Cuando Israel Concha llevaba apenas unas horas en México, luego de haber vivido por más de 30 años en Estados Unidos, empezó a entender por qué sus padres decidieron ir a buscar una vida mejor al otro lado de la frontera: apenas había puesto los pies en la tierra de origen de su familia cuando ya había sido secuestrado.
Eso ocurrió hace ya más de cinco años. Sus captores lo ubicaron unos minutos después de que el gobierno estadunidense lo deportara a una ciudad fronteriza del norte del país, y pensaron –sólo ellos saben la razón– que se trataba de un agente de la DEA (Administración para el Control de Drogas, por sus siglas en inglés). En esas primeras horas de terror en México, Israel fue privado de la libertad, torturado y obligado a que su familia pagara un rescate por él. Pero lejos de desanimarlo, ese terrible primer acercamiento con este país le dio las fuerzas suficientes para llegar a la capital, donde consiguió trabajo en los call centers que rodean el Monumento a la Revolución, como otros miles de jóvenes más que han sido expulsados de Estados Unidos, cuando ya habían hecho buena parte de su vida en aquel país.
Y es justo en esa zona de la colonia Tabacalera donde está comenzando a formarse una comunidad de emigrantes retornados. Aquí es donde muchos de ellos han empezado a habitar y a reunirse, pero también a poner negocios y a invertir.
A muchos les gusta llamarlo Little LA (o Pequeño Los Ángeles), en referencia a la ciudad californiana. Quizá su presencia no salte a la vista, como si fuera un barrio chino, pero sí comienza a ser un espacio donde los binacionales –como ellos mismos se denominan– están emprendiendo la difícil labor de reiniciar su vida en un país al que muchos de ellos quizá nunca pensaron volver.
El sueño americano en México. Hace cuatro años, Concha creó la asociación civil New Comienzos, cuyo propósito es ayudar a los cientos de migrantes que todos los meses llegan deportados al país para que den sus primeros pasos en una tierra que desconocen. Hasta ahora, dice el activista, el colectivo ha ayudado a unas 7 mil personas a encontrar trabajo y un lugar dónde vivir. “La idea de Little LA es que miles de personas binacionales, migrantes de retorno y dreamers se congreguen, trabajen, estudien, vivan aquí y abran sus negocios. Aquí te sientes aceptado, puedes subirte las mangas y mostrar tus tatuajes o hablar spanglish sin miedo a sentirte discriminado, porque los vecinos nos aceptan”, explica.
Según cálculos del director de New Comienzos, en la actualidad hay cerca de mil migrantes de retorno que han decidido vivir en esta zona, en buena medida porque alrededor del Monumento a la Revolución hay dos call centers que los emplean, debido a su buen nivel de inglés. Al panorama se suman unos 10 negocios particulares que los migrantes han iniciado en años recientes o en los que participan como socios, entre ellos una barbería, un estudio de tatuajes y perforaciones y locales de comida tex-mex, con anuncios en inglés y español dirigidos a los clientes binacionales. “Cuando deportan a un dreamer de Estados Unidos, las familias ya no quieren estar separadas. Por eso venden sus casas, sus carros y sus negocios y regresan a México a crear oportunidades. Muchos son bilingües o trilingües, han cursado una carrera y tienen un poder adquisitivo mayor”, describe Concha. Pese a los obstáculos que enfrentan, “nosotros vemos el vaso medio lleno y nuestra visión es que el sueño americano también se puede lograr en México. Es una situación complicada, pero queremos que nuestro trabajo y conocimientos hablen por nosotros, y hoy tenemos ya muchas historias de éxito”.
Adaptación difícil. Uno de los migrantes que decidió elegir esta zona para reconstruir su vida es Edwin Malagón, quien apenas a los 12 años de edad migró a Estados Unidos, donde permaneció por casi dos décadas, hasta que una simple infracción de tránsito hizo que la policía revisara sus papeles y se diera cuenta de su estancia irregular. Aunque peleó por quedarse, aguantando por más de 24 meses las duras condiciones de los centros de detención de migrantes, finalmente decidió no regalar su libertad y prefirió ser deportado a México. De vuelta en la capital del país, de donde es originario, se hizo socio del dueño de la peluquería Alameda, donde hoy trabaja. Si bien hoy dice estar contento, el proceso de adaptación, para Edwin no siempre ha sido fácil, sobre todo porque entre muchas personas “sigue habiendo la idea de que (los migrantes deportados) estuvieron en la cárcel. ‘Por algo los habrán regresado, pinches cholitos’, pero no entienden que algunos queremos echarle p’arriba”, cuenta.
Su manera de lograrlo fue asociándose con dinero y trabajo a un negocio que lleva más de 40 años de existencia en la colonia Tabacalera, aportándole el giro del flow barber shop que aprendió en Estados Unidos, pero sin tratar de cambiar la esencia del lugar. “Para mí –dice Edwin– no podemos llamarle Little LA, porque tú tienes que venir a adaptarte a ellos, no a cambiarlos. Yo vine a aportar, trayendo otra idea del trabajo, y que vean que no todos somos pandilleros ni gangueros”.
Este proceso de empoderamiento no ha estado exento de obstáculos, entre ellos los culturales. En México, lamenta Israel Concha, sigue habiendo recelos y discriminación en contra de los repatriados, a quienes algunos ven mal por tener tatuajes y hacerse cortes de pelo diferentes, o a quienes cuestionan diciéndoles ¿por qué hablas inglés, si tienes el nopal en la frente?
Esta singularidad ha hecho, además, que muchos migrantes de retorno sean perfilados cuando salen de trabajar o cobran remesas. Según el activista, ya ha habido diversos casos de asalto e incluso ocurrió un asesinato durante un intento de robo.
A lo anterior, se suma la falta de oportunidades laborales de calidad en el país. Así lo dice Adrián Catalán, quien pasó 26 años en Estados Unidos trabajando en restaurantes, el campo y la industria de la construcción, pero hoy se topa en México con el muro del desempleo. “Cuando vas a buscar trabajo, no saben de otra más que decirte ‘son mil o mil 200 pesos a la semana. Déjame copias del INE y del CURP y yo te hablo’, pero jamás lo vuelven a hacer. Además, la gente ya no es tan amigable. Te tienen desconfianza, y cuando les preguntas algo, no te responden o te tratan mal. Ha sido muy difícil adaptarse.