Entre el 22 y el 25 de agosto próximo, varios países de América Latina recordarán el 50 aniversario de la histórica Visita a los Pueblos e Iglesias de la región, específicamente Colombia, del Papa Pablo VI, visita que llevó al Pontífice a la capital colombiana, Bogotá, donde el 24 de agosto inauguró la II Asamblea General de los obispos de América Latina (que seguidamente se desarrolló en la ciudad de Medellín). El jueves 22 de agosto de 50 años atrás, Pablo VI, antes de abordar el avión en Roma, pronunció una importante alocución donde se mezclaban los sentimientos de alegría por un viaje tan trascendente con el gran dolor y tristeza por lo que estaba ocurriendo en Checoslovaquia, donde, la noche entre el 20 y 21 de agosto, había entrado la Armada Soviética para ahogar en sangre la Primavera de Praga [1]. Este fue el discurso del Papa:
Antes de partir, nos sentimos obligados a agradecer y saludar a todos los que han querido, a pesar de la hora tan temprana, y a pesar nuestro, venir al aeropuerto para desearnos “buen viaje” y testimoniarnos la unión de sus corazones y sus oraciones por nuestra participación en el Congreso Eucarístico Internacional de Bogotá y la Asamblea General del Episcopado Latinoamericano. Agradecemos cordialmente a todos los presentes y a todas las personas que ellos están representando: Nosotros también los tendremos espiritualmente presentes en la gran celebración de caridad y unidad que nos espera. Pero no podemos despedirnos ustedes y de todos los que están viendo la escena de nuestra partida y escuchando nuestra voz a través de la radio y la televisión, sin confiarles la profunda amargura y la gran ansiedad que pesan sobre nuestro ánimo debido a los hechos que están ocurriendo en Checoslovaquia. Estaríamos dispuestos a renunciar inmediatamente a nuestro viaje si supiéramos que nuestra presencia y nuestra obra servirían de alguna manera para impedir que se agraven los males que ya oprimen a esta siempre amada nación y para prevenir las desastrosas consecuencias de los mismos, que lamentablemente no resulta temerario anticipar. Una vez más la fuerza de las armas parece querer decidir el destino de un pueblo, de su independencia y de su dignidad; la tranquilidad de Europa ha sido conmocionada y se ha comprometido la del mundo entero; al igual que la paz, que la madurez de los tiempos, debido también a un sentido cristiano imposible de suprimir, va buscando y construyendo tras las terribles experiencias de las guerras pasadas e incluso de las que están en curso; la paz se encuentra gravemente vulnerada. Quiera Dios que no lo sea mortalmente. Vivamente nos entristece esta herida a la incolumidad de un país, a las buenas relaciones entre los pueblos y sobre todo a los principios, que tan fatigosa y dolorosamente emergieron de nuestra historia como indispensables para la solidez y el porvenir de la civilización. Y sobre todo es muy grande el dolor que sentimos por esta desgracia porque nosotros mismos quisimos ser, en estos años, desinteresados y ardientes apóstoles de la paz, y esperábamos que las diferencias entre las culturas y los intereses no comprometieran una común y leal cooperación para la preservación del derecho internacional y la progresiva colaboración entre los hombres de nuestro tiempo. No queremos juzgar a nadie; ¿pero cómo no remontarnos al análisis de los principios de los que tales desventuras parecen naturalmente surgir? Llevamos en nuestro corazón estas amargas reflexiones que, pese a todo, la esperanza humana y cristiana ilumina con siempre posibles hipótesis de honorables y pacíficas soluciones para un conflicto tan deplorable. Y quiera el Señor de la paz, por cuya gloria emprendemos este viaje, dispensarnos su misericordia y devolver a todos la “tranquilidad en el orden”. Ahora Él, por nuestra mano, los bendiga a todos.
***
[1] La noche entre el 20 y el 21 de agosto de 1968 los tanques soviéticos entraron a la capital checoslovaca y pusieron fin a la Primavera de Praga. Doce años después de la sangrienta represión en Hungría, las tropas del Pacto de Varsovia sometieron el generoso intento de Alexander Dubcek de reformar desde dentro el régimen comunista. La noticia repercutió en todo el mundo: en la prensa, en la televisión e incluso en el informativo de los cines se analizó detenidamente lo que había ocurrido. Después de la invasión siguió un período de “normalización”. Dubcek fue reemplazado por Gustav Husak, quien en muy poco tiempo anuló todas las reformas de su antecesor. El partido comunista organizó un férreo control de la sociedad aunque no faltaron casos de protesta, el más impresionante de los cuales fue el suicidio del joven estudiante Jan Palach quien, el 19 de enero de 1969, se prendió fuego en la plaza San Venceslao, en el centro de Praga, a los pies de la escalinata del Museo Nacional. Murió al cabo de tres días de agonía y a su funeral asistieron más de seiscientas mil personas provenientes de todo el país. Muchos checoslovacos huyeron al exterior. La estación brezneviana, que acababa de empezar, se arrastró cansadamente durante veinte años, entre crisis económica y represión militar: la invasión a Afganistán en diciembre de 1979 y luego la represión de Solidarnosc en Polonia en 1981, que llevó a cabo Jaruzelski, fueron los últimos episodios de un poder que se estaba desmoronando y era irremediablemente irreformable, como debió amargamente constatar Michail Gorbačëv y como resultó muy claro entre fines de 1989 y 1990 cuando, a partir de la caída del muro de Berlín, se derritió como nieve al sol. Alexander Dubcek tuvo su revancha: fue rehabilitado y elegido Presidente del Parlamento federal checoslovaco. Murió poco después en un accidente de tránsito.