El principal semanario de México, Proceso, en su número de fines de noviembre dedica un amplio servicio a un tema muy debatido de la historia del país: la sublevación católica de 1926 que se conoce con el nombre de “Cristiada”. El reportaje especial lo firma Irene Savio, quien retoma y expone el trabajo del joven historiador italiano Paolo Valvo – colaborador de Tierras de América. Valvo ha investigado los documentos que contienen los archivos vaticanos desclasificados en 2006 y propone algunas interpretaciones distintas a las que generalmente se aceptaban hasta ahora. La primera de ellas es…
¿Usted cree que se podía evitar la Cristiada, esa larga y sangrienta guerra civil mexicana?
Siempre resulta difícil reflexionar en retrospectiva sobre los hechos históricos, especialmente si es una historia tan dramática como el conflicto religioso mexicano. La Cristiada, sobre la que ya hay una vasta literatura científica internacional, fue un evento que tomó por sorpresa a todas las partes involucradas, a los obispos mexicanos y al mismo gobierno. Lo que podemos hacer es indagar las causas que llevaron al estallido de la guerra cristera, cuyos primeros focos se remontan al mes de agosto de 1926. En este sentido resulta claro que la chispa – aunque sería más acertado hablar de chispas, en plural – que encendió la mecha fue la suspensión (el 31 de julio de 1926) del culto público en todo el país, decidida por el episcopado mexicano y aprobada por el Papa Pio XI. Era un gesto de ruptura radical, pensado como forma de protesta contra el gobierno anticlerical pero también como instrumento de movilización de la opinión pública nacional e internacional. A la suspensión del culto siguió la clausura de los templos de parte de las autoridades civiles, que a su vez fue la causa inmediata de las primeras sublevaciones armadas.
Pero no hay que olvidar que la suspensión del culto fue la consecuencia de una ley de reforma del Código Penal – la “Ley de Calles” – cuyo propósito era implementar las disposiciones anticlericales de la Constitución mexicana de 1917, que hubiera entrado en vigor el 31 de julio de 1926 (lo que explica por qué el episcopado toma su decisión precisamente ese mismo día). Recordemos que la Constitución de Querétaro fue una de las más anticlericales de todo el Novecientos, que no solo incluía normas evidentemente discriminatorias respecto de la Iglesia, como la prohibición a los sacerdotes y miembros de órdenes religiosas de enseñar en las escuelas (incluso las privadas) (art.3), y la prohibición de las órdenes monásticas (art.5), sino que también establecía que el gobernador de cada Estado de la Federación debía determinar autónomamente el número máximo de sacerdotes autorizados a ejercer su ministerio en ese territorio (art.130). Además, a la Iglesia se le negaba toda personería jurídica, lo que le impedía poseer legalmente bienes de cualquier tipo (entre ellos templos, casas parroquiales y seminarios).
Fue la chispa que encendió la llama. Pero la leña, para seguir con la metáfora, estaba bien seca.
El origen remoto, la leña del conflicto religioso de los años Veinte, es el anticlericalismo exacerbado de la Constitución mexicana, redactada por un Congreso que solo estaba integrado por miembros del partido constitucionalista del presidente Venustiano Carranza y que en consecuencia no tenía una verdadera representatividad democrática. De otro modo resulta inexplicable que en un país con el 95 por ciento de católicos se haya aplicado un trato tan duro a la Iglesia Católica. Obviamente eso no quiere decir que la Iglesia, y en particular algunos miembros del Episcopado, no fuera responsable de fomentar la tensión que desencadenó el conflicto armado en 1926. A la luz de la manera como se desarrollaron los hechos, podemos decir que la suspensión del culto fue una decisión imprudente. Pero al mismo tiempo, contrariamente a lo que refirieron los principales representantes del Episcopado mexicano a la Santa Sede, esta decisión no era compartida por la mayoría de los obispos. El arzobispo de Veracruz Rafael Guízar y Valencia (canonizado por Benedicto XVI), por ejemplo, escribió un telegrama al Vaticano diciendo que a su criterio la suspensión del culto era una decisión peligrosa y contraproducente. Pero debido a una serie de razones, no prevaleció la prudencia. A pesar de eso, no sería correcto afirmar que los obispos mexicanos fueron los únicos responsables del estallido de la Cristiada.
Con respecto a la suspensión del culto público, ¿los obispos mexicanos engañaron al Papa, como afirma en el título el semanario Proceso?
Hasta no hace mucho se aceptaba, al reconstruir los antecedentes del conflicto armado, la versión según la cual la mayoría de los obispos mexicanos era favorable a la suspensión del culto, como afirma el telegrama que el Comité Episcopal (órgano de coordinación del episcopado creado en mayo de 1926) envió a la Santa Sede el 18 de julio de 1926, solicitando que el Pontífice aprobara la medida propuesta. La respuesta del Papa, que llegó pocos días después, no hablaba explícitamente de la suspensión del culto, pero difícilmente podía interpretarse como una desaprobación. En efecto, el Papa pedía que no se realizaran actos que pudieran ser interpretados por los fieles como una aprobación de la ley, invitando a los obispos y a la Iglesia a mantener una postura firme y lo más compartida posible. La suspensión del culto era coherente con la firmeza y representaba en sí misma la forma más evidente de desaprobación de la ley y, en apariencia, era una medida compartida por la mayoría de los obispos. Pero esto no correspondía a la verdad de los hechos. En efecto, como denunció el Secretario de la Delegación Apostólica en México, monseñor Tito Crespi, esa mayoría se logró de manera solapada por medio de una consulta a los obispos que hizo, a partir de mediados de junio de 1926, un grupo especialmente aguerrido de jesuitas relacionados con la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa. Este grupo había presentado a los obispos un cuestionario decididamente capcioso en el cual se presentaba la intransigencia absoluta con el gobierno como la única vía adecuada para salvar la dignidad de la Iglesia y no provocar escándalo en los fieles. Pero cuando el Comité envió al Vaticano su telegrama, todavía no habían llegado las respuestas de muchos prelados. Por eso el informe sobre los hechos que hizo Crespi a su superior (el delegado apostólico en México, Mons. George Caruana, expulsado del país el 10 de mayo de 1926), habla de un «fraude al estilo mexicano». Por diversas razones, sin embargo, las voces más moderadas no pudieron llegar al Vaticano, donde por otra parte, en el momento en que Pio XI debía decidir sobre la suspensión del culto, se encontraba un obispo mexicano – Mons. Vicente Castellanos y Núñez, obispo de Tulancingo –, quien previamente había recibido instrucciones del secretario del Comité Episcopal Mons. Pascual Díaz y Barreto (obispo de Tabasco) para que apoyara ante el Papa las razones de la intransigencia. Por eso, en mi opinión, se puede hablar de una operación muy bien armada, orquestada entre otros por Díaz y Barreto. Es probable que el obispo de Tabasco considerara la suspensión del culto solo como un medio de presión contra el gobierno y no esperara las consecuencias dramáticas que efectivamente tuvo. No es casual que ya en las siguientes semanas Díaz y Barreto fue uno de los obispos que más se esforzaron por recomponer la ruptura con el gobierno, entrevistándose personalmente con el presidente Calles el 21 de agosto de 1926 junto con el arzobispo de Morelia Leopoldo Ruiz y Flores (ambos negociaron después el modus vivendi entre el episcopado y el gobierno en junio de 1929, aunque ese es otro capítulo). Pero ya no había espacio para la negociación. Calles no estaba dispuesto a retroceder en su posición y desde el Vaticano invitaban al Episcopado a mantenerse firme hasta que el gobierno se comprometiera a modificar la Constitución. Para llegar a un acuerdo – que por otra parte fue muy discutible – tuvieron que pasar tres años y una guerra civil que costó entre 100.000 y 250.000 víctimas.
¿Piensa que realmente hubo un “fraude al estilo mexicano”?
Sin duda se puede afirmar que los responsables del Episcopado mexicano no actuaron de una manera transparente para tomar la decisión de suspender el culto y para comunicarlo a la Santa Sede, y que lo hicieron con la clara intención de imponer a toda costa las razones de la intransigencia. De todos modos, creo que la responsabilidad del “engaño” corresponde al grupo que lideraba el Comité Episcopal y no al Episcopado en su totalidad. Por otra parte es revelador que, de todos los obispos contrarios a la decisión de suspender el culto, solo Rafael Guízar haya tenido el coraje y la libertad de poner al corriente sobre sus dudas a la Santa Sede. Muchos sencillamente se adecuaron.
Usted está trabajando con los documentos del Archivo Vaticano que se desclasificaron en 2006 sobre el período de Pio XI. ¿Hacen algún aporte sustancial?
Las cartas que se conservan en los archivos de la Santa Sede (Archivo Secreto Vaticano y Archivo Histórico de la Congregación para los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios) y en el archivo de la Curia Generalicia de los Jesuitas (Archivum Romanum Societatis Iesu) contienen todas las piezas del rompecabezas, que hasta 2006 era básicamente desconocido. Las vicisitudes relacionadas con el cuestionario que se hizo a los obispos en junio de 1926, por ejemplo, están descriptas en la correspondencia entre los jesuitas mexicanos y su provincial, donde se menciona también la presencia en Roma de Mons. Castellanos y Núñez. El hecho de que Pio XI haya recibido a este último el mismo día que partió del Vaticano el telegrama de respuesta al Comité Episcopal está documentado en las cartas del Archivo de la Prefectura de la Casa Pontificia. La crónica de todo el proceso que hace Mons. Crespi – junto con sus consideraciones personales – se conserva en el Archivo de la Delegación Apostólica en las Antillas (unificada con la de México en 1926). El Archivo de la Congregación para Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios aclara también muchos otros detalles que hoy permiten comprender por qué Pio XI decidió aprobar la decisión de los obispos. Es significativo, por ejemplo, que el mismo día que partió el telegrama del Comité Episcopal (18 de julio de 1926), los cardenales de la Congregación para Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios se hayan reunido en el Vaticano para discutir la situación religiosa mexicana, y que uno de ellos – el ex delegado apostólico en México, Tommaso Pio Boggiani – planteara precisamente en esa oportunidad la hipótesis de «volver al ejercicio privado del culto». La investigación histórica, sin embargo, todavía no ha ofrecido elementos que permitan probar que Boggiani (u otros en el Vaticano) estuvieran al corriente de las maniobras internas en el episcopado mexicano. De todos modos es una coincidencia bastante elocuente, que enriquece un cuadro de rara complejidad.