La cronología tiene su importancia metafórica. El primero que habló sobre el océano de distancia que lo separa de su amigo y líder sandinista de los viejos tiempos, Daniel Ortega, fue el sacerdote y poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, con una carta del 21 de junio de 2018 firmada junto con la Coordinadora Universitaria por la Democracia y la Justicia de Nicaragua, en cuyas filas ocurrieron la primeras muertes. “El mundo debe saber y pronunciarse respecto a lo que está ocurriendo en Nicaragua: una verdadera crisis de derechos humanos y terrorismo de Estado”, empieza diciendo Cardenal, en el escrito alegóricamente dirigido al ex presidente de Uruguay José “Pepe” Mujica. En el siguiente párrafo, Ernesto Cardenal recuerda a su hermano Fernando, fallecido en febrero de 2016, también sacerdote y ministro de educación de los gobiernos sandinistas, “quien nunca se cansó de asegurar que así ocurriría”, refiriéndose a la involución autoritaria y represiva del presidente Ortega. Describe luego las primeras etapas de la escalada represiva: “El 19 de abril, hace dos meses, el gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo cobró la vida del primero de más de 180 nicaragüenses, en su mayoría jóvenes e incluso niños”, con un saldo de más de 1.500 heridos, muchos desaparecidos y presos políticos”. Hasta el sábado 16 de junio, cuando “una familia completa fue calcinada en un incendio provocado por los escuadrones de la muerte del régimen, en represalia por no permitir que francotiradores entraran a su casa para desde ahí matar a quienes protestaban en la calle”. El aliado de otros tiempos escribe en el momento en que está por reanudarse el Diálogo nacional entre el episcopado y el presidente Ortega después de la primera crisis, pero ya expresa dudas sobre la voluntad real de este último de permitir que se celebren elecciones políticas anticipadas: “La estrategia del régimen orteguista ha sido estancar el diálogo para desatar su estrategia de terror en las calles. Aún es incierto si el diálogo nacional podrá dar respuesta al clamor popular que demanda que se vayan inmediatamente del poder y que haya justicia”. Por último, la impiadosa sentencia: “Ortega y Murillo no pueden seguir encontrando legitimidad en los movimientos de izquierda a los que con sus actos sin escrúpulos han traicionado. Los héroes y mártires de la revolución sandinista no merecen que su memoria sea manchada por los actos genocidas de un dictador que los traicionó. Las víctimas de Ortega y Murillo merecen justicia”.
También para Leonardo Boff, los tiempos de solidaridad con la Nicaragua sandinista de los años noventa, en la cual “entre revolución y cristianismo no hay contradicción”, están a años luz de distancia. Condensado en una escueta y dura nota del 24 de julio, donde el teólogo de la revolución declara que se une “al Centro Nicaragüense de Derechos Humanos que con su Comunicado de apoyo a los Obispos, hace una justa critica al gobierno que está persiguiendo, secuestrando y asesinando sus propios compatriotas”. Boff, actual presidente del Centro de Defensa de los Derechos Humanos de Petrópolis, Brasil, prosigue citando las palabras de Juan Pablo II, su antiguo censor: “no hay guerra santa, ni guerra justa, ni guerra humanitaria, porque toda guerra mata y ofende a Dios. Lo mismo vale para quien comanda semejantes prácticas contra su pueblo”. Declara a continuación que está “perplejo por el hecho de que un gobierno que condujo la liberación de Nicaragua pueda imitar las prácticas del antiguo dictador. El poder existe no para imponerse a su pueblo, sino para servirlo en justicia y en paz”. Y rompe una lanza a favor del diálogo, que en el momento de escribir estas líneas todavía no se ha reanudado: “Nicaragua necesita el diálogo, pero antes de todo necesita que las fuerzas represivas cesen de matar, especialmente a jóvenes. Esto es inaceptable. Nicaragua necesita paz y de nuevo paz”.