Cuando era joven me entusiasmaba leer la vida de los santos y la vida de los Padres capuchinos heroicos. Especialmente he leído mucho sobre la vida del padre Leopoldo Mandic’, conocido como san Leopoldo de Castelnuovo, el nombre del pueblo serbio donde nació. Entró a un seminario de los frailes capuchinos del Norte de Italia, en Bassano del Grappa. A los veinticuatro años fue ordenado sacerdote y a partir de ese momento, primero en Venecia y después en Bassano, Thiene y Padua desde 1909, se dedicó solo a atender el sacramento de la penitencia. Todos los días, hasta su muerte en julio de 1942. Cuentan los testimonios y refieren los biógrafos que la tarde antes de morir ¡confesó sin descansar cerca de cincuenta personas!, la última a medianoche, y después se fue a su cama, de la que no volvió a levantarse. Durante dos días una multitud ininterrumpida pasó por el convento de los capuchinos para rendir homenaje al cuerpo del confesor, al que ya muchas personas consideraban santo.
A través de estas lecturas me iba identificando con su manera de actuar en el confesonario, sus pensamientos, su lucha cotidiana contra el mal, su compromiso por la unidad de los cristianos en la Iglesia, cosa que para él era muy importante. Era su idea fija: ofrecer su vida para que los eslavos, su pueblo, volvieran a la Iglesia Católica. Lo consideraba una especie de misión.
«Sin ninguna duda» decía, «los orientales volverán a unirse a la Iglesia de Roma gracias a los méritos y oraciones de María, de la que son tan devotos». Esa búsqueda de la unidad, la conciencia del valor que tiene para el testimonio de la Iglesia en el mundo, era una dimensión profunda en él. Se ofrecía como víctima por los hermanos orientales con la intención de que volvieran a la unidad con Roma. Para que se cumpliera la oración de Jesús en Juan 10,16: «Tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño y un solo pastor». Por eso aprendió varias lenguas eslavas, el latín, el serbio y el griego moderno. Quería vivir en Oriente y reiteradamente pidió a sus superiores que lo enviaran. Pero la fragilidad de su salud era un gran impedimento: sufría de artritis reumatoide y un cáncer en el esófago que le produjo la muerte.
Durante treinta años pasó entre diez y quince horas por día encerrado en su celda-confesonario, escuchando y perdonando a legiones de pecadores en nombre de Dios misericordioso. Era demasiado, incluso para algunos de sus hermanos, que hablaban de él como «un confesor ignorante, demasiado manga ancha, que absolvía a todos sin mucho discernimiento». Uno en particular lo llamaba «fraile absuelvetodo», y no era un elogio.
Pero era el más solicitado. La gente lo buscaba a él, elegía confesarse con él si había varios confesores al mismo tiempo o lo esperaban si todavía no había llegado.
Yo leía sobre su vida, leía sobre su humildad, sobre su abandono en las manos de Dios por su enfermedad, y leía que repartía misericordia a manos llenas, a baldazos, como recomienda el Papa Francisco. San Leopoldo Mandic repetía que «la misericordia de Dios supera cualquier expectativa nuestra». Estaba convencido – y lo decía – de que Dios prefiere «el defecto que lleva a la humillación antes que la perfección orgullosa» que convence falsamente a la persona de que es irreprensible y anula el deseo de convertirse. Eso me impresionaba, me impresionaba como un ideal para el futuro, para mi futuro. Sembrar bondad, misericordia, amor.
Estuve en el lugar donde vivió el padre Leopoldo, en el convento de Santa Cruz, en Padua. En esa época todavía era beato, entonces debía ser después de 1976, porque Pablo VI lo beatificó ese año y Juan Pablo II lo canonizó en 1983. Sus restos mortales se trasladaron a la basílica de San Pedro porque el Papa Francisco quiso que fuera testigo – junto con san Pío de Pietralcina – del Jubileo extraordinario de la misericordia. En la homilía de la beatificación de fray Mandic, Pablo VI puso de relieve que «la nota peculiar de su heroicidad y de su virtud carismática fue – ¿quién no lo sabe? – su ministerio de escuchar confesiones». Y lo puso como ejemplo para toda la Iglesia como «figura singular de ministro de la gracia sacramental de la penitencia».
En la homilía de la canonización del padre Leopoldo, el Papa Juan Pablo II evocó algunas de sus frases y puso de relieve su perfil de confesor ejemplar: «Precisamente allí reside su grandeza. En saber desaparecer para ceder el puesto al verdadero Pastor de las almas. Solía definir su misión diciendo: “Ocultemos todo, aun lo que puede parecer don de Dios; no sea que se manipule. ¡Sólo a Dios honor y gloria! Si fuera posible, deberíamos pasar por la tierra como una sombra que no deja rastro”. Y al que le preguntaba cómo hacía para vivir de esa manera, respondía: “¡Es mi vida!”».
En el convento de Padua vi el confesonario, su hábito, el reclinatorio, el lugar donde vivía. Todo me parecía cargado de significado. Todo reflejaba humildad y misericordia. También me confirmaron que algunos no estaban de acuerdo con su manera de confesar, por lo que ya dije. Como muestra uno de sus biógrafos, reproduciendo sus propias palabras: «Dicen que soy demasiado bueno; pero si alguien viene para arrodillarse delante de mí, ¿no es prueba suficiente de que implora el perdón de Dios?». «¿Ves, entonces – le decía a un hermano -, que Él nos ha dado el ejemplo? Nosotros no hemos tenido que morir por las almas, sino que fue Él quien derramó su sangre divina. Debemos tratar a las almas como nos ha enseñado Él con su ejemplo».
En el convento de Mandic había un pozo donde la gente arrojaba monedas, supongo que era una ofrenda de agradecimiento para fray Leopoldo, pero no estoy seguro.
También estuve varios días con el padre Pío, en el convento de San Giovanni Rotondo. Fue en 1961, algunos años antes de su muerte en 1968. En San Giovanni Rotondo participaba en la vida de la comunidad y comía en el refectorio con los frailes capuchinos. En realidad el padre Pío comía muy poco. Recuerdo que un día se levantó y empezó a hablar con intensidad; estaba enojado por la situación social que se vivía en aquel momento. Tenía un temperamento fuerte, pero en la confesión era muy amable. Es cierto que también podía ser un poco áspero, como escribe una persona que lo conocía de cerca, «Sucedía también que alguno fuese tratado mal, con brusquedad, pero en cada gesto del padre Pío, en cada palabra suya, había siempre un fondo de humana y mística comprensión para los pecadores. Él amaba a la humanidad y sus interminables oraciones se dirigían a Dios por los demás, sus sufrimientos eran un continuo holocausto por el bien de los hombres». .
Lo observé mucho, observé su actitud de sufrimiento, de dolor, pero a la distancia porque lo cuidaban mucho, estaban muy atentos a que nadie se le acercara. Sin embargo durante la misa, como me encontraba en una posición un poco elevada, podía ver su expresión de sufrimiento. Al atardecer escuchaba sus lamentos de dolor, era como un gemido. Y también cuando estaba solo, con la capucha ocultándole la cabeza, gemía y rezaba. A la noche escuchaba ese gemido, cuando él se retiraba a su celda.
Le pedí a la persona que lo cuidaba que me concediera unos minutos para confesarme. El padre Pío me recibió muy bien, muy brevemente, porque no acostumbraba a prolongar mucho la confesión; le bastaban pocas palabras pero muy oportunas, verdaderas, capaces de identificar inmediatamente lo que su interlocutor necesitaba. Sabía leer en el alma de la persona que tenía delante. «Su legendaria capacidad de introspección dejaba desconcertados a los que se le avecinaban con la intención de esconder algo grave, limitándose a relatos y acusaciones parciales» . Era como si leyera dentro de ellos. Veía sus almas.
Hubo también sacerdotes de otras congregaciones que atrajeron mi atención como confesores. El padre Vittorio Bresciani, de la comunidad de don Orione, era realmente un hombre de Dios, un sacerdote italiano que pasó su vida como misionero en Argentina sin separarse jamás del confesonario. Vivió en el Cottolengo de General Lagos, al sur de Gobernador Gálvez, sobre la ruta a Buenos Aires. Yo iba allí a descansar los lunes y me confesaba con él y después él, a su vez – cosa que no me gustaba mucho – se confesaba conmigo. Era tan amable que tenía siempre una habitación preparada a mi disposición.
Una vez desbordó un río sobre la ruta por la que estaba viajando y no pude continuar. Como estaba cerca del Cottolengo, fui a pedir ayuda. El padre Vittorio me recibió y me dio hospitalidad como hacía siempre. Sentía ese lugar como si fuera mi casa y muchas veces comíamos juntos. Veía cómo trataba a los pequeños enfermos del Cottolengo y cuánta confianza le demostraban ellos. Iba mucha gente a buscarlo y pasaba horas confesando también en la parroquia de San Enrique. A los setenta y cuatro años decidió volver a Italia, dedicándose exclusivamente a la confesión.
Para mí fue un ejemplo, un modelo que siempre recuerdo con mucho afecto y admiración.
*Del padre LUIS DRI, con Andrea Tornielli y Alver Metalli, Prefacio del Papa Francisco, No tengan miedo de perdonar, Editorial San Pablo, Buenos Aires, julio de 2017