Es miope pensar que el avión no se caerá porque yo voy en primera clase. Eso es lo que pasa en Chile en relación con el narcotráfico en los barrios pobres, y me lo confirma el impacto que han tenido mis respuestas a este diario sobre la expansión de la narcocultura en las poblaciones. El asombro de tantos diciendo “¿pero eso pasa realmente aquí?” da para pensar. Impresiona el desconocimiento de lo que ocurre en el Chile segregado que construimos. Esa parte del país abandonado por un Estado precario, por los privados distraídos y por la sociedad civil atemorizada, esa donde el narco llegó a hacerse cargo en nuestra ausencia.
Esta catástrofe saltó a la opinión pública por la tercera amenaza de muerte que recibió un sacerdote en San Joaquín, no porque la prensa ahondara en la información disponible hacía meses: existen 426 barrios críticos en todo Chile, de acuerdo al informe 2016 de la fiscalía que cualquiera puede leer en la web. Ahí está la información e impacta cómo los mapas de las ciudades se van llenando de puntos rojos como si se tratara de un sarampión mortal. ¿Por qué no nos dimos cuenta? ¿Por qué no nos dejó insomnes, como la balacera que ahora mismo deja insomnes a miles de vecinos en esos barrios?
Urge “deslegualizar” esta crisis; esto no sucede solo en La Legua y otras poblaciones que han sido estigmatizadas como un recurso para desentenderse de un síntoma país. Completemos la estrategia de seguridad ciudadana con la lucidez de la reparación de derechos básicos que está a la base de la paz y la inclusión social. Demos además un segundo paso no pensando en lo que deba hacer otro que no sea uno mismo. Las políticas públicas urgentes llegarán mañana si yo me hago parte de la reparación de derechos y de la recuperación del territorio hoy. Si no lo hago, seguirá haciendo mi trabajo “el padrino” del lugar. Él dará un salario que alcance, él socorrerá al enfermo, él pagará los estudios y armará la fiesta de graduación. Lo financiará vendiéndoles droga a nuestros hijos e imponiendo el terror con una cadena insospechada de crímenes. Lo hará uno que es nuestro hermano y que necesita también ayuda para recuperar su vida.
Recuperemos el sentido de comunidad. “Lo que salva es la comunidad”, dicen los curas villeros de Buenos Aires en su trabajo en poblaciones dominadas por el “paco”, como llaman allá a la pasta base. “Hacerse pueblo”, dice Francisco. Eso implica conocer y valorar las formas de organización que desde ella se levantan para resistir la corrupción. Ya sabemos que la narcocultura avanza cuando se pagan sueldos que no alcanzan, cuando el Estado es precario y cuando los pastores se encierran en sus templos. Pero avanza igualmente cuando se debilitan esos vínculos sagrados que no se pueden comprar con dinero: familia, juntas de vecinos, organizaciones de base.
El Papa Francisco lo dice con franqueza: “Nadie se salva solo”. Algunos creen que la forma de salvarse implica encerrarse más, poner más luminarias y rejas, llenar todo de carabineros. Pero la represión del delito no desincentiva su reiteración si es que no hay un trabajo de justicia restaurativa, de reparación de vínculos para vivir juntos. No podemos ahorrarnos ese trabajo si queremos paz. Por eso el apartheid que construimos en nuestras ciudades es tan nocivo, porque nos fue haciendo ineptos para la paz de ser comunidad. En ese desafío, la persecución penal, la inteligencia policial, apenas sirven para el cortísimo plazo. Es prioritaria una mirada con medidas de futuro.
Podemos hacer las cosas de manera distinta. Fortalezcamos la asociatividad con genuina mirada de bien común, partiendo donde hay más deuda. Nadie se salva solo. Eso aprendimos de Jesús. Todos sumamos para generar alternativas de desarrollo a la altura de los derechos humanos de cada persona y de la dignidad de nuestro destino común. A la altura no del miedo, sino de la dignidad.
Pablo Walker, S.J.
*Jesuita, Capellán del Hogar de Cristo – Santiago de Chile