Se ha publicado oficialmente el calendario de la segunda visita de los enviados del Santo Padre a Chile, el arzobispo de La Valletta, Mons. Charles Scicluna y Mons. Jordi Bertomeu, Oficial de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Estos enviados desarrollarán su trabajo en Santiago durante cuatro días: 12, 13, 18 y 19 de junio. En la mitad de la visita se trasladarán durante cuatro días a la ciudad de Osorno (14, 15, 16 y 17), a más de 800 kilómetros de la capital, para entrevistarse con el obispo de la diócesis, Mons. Juan Barros, sus colaboradores y, obviamente, los laicos de esa diócesis. Estos últimos podrían constituir el principal problema para la Misión vaticana.
Es casi seguro que el obispo Juan Barros, nombrado por el Papa en enero de 2015, deje la diócesis relativamente pronto. Por ahora, se gana tiempo para ver cuál será la modalidad de la “salida” del obispo, cuestión inseparable de la permanencia de los otros tres prelados pertenecientes a la ex Pía Unión Sacerdotal de Karadima, que actualmente se encuentran en otras tres diócesis: Auxiliar de Santiago (Andrés Arteaga, enfermo), Linares (Tomislav Koljatic) y Talca (Horacio Valenzuela). En este ámbito la Misión de Scicluna-Bertomeu no debería encontrar grandes dificultades, salvo algún sacerdote anciano escandalizado por el hecho, inédito, de que grupos de laicos “se atrevan a desafiar una decisión del Papa”.
Los grupos de laicos de Osorno, pero también de otras diócesis. Los laicos de la diócesis de Osorno actualmente están muy divididos, fragmentados y distanciados entre sí debido a las controversias y polémicas que surgieron desde el primer día del nombramiento de Barros. Entre estos grupos, el antagonismo es fuerte y muchas veces agresivo. Dentro de la genérica denominación “movimiento de laicos de Osorno” se registra un abanico de posiciones diferentes, complejas y a veces un poco crípticas: van desde los duros e intransigentes (“fuera Barros, ya”) hasta las posiciones más moderadas y comprensivas, abiertas a posibles estrategias de salida blandas y negociadas, y en el medio, grupos de opiniones más o menos cercanas al obispo cuestionado y otros partidarios de la idea de acudir a la Justicia para determinar de manera definitiva si es o no culpable de haber ocultado los abusos sexuales de Karadima.
Por último, en el plano teórico pero a partir de consideraciones relacionadas con el informe que presentaron Scicluna-Bertomeu al Pontífice al concluir la primera Misión del mes de febrero pasado, se pueden plantear otros temas que los enviados deberán afrontar, siempre dentro del contexto de la naturaleza específica del encargo recibido, que consiste en escuchar, reunir información y elaborar posibles escenarios para las reflexiones del Papa.
El primer tema se refiere al nombramiento de los obispos. El caso Barros, en Chile pero no solo en ese país, ha vuelto a plantear con cierta fuerza el debate sobre los criterios y mecanismos que la Santa Sede, y el Papa, utilizan desde hace siglos para la elección y nombramiento de los ordinarios diocesanos. Se ha vuelto a hablar de la participación de las comunidades cristianas en el proceso que conduce al nombramiento del pastor, tal como ocurría en el primer milenio del cristianismo. Algunos laicos de Osorno así como algunos teólogos y estudiosos chilenos, hace ya tiempo que piden y escriben que no es suficiente la renuncia de Mons. Barros para dar una verdadera señal de cambio en la Iglesia; es necesario introducir también alguna forma de consulta del laicado en los nombramientos episcopales futuros y próximos.
Hace varias semanas que diversas publicaciones plantean una idea a la que ya hicimos referencia en el pasado: en Chile, durante muchos años, el principio de sentido común según el cual “no se debe imponer un obispo a los que no lo aceptan” no se ha respetado seriamente. Este principio eclesiológico fundamental, sancionado en un decreto del Papa Celestino I, en su formulación completa dice: «Nullus invitis detur episcopus; cleri, plebis et ordinis consensus et desiderium requiratur» («No se imponga ningún obispo a los que no lo aceptan. Se requiere el consentimiento del clero, del pueblo y de los ordenados»)
Pero esta cuestión no se circunscribe solo a la diócesis de Osorno sino que obviamente incluye a todos los obispos que el 17 de mayo presentaron su renuncia al Papa Francisco y en el pasado estuvieron relacionados con Karadima. Vale decir que la misma situación se podría plantear en la diócesis de Santiago, una de las cuatro donde hay obispos que ya cumplieron 75 años y su mandato fue prorrogado, pero hay que nombrar un sucesor, como el cuestionado cardenal Ezzati. En otras palabras, las decisiones que se tomen en el caso de Osorno y Mons. Barros no se pueden limitar a una parte del país sino que necesariamente tendrán una repercusión a nivel nacional, en las otras 31 diócesis.
Relación con la sociedad chilena. La parroquia. Por último, resulta de gran importancia la imagen que tiene la Iglesia chilena a los ojos de la opinión pública, que en este momento alimenta sus sentimientos anticatólicos y anticlericales, casi siempre asociados al “problema de la pedofilia en el clero”. En ese campo las medidas, locales y provenientes del Vaticano, deben ser convincentes si se desea recuperar pronto una mínima relación con la sociedad, y sobre todo si se desea restituir a esta Iglesia el prestigio y la autoridad que tuvo hasta hace algunas décadas. No es una cuestión secundaria y sería gravísimo que, como ya dijo alguien en Chile, la jerarquía y el Vaticano la consideren “irrelevante” “porque la Iglesia no se gobierna con un sistema democrático”. Eso es verdad, pero también es verdad que la Iglesia no puede existir ni vivir separada del cuerpo social, porque su realidad última es precisamente el Pueblo de Dios y no la élite, los grupos de poder, ni las alianzas de conveniencia o de complicidad. En este sentido, el futuro renovado de la Iglesia en Chile, como subraya la inmensa mayoría de los católicos laicos comprometidos, es la parroquia.