¿Cómo empacaron la maleta? Es una pregunta difícil que solamente dos veces me atreví a hacer. Y que me persigue aún hoy, de regreso de la frontera. Tres días recorriendo calles y albergues, hablando con desterrados que pagan el costo de un modelo fracasado. Y estuve varias horas de pie en el puente internacional Simón Bolívar, en silencio, viendo pasar uno a uno jóvenes, niños, viejos, minusválidos y mujeres con bebés en los brazos.
Tengo fotos, inclusive, de un perro que camina al lado de su amo y otra más de un hombre, de unos 30 años, empujando un maletón azul coronado por un Bob Esponja desgonzado, boca abajo, agotado por este camino largo que no parece tener vuelta atrás. Maletas a reventar de las que asoman osos, cuando son de niños; botellas de agua y ropa, si son de los mayores. De todos los colores, pintas y materiales, de las que cuelgan talegos plásticos y más cosas de ese racimo ecléctico con el que cada quien recrea su pasado.
Me recuerda en algo el arte de la cubana Sandra Ramos y sus maletas que llevan imágenes y nostalgias de la diáspora de la isla, de las migraciones y el desplazamiento por las razones de fuerza que sean, económicas, armadas, políticas, raciales, religiosas. Claro, los cubanos son expertos en despedidas, pero hasta ahora no había sido así para los venezolanos, acostumbrados más bien a recibir y acoger, como me consta.
Consulté manuales que enseñan a empacar según el viaje. Pero nada dicen del que emprenden los refugiados, los desplazados, los que se ven obligados a dejar su vida, su casa, sus referentes y afectos, sus muertos. No existen a pesar de que hoy el mundo tiene el mayor número de desarraigados por cuenta del conflicto o la persecución: 65,6 millones, según los datos oficiales de Acnur publicados el año pasado.
Y seguramente no existen esos manuales “para hacer maleta” porque hay una diferencia importante, en la que además coinciden las personas con las que he hablado en estos años y a las que me acerqué para hacer un reportaje: es la maleta del “no sé cuándo regresaré”, del “quién sabe si volveré”, del “no sé qué me depara este tiempo”, los próximos meses o años. Es muy diferente la maleta de ida y vuelta de la del improbable retorno.
Las cifras del drama en la frontera con Colombia se conocen de sobra. Pero una crisis humanitaria nunca alcanza a ser comprendida en toda su dimensión. Si no hemos sido capaces de entender y detener el desplazamiento interno colombiano (atención a la película Ciro & Yo ), me pregunto si podremos comprender la situación en la que se encuentran los miles de venezolanos –que ya suman unos tres millones- que han dado el paso de dejar su tierra para aventurarse a una vida aquí o en otros países.
A veces ver la viga en el ojo ajeno puede servir para ver la cantidad de paja que nos echamos ante nuestros propios ojos: ¿no nos dice nada el hecho de que Colombia tenga el número de desplazados internos más alto del continente –y el segundo del mundo después de Siria- y hoy Venezuela sea el país de América con la diáspora más grande, con el mayor número de personas desarraigadas, en busca de refugio?
Es evidente que hay algo que no hemos hecho bien a ambos lados de la frontera. Pienso en las maletas que muchos -aquí y allá- empacan en este instante.