Es 1960 y Violeta Parra da una entrevista para la Radio Universidad de Concepción. Ahí adelanta parte de “El gavilán”, pieza compuesta para un ballet que nunca será montado. Y dice: “Este canto tiene que ser cantado por mí misma, porque el dolor no puede estar cantado por una voz académica, una voz de conservatorio. Tiene que ser una voz sufrida como lo es la mía, que lleva cuarenta años sufriendo”. Ese fragmento de la entrevista es uno de los cuadros que integran la obra En fuga no hay despedida, dirigida por Trinidad González y escrita por Luis Barrales en colaboración con la misma directora y los actores del elenco: Paula Zúñiga, Piera Marchesani, Tamara Ferreira, Nicolás Zárate, Nicolás Pavez y Tomás González.
Cuando se cumplen cien años de su nacimiento, este homenaje se destaca por su particular factura: como si fueran los retazos de una de sus arpilleras, va desplegando escenas que la muestran en sus distintas etapas vitales. Está la Violeta que abandona su casa sin avisar a nadie, porque sabe desde muy temprano que “en fuga no hay despedida”, como apunta en sus Décimas. Está también la Violeta que recopila la música popular en terreno, con su grabadora del tamaño de una maleta y su oído alineado en los cantos a lo humano y lo divino. La Violeta que da la batalla porque los chilenos se acerquen a sus raíces folclóricas, y que va al fondo de esos cimientos para desplegar su propia genialidad. La que se rebela frente al sistema de injusticias en el que habita. La Violeta iracunda, llevada a sus ideas. La que se desgarra amando y se pregunta qué he sacado con quererte ay, ay, ay. Una Violeta Parra volcánica, como la nombraba su hermano Nicanor. Una mujer compleja, a fin de cuentas, que en la triple interpretación de las actrices se nos irá desplegando como un torbellino que agita todo a su paso.
La escenografía del montaje es limpia, despojada: una suerte de galpón de tonos negros, donde vemos algunas sillas y una pila de instrumentos musicales desplegados por aquí y por allá. Bombos, guitarras, charangos, teclados. Habrá temas de la autora, cuecas y payas (bailes típicos chilenos y composiciones improvisadas, N.d.R.) que el elenco interpretará con sobrada gracia. Acaso uno de los momentos más altos sea, precisamente, la puesta en escena del duelo de payadores (cantautores que improvisan rimas, N.d.R.) que enfrenta a una dupla de hombres con otra de mujeres.
El humor y la picardía propios de esta expresión son enlazados con ciertos guiños de género que el dramaturgo Luis Barrales deja escurrir con astucia: “Detengamos las cuestiones / nos pasamos de la raya / toos saben que la paya / es asunto de varones”, dirá uno de los involucrados. Y la respuesta de la payadora de turno le cerrará la boca: “Cada cosa que ha de oírse / tanta ignorancia profunda / La paya es cuestión fecunda/ No para puro evadirse / Tanto podría decirse: / la vida y sus aflicciones / pero este par de jetones / la usan pa’ puro mentir / Cuando payen qué es parir / les respeto sus canciones”.
Aunque algunas escenas de la obra se alargan más de la cuenta y el final pierde un poco de fuerza, el conjunto brilla por su frescura; por la acertada construcción en fragmentos, del todo coherente con el arte de la autora; por el estupendo despliegue musical comandado por Marcello Martínez y por su carácter de homenaje en fuga de cualquier tipo de grandilocuencia.