Celebro la reciente decisión del Papa Francisco de modificar el Catecismo Católico declarando inadmisible la pena de muerte, y de adjudicarse el compromiso a luchar por su abolición en todo el mundo, no por la compasión que me pueda provocar un asesino. La aplaudo y la comparto porque, como dijo el Papa, “atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona”, una dignidad, “que no se pierde ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves”, como dijo Francisco.
Coincido con su decisión, sobre todo, porque creo que la pena de muerte cancela la posibilidad de la redención del individuo y sostengo que la redención es un concepto clave para la Iglesia Católica, para otras religiones y para el humanismo laico. Redimir significa no solo dar por terminado un castigo sino rescatar a un ser humano de su propio infierno y darle una oportunidad de enmienda. Es también una oportunidad para enmendar el rumbo de instituciones que en algún momento de su historia han fallado. El Papa Francisco ha entendido que para redimir se requiere de un redentor que defienda la dignidad del ser humano y yo pienso que al hacerlo, se propone también redimir a una Iglesia Católica que a sus momentos de gloria del pasado debe añadir períodos de vergüenza y oprobio.
En la época medieval, la Iglesia Católica no solo justificaba la pena de muerte sino que instrumentaba ejecuciones masivas a través del Tribunal de la Santa Inquisición contra quien no profesara la fe católica. En Alemania, por ejemplo, la Inquisición ordenó la ejecución de más de 25,000 herejes y “brujas”; en España se calcula que hubo entre 5 mil y 10 mil víctimas, y en la Nueva España, ahora que se han revisado las cifras reales, se habla de cientos de ajusticiados durante los 350 años de existencia del Tribunal.
El debate sobre la pena de muerte en la Iglesia Católica es muy antiguo. Hay textos en el Antiguo y en el Nuevo Testamento que justifican la ejecución de los asesinos y testimonios de grandes teólogos como San Agustín, San Ambrosio y Santo Tomás que refrendan la legitimidad moral y legal del letal castigo.
Afortunadamente, a partir de mitades del siglo XX la Iglesia Católica empezó a dar un giro hacia la modernidad gracias a tres antecesores de Francisco. En 1969, Pablo VI eliminó el estatuto de la pena capital de la legislación del Vaticano; en 1995, en su encíclica “Evangelium Vitae”, Juan Pablo II, el Papa que perdonó al hombre que intentó asesinarle, declaró que la pena de muerte era fundamentalmente innecesaria. Y en 2011, Benedicto XVI se unió a la causa, “No hay justicia sin vida” que promovía la eliminación de la pena capital.
En el continente americano, 20 países han abolido la pena de muerte y 16 la mantienen. Curiosamente, los países anglófonos como Jamaica, Trinidad y Tobago la conservan aun cuando en Gran Bretaña fue abolida en 1965. En Estados Unidos en los últimos 45 años, 1479 personas, en su mayoría negros y pobres, han sido ejecutadas y 162, que han pasado años en el pabellón de la muerte esperando la ejecución, terminaron siendo exoneradas. La mayoría porque eran inocentes del crimen del que se les acusaba.
Los principales argumentos de los defensores de la pena de muerte suelen ser dos a cual más de espurios. Se dice que tiene un poder disuasivo en la mente de una persona que va a cometer un crimen; también se alega que su muerte elimina un peligro latente para la sociedad. ¿Imagina usted a alguien arrepintiéndose de su crimen al pensar que el castigo puede ser su propia muerte? Tampoco me convence el segundo argumento porque una larga condena cumple el propósito. Pero, sobre todo, insisto, porque niega la posibilidad de la redención, reforma y plausible reinserción en sociedad de un ser humano transformado.
Mucho me temo, sin embargo, que quienes abogan por la pena de muerte piensan en un tipo de justica retributiva del tipo de la famosa ley del talión que prescribe diente por diente, ojo por ojo. Y si ese fuera el caso, parecería que en 21 siglos de existencia no ha habido progreso, que seguimos viviendo en la época en la que la ley vigente era la Blutrache, como se le conocía en Alemania o la Vendetta en Italia, es decir, la venganza de sangre.
*Escribe para Los Angeles Times desde 1977 y sobre temas políticos en varios diarios de América Latina, como Reforma de México y El Tiempo de Colombia. Estudió filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México y cinematografía en la London School of Film. Fue director editorial del diario La Opinión de Los Ángeles, California, y es comentarista de radio y televisión en México, Estados Unidos y Canadá.