El viernes 1º de diciembre comienza en Bogotá un encuentro inédito que se prolongará dos días más, hasta el 3 del mismo mes. Inédito por el tema que se plantea y por los que participarán del mismo. Será presidido por los cardenales Marc Ouellet y Ruben Salazar, presidentes de la Comisión Pontificia para América Latina (CAL) y el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM). La Secretaría de Estado estará representada por el arzobispo Paul Richard Gallagher, Secretario para las relaciones con los Estados. Estarán presentes cinco cardenales y 15 obispos latinoamericanos estarán presentes. Se espera la participación de unos 70 altos dirigentes políticos y de gobierno del continente. De la Argentina han confirmado Carolina Stanley, Ministra de Bienestar Social, Julián Domínguez, ex-Presidente de la Cámara de Diputados, el Senador Nacional Omar Perotti y el Intendente de Córdoba, Ramón J. Mestre. Del Brasil participarán 8 diputados de 8 diversos partidos políticos. No se ha recibido confirmación de dos ex-Presidentes, el mexicano Felipe Calderón y el ecuatoriano Rafael Correa. Resulta interesante que de México participarán católicos del PAN, del PRI, de MORENA y del PRD, con representantes de alto nivel. Entre ellos, el ex-Gobernador del Estado de México, el Senador Juan Carlos Romero Hicks, el intendente de Tijuana, en la frontera “caliente”, el Director de Relaciones Internacionales del PAN, y muchos más. Habrá también dos Ministros Anti-corrupción: del Paraguay y Honduras. Está confirmada la presencia de Carlos Raúl Morales Moscoso, Canciller de Guatemala y de Álvaro Vázquez, hijo del Presidente del Uruguay Tabaré Vázquez. Llegarán también a Bogotá representaciones de todos los países de América Latina, aunque falta confirmar las de Venezuela y Cuba. Una plétora de presencias, como vemos, que abarca un amplio espectro de militancia política.
El título ya suena como un programa: “Encuentro de católicos con responsabilidades políticas al servicio de los pueblos latinoamericanos”. La firma de los organizadores, la Comisión Pontificia para América Latina y el Consejo Episcopal Latinoamericano, pone en evidencia el sello oficial y permite deducir – casi con certeza – quién sugirió la idea.
“Por supuesto que el Papa Francisco ha sido consultado desde la génesis misma de esta iniciativa, que él mismo sigue con mucha atención y alienta” confirma el profesor Guzmán Carriquiry, vicepresidente de la CAL y principal referente del congreso colombiano. “Acaba de asegurarnos que no faltará su mensaje audio-visual al comienzo del Encuentro. Y eso también llama la atención. Fue el mismo Papa Francisco quien escogió como tema de la Asamblea plenaria de la CAL, que se celebró en marzo de 2016 en el Vaticano, el tema: “El indispensable compromiso de los laicos en la vida pública de los países latinoamericanos”. Y poco tiempo después de concluida, el 13 de marzo de 2016, escribió de puño y letra al Cardenal Marc Ouellet – Presidente de la CAL – una carta de suma importancia, en la que arremete nuevamente contra el “clericalismo”, que tanto peso sigue teniendo en las Iglesias de América Latina. “Muchas veces”, dice el Papa en la carta, “hemos caído en la tentación de pensar que el laico comprometido es aquel que trabaja en las obras de la Iglesia y/o en las cosas de la parroquia o de la diócesis y poco hemos reflexionado cómo acompañar a un bautizado en su vida pública y cotidiana; cómo él, en su quehacer cotidiano, con las responsabilidades que tiene se compromete como cristiano en la vida pública. Sin darnos cuenta, hemos generado una elite laical creyendo que son laicos comprometidos solo aquellos que trabajan en cosas “de los curas” y hemos olvidado, descuidado al creyente que muchas veces quema su esperanza en la lucha cotidiana por vivir la fe. Estas son las situaciones que el clericalismo no puede ver, ya que está muy preocupado por dominar espacios más que por generar procesos. Por eso, debemos reconocer que el laico por su propia realidad, por su propia identidad, por estar inmerso en el corazón de la vida social, pública y política, por estar en medio de nuevas formas culturales que se gestan continuamente tiene exigencias de nuevas formas de organización y de celebración de la fe”.
Ciertamente resonaban en el corazón de Papa Francisco aquellas expresiones del discurso inaugural del Papa Benedicto XVI en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Aparecida – retomadas en el documento conclusivo – cuando advertía “la notable ausencia en el ámbito político (…) de voces e iniciativas de líderes católicos de fuerte personalidad y de vocación abnegada que sean coherentes con sus convicciones éticas y religiosas”. Basta pasar revista a las dirigencias políticas y de gobierno de las últimas décadas en América Latina. Por cierto no faltan testimonios ejemplares, pero como francotiradores aislados. ¿Cómo puede ocurrir en una región con más del 80% de católicos bautizados en la Iglesia Católica, con pueblos de arraigado sustrato cultural en la tradición católica?
¿Cuáles son las razones de esta convocatoria de políticos católicos y por qué considera que es necesario un encuentro de este tipo, que hasta hoy no tiene antecedentes?
Hay que tener muy en cuenta, por una parte, que América Latina está siendo atravesada por una onda larga de general descrédito de las instancias políticas por parte de los pueblos, de desfonde de las estructuras tradicionales de los partidos políticos, de ausencia de grandes horizontes y proyectos en la vida política, de altos niveles de corrupción. Un país tan decisivo para toda América Latina como Brasil hace tiempo que está viviendo una situación de profunda incertidumbre. Se corre en muchas partes el riesgo de aventurerismos peligrosos. Por otra parte, ¡cómo no constatar la contradicción entre la profunda empatía y entusiasmo que suscita en nuestros pueblos el primer Papa latinoamericano y las situaciones de graves dificultades, con altas dosis de incertidumbre, a veces de desaliento e impotencia, y otras de regresión social e incluso de autocracias deplorables por las que está pasando América Latina! Nuestras naciones e Iglesias deberían ponerse, de manera urgente y apasionada, a la altura de todas las exigencias y responsabilidades en que la Providencia de Dios las ha colocado.
Usted ha considerado necesario dejar en claro que el propósito del congreso de Bogotá no es “dar vida a un bloque político católico en América Latina” ni tampoco “restaurar un partido de inspiración cristiana”. ¿Cuál es, entonces, la idea de base?
Insisto en que la finalidad de fondo de este Encuentro no es política en sentido estricto. Es eminentemente pastoral. Quiere suscitar un intenso intercambio de experiencias, testimonios y reflexiones sobre la experiencia de laicos católicos que están muy presentes en la escena política de nuestros países y poner a los Pastores, y a través de ellos a las comunidades cristianas, en actitud de escucha ante las necesidades y situaciones que estos políticos tienen que afrontar diariamente, buscando las modalidades más adecuadas para acompañarlos, sostenerlos y alimentarlos en ese compromiso. Es obvio que todo se dará en el marco del magisterio del Papa Francisco y en el contexto de los grandes desafíos que plantean la identidad, unidad e integración de América Latina, la custodia de la vida, del matrimonio y de la familia, la importancia de la educación como bien público, el crecimiento económico con equidad y justicia, la inclusión de los sectores marginados y “descartados”, las políticas del pleno empleo, la rehabilitación de la dignidad de la política y de la participación popular, el cuidado de la casa común en su ecología humana y ambiental, la lucha contra el narcotráfico, corrupciones y violencias, la construcción de la reconciliación y la pacificación, las convergencias nacionales y populares para apuntar al bien común de nuestros pueblos. Tenemos también obviamente muy claras otras dos premisas fundamentales: la distinción entre la Iglesia y la comunidad política – la misión de la Iglesia no es la de ser antagonista o capellana de regímenes políticos, ni ofrecer un “recetario” para los problemas de la comunidad política -, y en segundo lugar el hecho de que la libertad y responsabilidad de los laicos en el mundo de la política ciertamente deben ser coherentes con su fe, pero sin esperar consignas eclesiásticas.
Sin embargo, cabría agregar a su pregunta que en tiempos de desconcierto, después de la desintegración del mundo bipolar, se clausuraron los dos cauces políticos que habían sido predominantes en el compromiso de los católicos. Se agotó culturalmente y se disolvió políticamente la corriente social-cristiana, debilitándose mucho su perfil y significación (hoy exige una refundación), y entró en colapso la constelación de “cristianos para el socialismo” (y el socialismo requeriría también una radical refundación teórica y política, por el momento inexistente). Los católicos quedaron en una diáspora y en consecuencia actualmente tienen muy escasa relevancia e influencia.
Daría la impresión de que usted se refiere a un camino distinto al de los evangélicos en diversos lugares de América Latina. Ellos – pienso en los brasileños, los chilenos y los colombianos – se están compactando en una fuerza política e intentan – con cierto éxito – condicionar los equilibrios parlamentarios en sus respectivos países.
Sí, es un camino diverso. Es claro que la Doctrina Social de la Iglesia no ha pretendido nunca transformarse y traducirse en una ingeniería social pre-fabricada, con la pretensión de formular “soluciones concretas, y menos soluciones únicas, para cuestiones temporales que Dios ha dejado al juicio libre y responsable de cada uno”. Por otra parte, hay puntos irrenunciables para el compromiso de los católicos en la vida pública. No es que los católicos puedan asumir cualquier tipo de opción, porque hay algunas que contradicen la fe que profesan. No todas las concepciones de la vida tienen igual valor. Una concepción relativista del pluralismo no tiene nada que ver con la legítima libertad de los ciudadanos católicos de elegir, entre las opiniones políticas compatibles con la fe y la ley moral natural, aquella que, según el propio criterio, se conforma mejor a las exigencias del bien común. Los católicos tienen que saber reconocer cuáles son los puntos firmes y las posiciones comunes que deben compartir en las cuestiones sociales que ponen en juego opciones éticas fundamentales, o en momentos en que lo requiere el bien supremo de la nación, o ante coyunturas de la vida eclesial que impongan una indicación de prudencia que sea unitaria. También deben discernir y reconocer que una misma fe puede conducir a compromisos y opciones diversas ante una diversidad de circunstancias y una pluralidad de interpretaciones y caminos para la búsqueda del bien humano y social.
Sin embargo, hoy día también es importante reafirmar una tensión hacia la unidad entre los católicos que operan en los diversos ámbitos de las democracias. Es muy mal síntoma que los católicos que asumen responsabilidades políticas, empresariales, sindicales y en otros campos de la vida pública, no sientan la necesidad y la exigencia de encontrarse, y encontrarse porque están unidos por algo que importa mucho más radical y totalmente que las diferentes vinculaciones y opciones que se pueden adoptar legítimamente en dichos ámbitos.
Pluralidad de interpretaciones y de caminos, y tensión hacia la unidad. ¿No se contradicen ambas cosas?
Si se pertenece a un misterio de comunión, más profundo, decisivo y total que los mismos vínculos de sangre, con mayor razón esta pertenencia es anterior y preeminente a cualquier legítimo pluralismo temporal entre los católicos. La fragilidad y reducción de esa experiencia de pertenencia a la comunión eclesial hace que la Iglesia ya no sea el lugar de donde proceden, se verifican y alimentan los criterios que iluminan los propios comportamientos y opciones de los laicos en la vida pública. Solo la experiencia de la comunión – no el aislamiento o la diáspora en el mundo – genera e irradia libertad y originalidad ante las presiones del ambiente. Si no, predominan los reflejos ideológicos, los prejuicios de determinadas estructuras mentales o los intereses dominantes en diversos sectores sociales. Por el contrario, la experiencia de comunión – cuya fuente y ápice es la Eucaristía – tiene que dilatarse como unidad sensible, manifiesta, de los cristianos en todos los ambientes de la convivencia humana. Cuanto más presentes están los cristianos en las “fronteras” de la política, la ciencia, la cultura, la lucha social, cuanto más impactados y cuestionados se encuentran por desafíos complejos, cuanto más abiertos al diálogo, a la colaboración y a la confrontación con gentes de muy diversas creencias e ideología, más deben estar vital, intelectual y espiritualmente arraigados en el concreto cuerpo eclesial. La adhesión a la unidad en lo esencial – es decir, la plenitud de la fe católica, en toda su verdad y en todas sus dimensiones – y la tensión a la unidad en los diversos ámbitos de la vida pública – para dar testimonio de la comunión a la que todos los hombres están llamados – permite superar los círculos viciosos entre quienes pretenden atribuir exclusivamente a sus propias opciones contingentes el carácter de católico y quienes caen en pluralismos disgregantes caracterizados por el relativismo cultural y moral.
¿Podría explicar cuál es la idea de católico en política que tiene el Papa Francisco?
Bastaría releer las homilías del arzobispo Jorge Mario Bergoglio en ocasión de los “Te Deum” anuales en su catedral de Buenos Aires (¡recuerdo una sobre las bienaventuranzas para los políticos!) y sacar las conclusiones en esta materia de la Exhortación Apostólica “Evangelii Gaudium”, cuando se refiere a “la dimensión social de la evangelización”, y de la encíclica “Laudato sì”.
Hacen falta políticos que con su testimonio y acción ayuden a rehabilitar la dignidad de la política, que no antepongan sus intereses personales al bien común y por eso no corren el riesgo de caer en la corrupción, que sientan pasión por su propio pueblo y vivan en medio de la gente, compenetrados con sus sufrimientos, anhelos y esperanzas, que sepan reconocer y tocar las fibras profundas de su historia, cultura y religiosidad y la importancia capital de la vida matrimonial, familiar e intergeneracional.
Son buenos políticos para el Papa Francisco aquellos que afrontan la realidad desde la situación y con la mirada de los pobres, que apuntan a políticas inclusivas de “techo, tierra y trabajo” para todos, que conocen la complejidad de las cuestiones y por eso no se dejan arrastrar por la “facilonería” y la demagogia, que tienen la competencia y el olfato para discernir las coyunturas concretas pero colocadas dentro un horizonte y un proyecto de esperanza, que están siempre abiertos al diálogo a 360 grados y que son operadores de “amistad social” en el tejido democrático, para favorecer las convergencias nacionales y populares más amplias posibles en pos del bien común. Y, en nuestro caso, que no se encierran en las propias fronteras sino que llevan en su corazón e inteligencia un destino solidario con la “Patria Grande” latinoamericana. Hace no mucho tiempo me pareció importante escribir que “se necesita una traducción libre y audaz, como proyecto histórico, como ‘política’ en el más noble y amplio sentido del término, de todo lo que significa y aporta el actual pontificado”. Quienes repiten absurdas acusaciones sobre el “populismo” del Papa, o son tontos o son malintencionados.
Hay un frente en la diplomacia de Francisco que parece no dar resultado, y es Venezuela. ¿Usted ve una esperanza de recomposición pacífica de la crisis de este gran país latinoamericano?
Ante la lamentablemente trágica situación actual de Venezuela se puede ser escéptico, pero nada es peor que una mayor explosión de violencia y represión. Por eso la Santa Sede, que sigue las vicisitudes de Venezuela con extrema y muy preocupada atención, tiene que estar siempre dispuesta, con el realismo y la sabiduría que no le faltan, a tener en cuenta cualquier espiral que se abra, por mínimo que sea, para negociaciones con condiciones y posibilidades serias. Los obispos venezolanos, que están en medio de su gente, pueden pronunciar palabras muy fuertes y concretas sobre la situación económica, social y política del país. ¡Y así lo hacen! No se le puede pedir lo mismo al Papa o a la Santa Sede, que deben discernir cuidadosamente las modalidades de su intervención. La Iglesia habla con diversas voces desde instancias diversas. Pero oponer el Papa a los obispos venezolanos es una total estupidez o una grotesca maniobra propagandística desde el poder. El viaje del Papa a Colombia, su abrazo con los obispos de Venezuela, sus palabras contra la violencia y en defensa de los derechos humanos, fueron sumamente claros.
Otro frente donde la actitud sigue siendo interlocutoria es la nueva presidencia de los Estados Unidos. ¿Para usted también es interlocutoria o ya puede decir algo más definido sobre Trump y su política en relación con América Latina?
El Santo Padre, así como su Secretario de Estado, el Cardenal Pietro Parolin, fueron muy claros cuando dijeron que al árbol se lo juzga por los frutos, no por preconceptos ideológicos, y por eso, la Santa Sede no se deja involucrar en coros de campañas mediáticas. Esos mismos coros muestran cabalmente cuáles son los verdaderos resortes del poder en los Estados Unidos, más poderosos por cierto que los poderes de un Presidente vociferante.
Sin embargo, la manera denigratoria y difamatoria en que frecuentemente el Presidente se refiere a los hispanos, las amenazas y las deportaciones efectivas – aunque conviene recordar que nunca fueron tantas como en la presidencia de Obama -, la más que lamentable decisión de poner fin al programa DACA (“The Deferred action for Childhood Arrivals”), decisión deplorada por el episcopado estadounidense, la tozudez obsesiva sobre el muro en la extensísima frontera que separa Estados Unidos de México, y los pasos atrás respecto de los acuerdos logrados anteriormente entre Estados Unidos y Cuba, provocan obviamente el rechazo indignado de los latinoamericanos y de sus gobiernos, de derecha, centro o izquierda que sean. Para peor, el anunciado “proteccionismo” del gobierno de Estados Unidos – con el propósito de renegociar el Tratado de Libre Comercio con México, recurriendo a verdaderos chantajes – es cosa pésima para una América Latina que tiene necesidad de la apertura del gran mercado norteamericano. Los superpoderosos afirman su proteccionismo y los más vulnerables tienen que abrir sus fronteras para el libre comercio y la libre circulación financiera ¡Qué paradoja!