Los pandilleros en las esquinas del barrio con el cuchillo de carnicero escondido debajo de la camisa, pidiendo monedas a cambio de no tasajearlo como a una res en el matadero. Su padre diciendo que no tenía dinero para pagarle los estudios universitarios. El viaje clandestino que emprendió jovencísimo –tenía 16 años- desde la frontera de su país, el más enano de Centroamérica, a la de otro país mucho más grande cuya existencia conocía gracias a las películas de pistoleros bronceados que acribillan vietnamitas para salvar al mundo. Durante 18 años Félix González, salvadoreño residente en Worcester, Massachusetts, Estados Unidos, bloqueó esos recuerdos. Ahora volvieron a surgir.
El pasado 8 de enero la administración de Donald Trump anunció el fin del Estatus de Protección Temporal (TPS) para 195 mil salvadoreños. Él es uno de los afectados.
El TPS para los salvadoreños tuvo una historia larga. Formalmente inició en 1991 para proteger a los miles de refugiados que huían de la guerra entre el Estado y la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Al año siguiente, con la firma de los Acuerdos de Paz y la conversión de los otrora insurgentes en políticos, ese programa acabó. Después de los terremotos de enero y febrero de 2001, en los que murieron 944 personas y casi 300 mil viviendas fueron destruidas, el gobierno de George W. Bush aceptó reactivarlo a petición del fallecido expresidente Francisco Flores. Eso sí: solo podían aplicar los migrantes indocumentados que habían pisado suelo estadunidense antes de ocurrida la catástrofe que sumió en un profundo caos al país más pequeño al sur del Río Bravo. Desde entonces y hasta el 8 de enero los sucesivos gobiernos estadounidenses –-Bush en ocho ocasiones y Barack Obama en seis– lo renovaron, principalmente basados en los argumentos que llevaron a reiniciarlo y que John Ashcroft, fiscal general norteamericano, resumió el 9 de julio de 2002: “Aunque El Salvador continúa progresando hacia la recuperación, el desastre hace difícil que el país pueda gestionar adecuadamente el regreso de sus ciudadanos”. Dijo, además, que era la prueba de que Estados Unidos estaba dispuesto a ayudar a los salvadoreños “en esta hora de necesidad”. En la primera inscripción se enlistaron 260 mil. En los años siguientes el número descendió hasta llegar a los 195 mil beneficiados. En esos años, desde el norte llegaban para los más pobres unos dos mil millones de dólares en remesas.
El 9 de julio de 2003 llegó la siguiente prórroga. La firmó Tom Ridge, que entonces era Secretario de Seguridad Interior. Fue de 18 meses y venció el 9 de marzo de 2005. Pero esa época de renovaciones se terminó. Simplemente quedó para la historia. González y 195 mil salvadoreños más tienen hasta el 9 de septiembre de 2019 para irse por su cuenta del país en el que vivieron en los últimos 16 años o luchar para que el Congreso apruebe una ley permanente que sustituya el TPS y los salve de la tan temida deportación. A El Salvador tampoco le convienen deportaciones masivas ni persecuciones contra los salvadoreños, que en la actualidad aportan casi cinco mil millones de dólares en remesas; es decir, el 17% del Producto Interno Bruto (PIB) en el año 2016.
Ir a Catar, una alternativa. El 8 de enero Hugo Martínez, ministro de Relaciones Exteriores, confirmó que el Estado salvadoreño moverá todos sus hilos y recurrirá a todas las vías legales existentes para llenar el vacío del TPS. Porque tampoco le conviene que casi 200 mil “tepesianos” –como se llaman a sí mismos los beneficiarios del extinto programa– lleguen en masa a un país que no puede garantizarles seguridad, oportunidades laborales ni un espacio para que puedan emprender sus propios negocios. De las espinosas condiciones es igualmente consciente Jean Manes, la embajadora en El Salvador de la presidencia Trump. El gobierno también ha anunciado que buscará opciones en otros países. El primer resultado es un acercamiento con Catar para enviar a los “tepesianos” interesados en trabajar en el país petrolero. Los “tepesianos” son los que más conscientes están de que el país del que se fueron nunca dejó de ser violento, peligroso, pobre y miserable. Pero, 16 años después, no se trata sólo de ellos y sus miedos. Muchos ahora son padres y madres de familia. Muchos son propietarios. Muchos también son dueños de pequeñas empresas. Ahora temen por el destino de sus hijos, de sus propiedades, de sus empresas. “Pienso en la inseguridad que mis hijos puedan tener. Yo, como vengo de allá, puedo sobrevivir, pero ellos no sé”, dice González a Apro, vía telefónica desde Massachussets. Él está casado con otra migrante indocumentada salvadoreña y tuvieron dos hijos nacidos allá. Los menores de edad tienen ciudadanía norteamericana.
El futuro se juega en el Congreso. Desde noviembre de 2017 y hasta la fecha, cuatro congresistas presentaron igual número de propuestas. El centro de cada una de ellas es entregar automáticamente –salvo casos de conflictos con la ley- el estatus de permanencia para los originarios de todos los países beneficiados con TPS: Haití, Honduras, Nepal, Nicaragua, Somalia, Sudán, Siria y Yemen.
Después de la bofetada de realidad los “tepesianos” comenzaron a despertar y a organizarse, según González. Antes de octubre del año pasado menos de 150 salvadoreños participaron en la primera reunión con la Alianza Nacional TPS que pelea en el Congreso para la aprobación de la ley permanente. A la segunda reunión asistieron 300. A la tercera casi 500. “Las personas ya empiezan a levantarse de los sofás donde solo miraban las noticias de lejos”, explica.
Lo urgente es ganar la voluntad de los congresistas del Partido Republicano. Básicamente el Partido Demócrata ha dado pruebas de apoyo. “Hasta que no me compren el boleto para irme yo no me voy. Por eso estamos luchando”, reitera González. El camino no será fácil. Rubén Zamora, exdiplomático salvadoreño en la Organización de las Naciones Unidas (ONU), explicó en una entrevista en la televisión estatal que los republicanos tienen el control en el Congreso. Y muchos de ellos parecen obedecer a pie juntillas los lineamientos de Trump. Aparentemente las ganas de luchar se intensificaron tanto por el fin del TPS como por las declaraciones del mismo presidente Trump, quien recientemente calificó, según publicaciones del Washington Post y CBS News, como “agujeros de mierda” a El Salvador, Nicaragua y los países africanos.
Huir de la violencia. El Sistema Continuo de Reportes sobre Migración Internacional en las Américas, de la Organización de Estados Americanos (OEA), identifica tres grandes olas migratorias de salvadoreños en los últimos 100 años. La primera inició en 1932 después de la caída de los precios del café y la masacre de más de 20 mil indígenas que se sublevaron contra los grandes terratenientes. La ordenó el dictador Maximiliano Hernández Martínez. Los que sobrevivieron a la matanza y a la miseria se refugiaron en Honduras y trabajaron en las bananeras de las grandes compañías estadunidenses. El flujo fue constante hasta por lo menos los años cincuenta. El segundo gran movimiento se registró en los setenta. En aquel momento los migrantes eran trabajadores pobres, profesionales e intelectuales, entre otros. La gran mayoría huía del desempleo, la pobreza, la violencia política cada vez mayor que devino en el asesinato de monseñor Óscar Arnulfo Romero en 1979 y la posterior Guerra Civil que duró 12 años, con el resultado ya conocido de 80 mil muertos, 500 mil desplazados internos e igual número de refugiados en el extranjero, que encontraron un hogar en Estados Unidos, México, Guatemala, Honduras y Nicaragua. Desde el año 2010 hasta la fecha las causas que empujaron a los salvadoreños a migrar son la violencia que provoca la guerra entre el Barrio 18 y la Mara Salvatrucha, la guerra del Estado contra las pandillas, la pobreza, la reunificación familiar en Estados Unidos y el desempleo.
La guerra del Estado contra las pandillas es la causa más reciente de migración. O más bien de desplazamiento interno y hacia el extranjero. Organismos internacionales y ong nacionales la reconocen como tal, aunque l gobierno de Salvador Sánchez Cerén se ha resistido a aceptarla. En noviembre del año pasado la Sala en lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) ordenó a la Fiscalía General de la República y a la Policía Nacional Civil proteger a dos ciudadanos que presentaron un recurso de amparo por desprotección ante las amenazas de muerte que habían recibido de un grupo de pandilleros. Un mes después la Procuraduría de Derechos Humanos advirtió que el desplazamiento forzado ya se ha convertido en un problema nacional. Entre 2011 y 2014 la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) señaló que los salvadoreños eran los que más solicitudes de refugio habían presentado entre los años 2011 y 2014, en comparación con las que interpusieron guatemaltecos y hondureños en el mismo periodo.
El año pasado desde México y Estados Unidos fueron deportados más de 25 mil migrantes salvadoreños. Es un promedio superior a los 68 diarios. Entre los que regresan hay de todo: los que trabajaron algún tiempo pero cometieron una infracción a la ley como manejar ebrios o se involucraron en una reyerta. Los indocumentados. Los que cometieron una falta grave. Los reclamados por la justicia nacional. Pero también incluye a los salvadoreños que huyeron de la pobreza, a los que fueron a reunirse con sus padres o hermanos, a los que huyeron de la violencia.
El viaje de Melvin. A los deportados el gobierno estadunidense los manda esposados de pies y manos. En una pequeña red plástica (roja o azul) llevan una camisa o un pantalón. Todos llegan al aeropuerto monseñor Óscar Arnulfo Romero. Los recibe una comitiva de la Dirección Nacional del Migrante, dependencia del Ministerio de Relaciones Exteriores. Los empleados les ofrecen un refrigerio. Después son trasladados en autobuses Blue Bird a la sede de la Dirección, en el Centro de San Salvador. Ahí son nuevamente recibidos por el encargado, quien les explica que, si necesitan ropa, zapatos, llamadas nacionales o al extranjero, servicio de transporte a las terminales terrestres más cercanas, servicios de salud, información sobre programas de reinserción, asistencia para obtener el documento de identidad, duchas u otras cosas, las pueden pedir.
Melvin S. fue uno de los primeros salvadoreños deportados después que terminó el TPS. Su historia puede resumirse así: intentaba cruzar la frontera los últimos días de diciembre de 2017. Hacía tanto frío que uno de los hombres con los que viajaba se fue quedando rezagado con intensos dolores artríticos. Otro corrió a tirarse al río Bravo después que vio hacia atrás y se dio cuenta que la policía de migración estaba por acorralarlo a él y a sus compañeros. Unos creen que se ahogó. Otros creen que lo devoraron los lagartos. Fueron más de 2.700 kilómetros los que anduvo en autobuses y a pie desde El Salvador hasta Laredo. Pretendía regresar a Estados Unidos, donde había vivido con sus tres hijos y su mujer desde el año 2014. Pero falló. En Texas cayó en manos de furiosos agentes fronterizos. Lo metieron en un avión junto a 19 mujeres y 101 hombres para mandarlo al país en el que nació hace 32 años. A fines de 2013 Melvin huyó de San Pablo Tacachico, en la zona Central salvadoreña, porque las pandillas lo amenazaron de muerte. Un año después un coyote llevó a sus dos hijas y a su mujer. El 24 de diciembre de 2016 salió de su casa pasadas las diez de la noche a traer a su esposa. En la carretera un agente le ordenó detenerse. No llevaba licencia de conducir. No llevaba documentos. Fue deportado.
La historia de Melvin ocurre en diciembre. En diciembre de 2013 viajó por primera vez indocumentado a Estados Unidos. En diciembre de 2016 lo capturaron. En diciembre de 2017 fracasó intentando volver a cruzar la frontera. Este enero regresó a El Salvador cansado, sucio, avergonzado, esquivo, derrotado. Todos los deportados vuelven así. Él, así como el resto de sus compañeros deportados, dijo tener claridad en algo: no se quedará en el país. “Aquí no podemos darles a nuestros hijos el futuro que quisiéramos”, comentó. Por eso el próximo mes intentará, otra vez, cruzar la frontera.
Melvin S. y González coincidieron en un punto: es difícil abandonar la vida tranquila, alejada de la delincuencia y con oportunidades de crecimiento que ofrece el país del norte. El Salvador está en las antípodas de todo eso. De acuerdo con el estudio Una Aproximación a las Políticas de Atención a los Deportados en los Países del Triángulo Norte, que publicó la ong FundaUngo, en los últimos años la mitad de los deportados permaneció menos de un mes en el país antes de volver a emigrar, y tres de cada cuatro volvieron a irse tres meses después de ser forzados a regresar.
A finales de 2016 el Banco Central de Reserva de El Salvador publicó un estudio en el que señalaba que la tasa de salvadoreños que migran cada año es superior a la de los salvadoreños que nacen anualmente. El crecimiento demográfico oscila entre el 2.5% al 2.8%, mientras que el migratorio, principalmente a Estados Unidos, es superior al 3.8%. El porcentaje migratorio seguirá creciendo en los próximos años.