Algo nuevo e inesperado ha ocurrido, ocurre y seguirá ocurriendo en Nicaragua, donde cinco días de protestas contra el gobierno del presidente Daniel Ortega, de más de setenta años, y su mujer Rosario Murillo (67 años), vicepresidente y mujer muy poderosa en el país, han dejado un saldo de no menos de 30 muertos, entre ellos un periodista, un policía, numerosos estudiantes adolescentes y trabajadores. Los heridos llegan casi a cien y hasta el momento hay 43 personas cuyos familiares no saben dónde se encuentran. Entre tanto las autoridades, cautelosas o distraídas, tampoco saben qué decir sobre esas momentáneas “desapariciones”. Hace pocas horas Daniel Ortega dirigió un discurso a la nación para anunciar que la discutible reforma de la Seguridad Social había sido anulada y aceptó dialogar en forma abierta, sin prejuicios, con todos. La Confederación de empresarios, por el momento, respondió con un seco “no”. Otros sectores de la oposición se pronunciarán en las próximas horas. Entre tanto, para Daniel Ortega y su dinastía familiar se abre un precipicio bastante insidioso. Los analistas y observadores de la vida nicaragüense lo decían desde hace tiempo: tarde o temprano tenía que ocurrir.
En los 11 años que lleva en el poder, Ortega nunca había afrontado una crisis social y política de esta envergadura. Una crisis sobre la cual el Papa Francisco dijo el domingo al terminar el Regina Coeli: “Estoy preocupado por cuanto está sucediendo en estos días en Nicaragua, donde, tras una protesta social, se han producido enfrentamientos que han causado algunas víctimas. Manifiesto mi cercanía en la oración a ese amado país y me uno a los obispos en el llamamiento a que cese toda violencia, se evite un inútil derramamiento de sangre y las cuestiones abiertas se resuelvan pacíficamente y con sentido de responsabilidad”.
Las causas y las dinámicas inmediatas de estas protestas en las principales ciudades del país (Managua, Masaya, León, Sebaco, Bluefields) parecen bastante claras, pero en realidad han sido el “factor detonante” de una crisis oculta que se arrastra desde hace mucho tiempo, concretamente desde el mismo día en que Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo se hicieron elegir de manera no del todo transparente (2016). Ortega, lo mismo que en su primer período presidencial inmediatamente después del triunfo sandinista que terminó con la dictadura de los Somoza, no ha resuelto el problema fundamental que tiene el país: la pobreza endémica, crónica, aparentemente sin solución. Hubo algunas mejoras, pero hoy el 30% de los nicaragüenses vive en una situación grave de pobreza y casi el 7% en situación de pobreza extrema, según los datos del Banco Mundial. Las cifras oficiales de Managua, en cambio, hablan de un 24,9 y un 6,9 por ciento respectivamente. El 42% de la población, 1,4 millones de habitantes, no está en condiciones de comprar los 23 productos básicos que requiere una alimentación mínima y adecuada desde el punto de vista calórico. Encontrar trabajo, especialmente para los jóvenes, resulta casi imposible, y la educación pública, que en un tiempo era la flor en el ojal del régimen, está desmantelada por falta de recursos. Gobierno y medios de comunicación, instituciones y sistema educativo, universidad y realidades culturales, son ámbitos perennemente empeñados en una campaña ideológica contra los enemigos internos y externos, y someten al país a una borrachera de verborragia revolucionaria que resulta nauseabunda para los que diariamente sufren hambre. Que son muchos.
Y a esta realidad socioeconómica, política y cultural, sometida o atemorizada, la familia Ortega – que ha perdido todo prestigio y crédito por los abusos de poder, escándalos, gestos arrogantes y groseras manipulaciones de la verdad y de la información – impone desde lo alto una reforma del sistema de seguridad social completamente insensata, porque evidentemente nadie puede sostenerla. El lunes pasado el gobierno de Daniel Ortega anunció un incremento de las tasas de aportes que los trabajadores debían pagar para su futura pensión. Concretamente, los empleados debían aumentar dicho aporte del 6,25 al 7% de su salario y los empleadores del 19 al 22,5%. También los pensionados debían contribuir a refinanciar el sistema en crisis con el 5% del monto que reciben. En el país, las personas mayores de 65 años son el 5,12% de la población, las que tienen entre 15 y 24 años son el 22%, y la gran mayoría se ubica entre los 25 y los 54 años (39,42%).
Hoy el país está paralizado y fuertemente militarizado, sin inversiones del exterior, sin perspectivas a mediano y largo plazo, y todos tratan de “sobrevivir” a la espera de que algo ocurra, tal vez “una rebelión contra esta gerontocracia familiar y corrupta”, como decía unos días atrás un estudio sobre la realidad de la pequeña y pobrísima nación sudamericana.
Ahora el matrimonio presidencial parece preocupado y el tono y las palabras del Presidente y de la Vicepresidente son suaves, abiertos, medidos. Ambos llamaron al diálogo y saludaron las palabras del Papa, quien pidió enfáticamente ese diálogo. El general retirado Humberto Ortega, hermano del Presidente, solicitó al cardenal Leopoldo Brenes y al Nuncio, monseñor Waldemar Stanislaw Sommertag, que fueran los garantes de este diálogo. Todos, sin confesarlo abiertamente, temen que se genere un fenómeno sociopolítico semejante al que devasta Venezuela desde hace más de seis años. Tal vez fue precisamente ese fantasma el que hizo cambiar de ruta a Ortega y Murillo, que conocen bien la situación de Nicolás Maduro en Caracas. El miércoles y el jueves ambos se habían referido a la crisis en un tono muy diferente, con las mismas consabidas palabras gastadas y polvorientas de siempre, acusando a fuerzas extranjeras no identificadas, bandas criminales asociadas con grupos mafiosos, matones y vándalos marginales, etc., etc. En estas horas las Fuerzas Armadas difundieron un comunicado donde aseguran su respeto de la Constitución y de las leyes y manifiestan que están decididos a garantizar la protección y seguridad de todas las entidades y objetivos estratégicos vitales para el funcionamiento del país.
La verdad sobre esta crisis, que podría encontrar una momentánea “solución pacífica” pero que tarde o temprano va a estallar, hay que buscarla en el gobierno del Frente Sandinista de Liberación Nacional, liderado por Ortega y Murillo. La autoridad y el prestigio del partido en el poder hace ya mucho tiempo que se encuentra en caída libre. La única realidad dinámica que queda de esta experiencia es la Juventud Sandinista, y en los últimos días ha revelado un rostro terrible, porque estos “jóvenes patriotas” se hicieron cargo de reprimir personalmente, en nombre del Estado, a los disidentes y manifestantes contrarios al gobierno.
Es sabido que el Sandinismo de los comienzos, herencia del general Augusto César Sandino (1895-1934), el de la insurrección armada del pueblo contra las dictaduras de la dinastía Somoza, ha quedado reducido a escombros. Hoy no es más que una triste etiqueta para camuflar las ambiciones de poder de un grupo dirigente obsoleto, conservador, verborrágico e ineficiente. Su capacidad de “contención” de la turbulencia oculta de la sociedad nicaragüense no puede durar mucho. Tarde o temprano saltará el “tapón Ortega-Murillo”.