Ayer, en la pequeña ciudad de Diriamba, a 41 kilómetros al oeste de Managua, capital de Nicaragua, se hicieron presentes el arzobispo de Managua, cardenal Leopoldo Brenes, su auxiliar, Silvio Báez, y el nuevo Nuncio, Mons. Waldemar Stanislaw Sommertag. El propósito era idéntico al que anteriormente los prelados quisieron dejar bien claro visitando otras localidades: expresar físicamente su solidaridad y cercanía al pueblo de Nicaragua, a los fieles de las diversas confesiones cristianas, al clero, a las religiosas, a los operadores de Caritas y a todos los laicos comprometidos, víctimas todos ellos de agresiones violentas y feroces de parte de las bandas armadas que responden al Presidente de la República Daniel Ortega y la Vicepresidente, su esposa, la poetisa Rosario Murillo.
Una vez más, los obispos que acudieron a la pequeña localidad de Diriamba Carazo fueron atacados por grupos de los denominados “jóvenes sandinistas defensores de la revolución”, maltratados, golpeados, amenazados de muerte e insultados con las palabras de orden que ha impuesto el gobierno y constantemente repiten Ortega y su mujer: “Gusanos al servicio del imperialismo, agentes de Trump, traidores a la patria”. A ello se suma, tal como fue denunciado, que una parte importante del ataque de los “neo revolucionarios orteguistas” ocurrió dentro de la basílica de San Sebastián, donde la comitiva episcopal había intentado refugiarse.
Hace pocos días Ortega dio a conocer la esperada respuesta a la solicitud presentada por la Iglesia local y las partes sociales que proponía anticipar a marzo de 2019 las elecciones presidenciales, a fin de dar una salida legítima y democrática a la crisis que en casi tres meses ha costado la vida a más de 300 nicaragüenses, sobre todo jóvenes y trabajadores.
En un discurso, con tono cansado pero agresivo, Ortega dijo “no”, y volvió a repetir que pedir elecciones anticipadas es “golpismo”. En otras palabras: yo decido si, cuándo y cómo, dar voz al pueblo para que decida libremente. Vale decir, exactamente lo contrario de lo que siempre dijo durante su larga vida política de más de medio siglo. Hoy Ortega no confía en ese pueblo, en su pueblo, y seguramente tiene buenas razones.
Quien en un tiempo fuera “el mítico comandante Ortega”, hoy ha quedado reducido a una trágica y escuálida máscara del dictador Anastasio Somoza, contra el que luchó hace años con las armas hasta derrocarlo, para después, en una segunda etapa a la cabeza del gobierno, deshacerse de manera brutal de todos sus ex compañeros de lucha e ir hundiéndose gradualmente en ese aislamiento patológicamente autorreferencial que lo ha convertido en un pequeño dictador sanguinario no muy distinto a su archienemigo Somoza. No es solo el “sueño sandinista” que muere como una pesadilla repugnante, sino también la parábola tristísima de un revolucionario que termina siguiendo las mismas huellas de su enemigo, casi imitándolo en las pequeñas y también en las grandes cosas.
La operación vandálica que se llevó a cabo ayer en Diriamba Carazo no es nueva en la historia de Nicaragua. Ataques e intimidaciones de este tipo eran una técnica de las dictaduras de los Somoza, familia dinástica que gobernó y controló Nicaragua desde 1934 hasta el 17 de julio de 1979, día en que los guerrilleros del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), encabezados por Daniel Ortega y otros, cerró para siempre uno de los períodos históricos centroamericanos más dolorosos y humillantes.
La dinastía gobernó primero con Anastasio Somoza García (1937-1947), quien posteriormente volvió al poder entre 1950 y 1956. Después fue el turno de Luis Somoza Debayle (1956 – 1963) y por último de Anastasio Somoza Debayle (1967 – 1972 y 1974 – 1979).
En la etapa final de su dominio, los Somoza identificaron la Iglesia como un blanco estratégico, concretamente en la figura del entonces arzobispo y luego cardenal Miguel Obando y Bravo, recientemente desaparecido. Y al igual que años atrás, hoy también se apuntan las armas contra la Iglesia Católica nicaragüense, casi de la misma manera que hemos visto en estas horas en la localidad de Diriamba.
Un viejo libreto que se repite ininterrumpidamente en la historia de América Latina y vuelve a aparecer periódicamente como un río subterráneo. Pero ya existen los anticuerpos, y son fuertes.