Las órdenes mendicantes que desembarcaron en América Latina de las naves de los conquistadores y más aún con la llegada de los Jesuitas en la segunda mitad del 1500, son, de alguna manera, el punto visible de la conciencia globalizante de la Iglesia. ¿Usted encuentra esta conciencia en la Iglesia que actuó en los comienzos del descubrimiento y de la conquista?
Especialmente en el siglo XVI. La Iglesia latinoamericana es la primera gran Iglesia hija de la misión ad gentes de la cristiandad europea, que a partir de ese momento pasó a ser mundial.
El historiador Helio Jaguaribe habla de tres corrientes globalizadoras: la primera en el siglo XV, como resultado de los descubrimientos (revolución mercantil, modificación de las formas de producción del medioevo); la segunda, con la Revolución Industrial y, gracias a las máquinas, el vapor y la electricidad, la transformación del modo de producir; la tercera, motivada por los descubrimientos científicos y las innovaciones tecnológicas de la primera mitad del siglo XX, que comienzan su despliegue desde la Segunda Guerra Mundial.
Me inclino a pensar en la revolución científica moderna como una etapa de la Revolución Industrial. De hecho, esta última es una aceleración progresiva y vertiginosa de la globalización. El vapor, el tren sobre rieles, el telégrafo, hasta llegar a internet, imprimen velocidad a la capacidad humana de encuentro, superando de golpe las distancias.
Es decir que hubo dos grandes corrientes globalizadoras.
El proceso de globalización contemporáneo -como hemos visto- comienza con el descubrimiento luso-castellano de América en el camino hacia el extremo oriente asiático. En ese momento comienza también la relación entre la Europa atlántica y el resto del mundo, como centro y periferia.
América Latina venía a ser la periferia transatlántica más inmediata del viejo continente, una suerte de hinterland que se estructuraba alrededor de los dos virreinatos indígenas de México (con capital México en la ecúmene Azteca, en América Central y las Antillas), y del Perú (con capital Lima en la ecúmene Inca, que se extendía sobre la mayor parte de América del Sur), y de la gobernación del Brasil portugués. Este descubrimiento significó para América el momento en que comienza una relación mercantilista de monopolio con Europa.
A finales del siglo XVIII, las trece colonias inglesas obtienen la independencia de Inglaterra, apoyadas por Francia y España. Se unen, forman un estado federal, con un mercado común interno y una sola política tarifaria externa. En contra de Adam Smith, impulsan una política proteccionista que permite el despegue de la industria y la expansión continental hacia el Pacífico. Con América Latina sucedió a la inversa. Las guerras de la independencia y el fracaso del Congreso de Panamá disgregan el continente en estados aislados y separados entre sí. Un resultado que está bien lejos del que Bolívar buscara: unificar América Latina en una “nación de repúblicas”.
Es así que Gran Bretaña, cuna de la industrialización, instaura la era liberal del comercio mundial con una serie de tratados comerciales estipulados con los estados individuales, comenzando con Brasil en 1810. Se puede decir que en este momento comienza la historia de la deuda externa latinoamericana, que continúa ejerciendo su presión sobre el continente hasta nuestros días. En síntesis, la independencia inaugura una fragmentación que depende de Inglaterra, el segundo poder global, sucesor del imperio hispano nacido de la unión entre Castilla y Portugal (1580-1640).
Un argentino, Juan Bautista Alberdi, es el primero entre nosotros que tiene una visión de centro-periferia, en 1837. Y en un ensayo de 1870 ya habla de los estados continentales. Con agudeza, sostiene que la evolución lógica del mundo tiende a la formación de “estados-continente” como parte de un único “Pueblo-Mundo” del futuro, prefigurando con ello la superación de los estados-nación clásicos.
Quiere decir que la Iglesia latinoamericana de hoy debería mirar con simpatía la globalización.
La Iglesia es intrínsecamente globalizadora; su vocación católica es global, tiende a la totalidad; el reino de Dios es la globalización simultánea de toda la humanidad de todas las épocas.
Según esta visión, la globalización es un movimiento íntimo de la historia.
Los “cielos nuevos y la tierra nueva” son la apoteosis de la simultaneidad de todo con todo.
¿A qué se debe entonces la existencia de cierta sospecha de la Iglesia sobre la globalización?
Es comprensible. Por lo mismo que ya señalé: la globalización se perfecciona después de la caída de la URSS y de la reunificación del mundo en un solo polo. En aquel mismo año se redacta el así llamado “Consenso de Washington”, que marca el apogeo neo-liberal en el globo. El victorioso liberalismo se extiende por todo el mundo, ostentando además una cierta seguridad arrogante. El neoliberalismo se difunde con la globalización, se mezcla con ella, le da el tono.
De hecho, quien mira con aversión la globalización, mira con aversión al neoliberalismo. Los grupos antiglobal que se reúnen asiduamente en Porto Alegre -de los que participan muchos católicos- identifican globalización con neoliberalismo. Pero las dos cosas no coinciden de ninguna manera.
¿Hay alguien en el ámbito del pensamiento católico contemporáneo que haya captado en profundidad el proceso de globalización en acto y sus consecuencias?
Juan Pablo II. El papado en cuanto tal -por misión y por definición- es el punto de conciencia del conjunto. Este último lo ha sido en modo particular. Juan Pablo II pensó en la totalidad, intervino sobre el conjunto, fue notablemente ecuménico.
En este sentido, un nexo con el Papa debería revestir un valor particularmente significativo para un intelectual católico. Mirando la totalidad es como mejor se ve también lo particular. El todo en el fragmento, para parafrasear el título de una obra célebre de Von Balthasar sobre la teología de la historia.
Hubo años en que la relación con el centro de la catolicidad no era muy popular entre los intelectuales latinoamericanos.
La base católica latinoamericana fue desde siempre romana. No se desarrolló un “complejo anti-romano” en América Latina. El catolicismo de estos pueblos ha sido -y es- apostólico y romano.
Ser “romano” hoy es más respetable que en el pasado, es algo “inteligente”.
No existe una nación sin “ciudad capital”, es decir, sin cabeza unificadora. En la capital se sintetiza la multiplicidad de una sociedad, de modo que la “capital” es la que reunifica constantemente el conjunto disperso. La misma ley vale para el papado romano: es el re-globalizador incesante de la convergencia de todas las Iglesias católicas del mundo. Todas se comunican con Roma y Roma se comunica con ellas, y les devuelve nuevas síntesis del conjunto. (Segunda parte)
Primera parte:
De: Alberto Methol Ferré-Alver Metalli, El Papa y el Filósofo, Buenos Aires, Biblos, 2013. Edición anterior: La América Latina del siglo XXI, Edhasa, Buenos Aires, 2006