, justicia y derechos humanos que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, próximo a asumir el poder, deberá enfrentar inevitablemente.