¿Cómo se configura la Iglesia en América Latina en este momento histórico?
Dos acontecimientos fundamentales, íntimamente relacionados, definen la situación, la responsabilidad y los desafíos actuales para la misión de la Iglesia en América Latina. Uno de ellos ha sido la V Conferencia General de su Episcopado en Aparecida, expresión de madurez eclesial latinoamericana, cuyas orientaciones marcan un camino que aún está por recorrer en buena medida. El otro es el pontificado del primer Papa latinoamericano de la historia de la Iglesia, ya en su sexto año de anuncio del Evangelio sine glosa, de actitud misericordiosa, de exigente conversión pastoral, misionera y solidaria. La Providencia de Dios ha colocado a la Iglesia, pero también a los pueblos y naciones de América Latina, en una situación muy singular. Se trata de un kairòs que no puede ser desatendido ni desaprovechado. ¿Estamos a la altura de esas responsabilidades? No en vano el Papa Francisco, por una parte, no deja de convocar e incluso de interpelar a la Iglesia latinoamericana, para que emprenda más decididamente esa “conversión pastoral”, y por otra parte plantea preguntas inquietantes sobre la realidad actual de América Latina, como hizo en el reciente prólogo a mi libro sobre el “Bicentenario”: “¿Qué es lo que está pasando en América Latina? ¿En qué queda el apelativo de ‘continente de la esperanza’? ¿Acaso nos resignamos con un pragmatismo de muy corto aliento en medio de la confusión general? ¿Nos limitamos a maniobras de cabotaje sin rumbos ciertos? ¿Volvemos a confiar en ideologías que han demostrado fracasos económicos y devastaciones humanas?” El Papa espera más de la Iglesia en América Latina, de utopías bien realistas que muevan los corazones y la participación de los pueblos como sujetos de nuestras naciones.
¿Occidente debe mirar a la Iglesia latinoamericana?
Ante todo, corrijo la pregunta. América Latina también es Occidente, un Occidente mestizo, empobrecido, sureño. Pero si la pregunta es si Europa debe mirar a la Iglesia latinoamericana, respondo que sí. Recuerdo cuánto se miró a Polonia cuando se produjo la sorpresa de la elección de Karol Wojtyla. Ahora tenemos un Papa que viene de las entrañas de la historia, de la cultura, de la vida de los pueblos y de la Iglesia en América Latina. Es lógico y oportuno que se mire con mayor atención a la realidad latinoamericana para conocer mejor a Jorge Mario Bergoglio y entrar cada vez en mayor comunión afectiva y efectiva con su pontificado. El Papa Francisco ha repetido muchas veces que la Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, que es el documento más importante de su pontificado, tiene una deuda grande con las conclusiones de Aparecida. La lectura de ese documento de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano es necesaria para una mayor y mejor comprensión del actual pontificado. Y eso le hará bien a una Europa que padece tiempos de grave esterilidad: esterilidad demográfica, cultural, política y religiosa. Evitemos, eso sí, todo latinoamericanismo adolescente y “chauvinista”. América Latina también tiene que aprender mucho todavía de Europa. Recuerdo que mi amigo y maestro Alberto Methol Ferré decía, exagerando la cosa para que se comprendiera bien, que “mientras todavía arden las brasas de lo que fue el fuego de la gran tradición cristiana europea, los latinoamericanos recién estamos encendiendo fosforitos”.
El pueblo es una categoría fundamental de la teología y la cultura latinoamericana. Sin embargo, en Europa parece tener una acepción negativa porque remite al concepto de populismo…
Ciertamente, cuando en América Latina se pronuncia la palabra “pueblo”, y cuando lo hace el Papa Francisco, tiene una resonancia fuerte. “Pueblo” no se traduce con el gris estadístico de “población” ni se esfuma con la referencia a la “gente”. Pueblo es memoria compartida de una historia, tradición viva que se expresa en un sustrato cultural y un ethos, fraternidad más allá de la estirpe, banco de trabajo común, ideal de vida buena, destino solidario. Los tiempos más fecundos de la historia son aquellos en los que los pueblos emergen como sujetos de su vida y su destino. La referencia al pueblo es un antídoto contra las pretensiones de las oligarquías económicas, tecnocráticas e ideológicas. ¿Acaso la democracia no es gobierno del pueblo, para el bien común del pueblo? Esta resonancia fuerte en América Latina ha sido combatida y denigrada por los liberales (y neoliberales), que tienden a considerar la sociedad como conjunto de individuos, y por los marxistas doc que lo traducen erróneamente como la lucha de clases. Es muy cierto que hoy en día el individualismo hedonista que difunde la sociedad del consumo y del espectáculo está disgregando la experiencia y la conciencia de ser pueblo, en sociedades fragmentadas en las que los polos siameses son las soledades individualistas y las masificaciones homologadas. La Iglesia es pueblo de Dios que camina en medio de los pueblos. Es misterio de comunión y fraternidad sorprendente que muestra a los pueblos su destino y que los genera y regenera continuamente. Sabemos la importancia que el Papa Francisco da a la “religiosidad popular”, que es precisamente expresión del misterio de Dios inculturada en la historia y la vida de los pueblos. Todo esto nada tiene de “populista”. El Papa Francisco detesta la demagogia clientelar, la facilonería superficial, la sustitución del trabajo por los subsidios y otros aspectos del “populismo”, como lo expresó en su entrevista con el periodista argentino Hernán Reyes, en el libro “Latinoamérica”.
¿Qué peso tienen hoy los católicos en la política y en las instituciones en América Latina?
Es más bien irrelevante. Entendámonos… Los dirigentes políticos y de gobierno, en su gran mayoría, se declaran católicos en América Latina. No dudo que haya entre ellos quienes lo son seriamente y que intentan serlo en su responsabilidad por el bien común. Sin embargo, para la gran mayoría hay en ello cierto homenaje a la tradición, una búsqueda de consensos, un sentimiento genérico. Esto no es un juicio sobre las personas, sino lo que se conoce por sus frutos. Entre la profesión cristiana de muchos y sus comportamientos políticos y opciones legislativas y de gobierno no se advierte una coherencia. A fines de los años ’60 se agotó política y culturalmente la trayectoria de la Democracia Cristiana en América Latina, y en los años ochenta también se desfondaron los “cristianos para el socialismo”. Los católicos han quedado en una diáspora irrelevante, sin rumbo. Y en este sentido ha tenido mucho peso el clericalismo que marca fuertemente a la Iglesia en América Latina, como lo destaca repetidas veces el Papa Francisco. Más allá de las retóricas sobre “la hora de los laicos”, la “promoción del laicado”, etc., muy poco se ha hecho todavía para afrontar lo que el Papa Benedicto XVI y los obispos en Aparecida advertían: “una notable ausencia” de líderes y voces de laicos católicos presentes, con coherencia, en la vida pública de las naciones. Por eso la Comisión Pontificia para América Latina, junto con el CELAM, están llevando adelante iniciativas de diálogo entre pastores y políticos a niveles nacionales y latinoamericanos.
Se prefigura la organización de un Sínodo sobre las mujeres. ¿Qué papel tienen hoy y cuál deberían tener en el gobierno de las sociedades? ¿La Iglesia no está atrasada en esta reflexión?
La Asamblea Plenaria de la Comisión Pontificia para América Latina (6-9 marzo 2018), en la que participaron, junto a cardenales y obispos, unas quince personalidades femeninas de América Latina, fue un acontecimiento de gran libertad, profundidad y belleza. Allí están sus conclusiones y recomendaciones para apreciarlo. Se ha dado seguimiento a cuanto el Papa Francisco no se cansa de destacar: esa “fuerza social y eclesial de las mujeres” que hay que acompañar, sostener, promover y potenciar, a todos los niveles. Hablando a unos 60 obispos latinoamericanos reunidos por el CELAM en Bogotá, dijo que la esperanza en América Latina tiene rostro de mujer. Pesa todavía en la Iglesia un clericalismo que no sabe reconocer y alentar suficientemente esa fuerza y esperanza. Por supuesto que estamos atrasado en afrontar una cuestión que tiene hoy envergadura civilizatoria y que pone en jaque las relaciones entre los sexos, la vida matrimonial y familiar, y todas las instituciones, de en especial modo a la Iglesia.
¿El poder creciente de las sectas evangélicas y de los partidos políticos “moralizadores” pone a dura prueba las democracias latinoamericanas?
Hay que reconocer, ante todo, que una onda larga de corrupción ha arrasado América Latina, sobre todo en ámbitos políticos y empresariales. Es un “cáncer” que quita credibilidad y autoridad a la política, que distorsiona la vida económica y que corrompe el cuerpo social. Corrupción y violencia se desatan y alimentan también por la impresionante difusión del narco-negocio, que es la más rentable “multinacional” latinoamericana. Y todo ello se vive en tejidos sociales fragmentados, marcados por muy profundas e inicuas desigualdades sociales. Lo que resulta muy claro es que en todos los países latinoamericanos la estructura tradicional de la representación política, a través de los partidos, está totalmente resquebrajada. En tales condiciones, se está corriendo incluso el riesgo de que el poder judicial sustituya la política. Ya en la actualidad están emergiendo – pero eso se incrementará seguramente en los próximos años, y con mayor claridad – nuevas formas y movimientos políticos, favorecido también por el impacto de la “revolución de las comunicaciones”. Entre ellos han surgido – como plantea la pregunta – algunos partidos que se presentan como “moralizadores”. ¡Que ética y política vayan de la mano es necesidad sentida! Sin embargo, hay que estar atentos sobre qué tipo de “moralización” se pretende. El papel de inquisidores puede generar reacciones instintivas entre quienes se indignan siempre por el actuar de “los otros” pero no revisan sus propias responsabilidades. Además, la auténtica moralidad en la política en América Latina requiere, sí, no robar, no confundir intereses públicos con privados, pero tiene que animar políticas que afronten desigualdades sociales escandalosas en pos de una mayor equidad, que afronten las famosas tres “T” que plantea el Papa Francisco: techo, tierra y trabajo para todos.
La lucha de las iglesias neo-pentecostales en América Latina es una lucha por los pobres, pero también una lucha por el consenso político. ¿Su éxito no se debe también a la falta de capacidad de la Iglesia Católica para responder a las necesidades de millones de personas que buscan apoyo en un mundo cada vez más frustrante y aparentemente sin futuro?
Lamentablemente, no tenemos buenos estudios estadísticos sobre la realidad religiosa de los pueblos latinoamericanos. Tenemos la impresión de que la pujante difusión y proliferación de las comunidades evangélicas y neo-pentecostales en las últimas décadas del siglo XX se ha ido sedimentando pero a la vez ha ido perdiendo fuerza expansiva. También va quedando atrás el intercambio de acusaciones: las de los “evangélicos” sobre la superstición y sincretismo del “barniz católico” de los pueblos latinoamericanos y la de los católicos sobre los evangélicos como sectas del imperialismo religioso. Fue el cardenal Bergoglio quien, en Buenos Aires, inició un proceso de amistad y oración con los pastores más serios de comunidades evangélicas y neo-pentecostales. Aparecida no las llamó más “sectas”, aunque las haya dentro de esa proliferación. Ese diálogo ha ido cobrando cuerpo en otras Iglesias, aunque sigan existiendo todavía muchas situaciones de conflicto abierto. Ello no obsta para que desde la Iglesia católica se advierta con preocupación crítica la “teología de la prosperidad” que anima a muchas de estas comunidades, aunque en no pocas de ellas – ¡hay que reconocerlo! – las personas se “convierten” a una seria responsabilidad en la vida matrimonial y familiar y a una disciplina de trabajo. Pero por sobre todo la Iglesia católica está llamada a una profunda revisión de vida: ¿cómo es que muchos millones de católicos, por lo general muy poco activos, han migrado a las comunidades evangélicas y neo-pentecostales y participan con fervor en sus actividades? ¿Cuáles son las necesidades de la vida de las personas a las que no han dado adecuada y satisfactoria respuesta las comunidades católicas? ¿Qué ha faltado en nuestras comunidades, en el sentido de pertenencia y acogida, en los itinerarios de discipulado, en la solidaridad evangélica con todas las dimensiones de la vida de las personas? ¿Y cuán ausente ha estado la implantación “física” de la Iglesia Católica en las enormes y sufridas periferias sub-urbanas y en ámbitos rurales, donde se han instalado con rapidez y flexibilidad las capillas y templos “evangélicos”? ¿Cómo hemos descuidado la dimensión religiosa y el patrimonio de fe de nuestros pueblos reduciendo la predicación a términos sociologizantes, para advertir después que, no obstante la declamada opción por los pobres, han sido millones los pobres que han dejado nuestras comunidades? Hay que hacerse a fondo éstas y otras preguntas. Todo esto está implicado en la “conversión pastoral y misionera”, en el servicio a nuestros pueblos.
¿Cuán decisivos han sido los abusos sexuales en la Iglesia Católica en la erosión de su poder?
Esos crímenes sacrílegos han tenido un costo tremendo para la credibilidad de la Iglesia. Nuestro pueblo sabe ser indulgente con debilidades y caídas de sus pastores. ¡Pero no con esos crímenes, que son atroces! Basta ver lo que ha significado para la Iglesia en Chile, llamada hoy a un tiempo penitencial de oración.
A la luz del pontificado sorprendente del Papa Francisco, ¿el tema de la frontera podrá ser objeto de un Sínodo?
Así me lo planteó una periodista mexicana. Y me pareció tremendamente sugestivo. Pero vayamos por orden: todavía no se realizó el Sínodo sobre los jóvenes y ya estamos hablando de dos temas más, como las “mujeres” y las “fronteras”. No pequemos por exceso de imaginación…
*La versión original de la entrevista fue realizada por Paola Rolletta para “Il Faro di Roma”. Publicada por el portal de la Pontificia Comisión para América Latina