En la carta del Papa Francisco a los obispos chilenos, reunidos en su 115ª Asamblea Plenaria en la localidad de Punta de Tralca, cerca de la ciudad capital Santiago, dice: «En lo que me toca, reconozco y así quiero que lo transmitan fielmente, que he incurrido en graves equivocaciones de valoración y percepción de la situación, especialmente por falta de información veraz y equilibrada».
Esta es una de las claves para comprender la carta del Papa, para comprender toda la situación chilena de los últimos años y sobre todo del período – decisivo – comprendido entre el 2 de junio de 2017 hasta enero de 2018, vale decir, desde que Francisco recibió por primera vez una carta oficial del gobierno chileno de la señora M. Bachelet que lo invitaba al país y la Visita concreta entre el 18 y el 22 de enero pasado. Es un período breve pero intenso, cuando se decantan y quedan en claro los principales elementos y componentes de la declinación de la Iglesia chilena, gradual pero irrefrenable, que comenzó en la década del ’70 y continúa hasta la actualidad.
A partir de esa carta oficial del gobierno de Santiago comienza efectivamente la “preparación” del viaje y se empieza a completar el mapa actualizado de la Iglesia chilena, cuya situación era conocida desde hace años, sobre todo en el Vaticano. Pero ese mapa debía ser actualizado ante las nuevas circunstancias, el Papa en Chile, incorporando todos los análisis y consideraciones necesarias para que la peregrinación contara con raíces pastorales, religiosas, sociales, eclesiales y políticas sólidas, que permitieran asegurar el “éxito” pastoral, de imagen y de contenidos de la misma.
Al Papa, y a determinadas autoridades del Vaticano, le llegaron toneladas de información, y toneladas de información fueron solicitadas de manera específica. El mismo Pontífice mantuvo dos encuentros a puertas cerradas con el Episcopado chileno durante la visita ad Limina, el 20 y el 23 de febrero de 2017. Fueron en total 6 horas de encuentro, evento bastante insólito e inédito desde hace muchos años. Posteriormente, el 16 de enero Francisco volvió a estar con los obispos en Santiago de Chile, en la sacristía de la Catedral, y les dirigió un discurso no demasiado exigente, evitando tocar las grandes cuestiones que en esta nación han roto hace mucho tiempo la comunión eclesial.
Ahora, según la invitación que transmite la carta publicada ayer, probablemente la tercera semana de mayo habrá un cuarto encuentro del Pontífice con todos los obispos chilenos. Y este es otro hecho inédito, más aún, sorprendente: un Papa que se encuentra con todos los obispos de un Episcopado Nacional 4 veces en 15 meses.
A esta altura muchos se preguntan, sobre todo en Chile, a qué se refiere el Papa Francisco cuando dice: «he incurrido en graves equivocaciones de valoración y percepción de la situación, especialmente por falta de información veraz y equilibrada». Se puede suponer, por el contexto de la carta y por lo que se puede leer entre líneas, que esta “información no veraz ni equilibrada” corresponde a todo el caso Karadima y sus derivaciones, incluyendo los 4 obispos que salieron de la confraternidad del sacerdote procesado y condenado, especialmente Barros. Y seguramente también se refiere a la manera como fue relatado, ilustrado y tal vez documentado para el Papa, de manera poco seria y sincera, el impacto de toda esta historia en el clima de preparación de su Visita y posteriormente en el desarrollo de la Visita misma, muy poco acompañada por el aparato mediático de la Iglesia chilena y del mismo Vaticano (Secretaría de comunicación y Sala de prensa), totalmente impreparados para la delicadeza casi trágica del evento.
Entonces, quiénes son los responsables de lo que el Santo Padre describe como “falta de información veraz y equilibrada”.
Son varias personas, sobre todo en Chile pero no solo allí. Las que desde el principio resultan más evidentes son tres, y todas ellas de grueso calibre y relevancia. El primero es Mons. Ivo Scapolo, Nuncio apostólico en Chile desde 2011 y que ya unos años atrás declaraba ser abiertamente contrario a una Visita del Papa porque se hubiera considerado un apoyo al gobierno de la señora Bachelet que él definía, ante un diplomático chileno con el cual hablaba de esa posibilidad, como “una persona de izquierda, atea y abortista”.
Luego tendrá que dar muchas respuestas y aclarar diversas cuestiones de estos últimos 25 años el arzobispo emérito de Santiago, el cardenal Francisco Javier Errázuriz, de 84 años, el miembro más anciano del Consejo de 9 cardenales (C9), gran defensor del padre Fernando Karadima, al que definió como “santo”, y que siempre hizo todo lo posible, incluso durante la visita del Papa, para desacreditar a las víctimas del grupo Karadima.
Por último, el actual arzobispo de Santiago, el cardenal Ricardo Ezzati, persona muy subordinada al autoritarismo de su predecesor. Tendrá que dar numerosas respuestas a preguntas inevitables y aclarar muchas situaciones en las cuales su rol ha sido como mínimo sospechoso. Obviamente estos tres prelados no son los únicos responsables. Hay otros, pero ellos tres, a diferencia de todos los demás, fueron los informantes más cercanos y constantes del Papa desde el día mismo de su elección, hace cinco años. A ellos les corresponde la mayor parte de la responsabilidad en este caso.
A partir de aquí, si hay voluntad, habría que remontarse a fines de la década del ’70, cuando la Iglesia chilena, por influencias externas, empezó a cambiar de piel porque se la consideraba demasiado creativa, libre, dinámica e influyente en la región latinoamericana. Fueron los años en los cuales se decidió que era urgente la “normalización” de las iglesias particulares de América Latina, para adecuar su vida, su pastoral, a los intereses geopolíticos de la guerra fría que se desarrollaba en el corazón de Europa. Pero esa es otra cuestión.