En las primeras horas de la mañana, el pueblo de Las Claritas cambia de rostro. Cientos de mineros cargados con picos y bateas caminan cabizbajos por las carreteras para subir al primer vehículo que los lleve hacia las minas ilegales que se encuentran en las afueras. Algunos de estos mineros improvisados que se arremolinan en torno a coches ruidosos y niños que venden combustible de contrabando, llegan desesperados de los centros urbanos de Venezuela. Pero la mayoría de esos mineros pobres y harapientos son indígenas de la región. Aquí, donde confluye esa multitud que intenta ganarse la vida y dar de comer a sus hambrientas familias, no hay solo minas, sino también extorsión, contrabando, burdeles y enfermedades de todo tipo.
Las Claritas se encuentra en el centro del estado de Bolívar y es parte de una amplia región destinada por el presidente venezolano Nicolás Maduro en 2016 para grandes operaciones mineras: el proyecto denominado Arco Minero. Actualmente la mayor parte de ese proyecto no está controlado por empresas mineras transnacionales que participan en operaciones público-privadas, como había prometido Maduro, sino por grupos armados ilegales a los que llaman “pranes”.
El Arco Minero se extiende en forma de medialuna de este a oeste, abarcando una superficie de 112.000 kilómetros cuadrados situados al sur del río Orinoco y en la Amazonía venezolana. La mayor parte de mano de obra proviene de 198 comunidades indígenas cuyos miembros, sobre todo los pequeños agricultores, se han visto empujados a abandonar su estilo de vida tradicional para incorporarse a la actividad minera debido a la abrumadora tasa de inflación y el constante incremento del costo de vida local que acarreó la minería. Los hombres trabajan en las explotaciones de oro, coltán y diamante, y las mujeres también lo hacen en las minas, pero sobre todo preparando y vendiendo comida, limpiando alojamientos o trabajando como prostitutas.
Alexander Luzardo, doctor en Derecho ambiental, estuvo a cargo de redactar la legislación de protección ambiental de la actual Constitución venezolana. Hoy Luzardo no oculta su preocupación por la manera como el estado está llevando a cabo una “domesticación” de los líderes indígenas para favorecer los emprendimientos mineros, legales o no, sin hacerlos participar realmente en el desarrollo que suponen las minas en sus territorios. Lo más grave es que las comunidades indígenas involucradas en el Arco Minero no han sido consultadas ni se respetó su derecho al consentimiento libre, previo e informado, sobre los proyectos de minería en sus territorios. Esos territorios en este momento se encuentran prácticamente militarizados, lo que siempre supone la amenaza de coacción. Brian Clark, líder indígena de Jabochirima, una comunidad cerca de Las Claritas, es testigo de la manera como el ejército participa de la supervisión de muchas minas y realiza casi todo el trabajo de trasladar el oro de contrabando de Venezuela a otros países. Hay armas por todas partes y la situación general conlleva la curiosa coexistencia del ejército con bandas armadas, la Guardia Nacional y los servicios de inteligencia que aportan el personal para los numerosos controles de carretera.
Por otra parte, las zonas mineras establecidas por Maduro se superponen con reservas ambientales y territorios indígenas protegidos legalmente. Luzardo es consciente – y lo declara abiertamente – que la extracción minera provoca daños irreparables en la cuenca del río Orinoco y sus ecosistemas. El Orinoco es el tercer río más grande del mundo en volumen de agua y es fundamental no solo para la biodiversidad de la región sino para las muchas comunidades indígenas que construyen su vida alrededor del río y la impresionante red de afluentes que lo alimentan.
El mismo destino parece estar corriendo el estado venezolano de Amazonas, que junto con el de Bolívar es el epicentro de la actividad minera ilegal. Según Liborio Guarulla, gobernador saliente del estado de Amazonas e indígena él mismo, la región ya ha sido invadida por cerca de 12.000 mineros ilegales. Aunque Amazonas está fuera del Arco Minero, el problema allí no ha hecho más que empezar, porque en el estado de Bolívar las grandes empresas y el ejército compiten para ocupar las áreas más ricas en minerales, expulsando por la fuerza a los pequeños mineros artesanales.
El geólogo Héctor Escandell García es el ex director del Ministerio del Ambiente de Amazonas y actualmente trabaja para el Vicariato de Amazonas, que tiene una repartición de derechos humanos para proteger a las comunidades indígenas. Escandell sospecha que el objetivo del gobierno federal es justificar con el tiempo la minería comercial a gran escala como una alternativa legal aceptable a la ilegal, a la que culpará de la degradación ambiental pasada y actual. La degradación humana y ambiental provocada por la pequeña minería ilegal se usaría para allanar el camino a megaproyectos mineros más destructivos. “Limpias el terreno, cortas árboles, depuras la población: los indígenas y agricultores serán desplazados o integrados”, cuenta. “Así creas las condiciones para la minería a gran escala”. Liborio Guarulla usa una palabra cruda, “etnocidio”, la deliberada y sistemática destrucción de una cultura o de un grupo étnico llevada a cabo por fuerzas exteriores. El líder político indígena explica que ya hay 20 comunidades indígenas que han sido absorbidas y disueltas por la minería, pero teme que este sea solo el comienzo. Porque el boom de la minería recién empieza.