El punto al que ha llegado la crisis venezolana, después que en medio de cantos, juramentos y fraseología obsoleta, Maduro entronizó su payasada de Constituyente, hace que en todas partes – ambientes diplomáticos y políticos dentro y fuera de Venezuela – exista una sola certeza: Nicolás Maduro ya no es parte de la solución de la crisis. Ahora el problema es él mismo, y tiene que irse lo antes posible. Con Maduro ya no es posible salir adelante, y no solo por razones políticas, sino también personales. El heredero de Chávez nunca estuvo a la altura de su legado. Llevó a Venezuela al desastre, arrasando incluso con las no pocas e importantes conquistas, sobre todo sociales, de su predecesor. Año tras año, desde abril de 2013, fue resultando evidente que es un gobernante incapaz no solo de mantener la unidad del país sino también de hacer que crezcan el progreso material y las libertades civiles. El balance de estos años se resume en pocas palabras, confirmadas por decenas de informes oficiales internos e internacionales: es el peor gobierno latinoamericano de los últimos años. Maduro es el ícono del fracaso total de la demagogia populista, el fanatismo ideológico y la incompetencia política.
De nada sirve que Maduro repita continuamente palabras como “izquierda”, “libertad”, “progreso”, “igualdad”, “pueblo”, etc. No existe ningún gobierno de izquierda y democrático que en cuatro meses haya asesinado más de 120 ciudadanos inermes y enviado a la cárcel más de 500 opositores sin acusación ni juicio; ningún gobierno de izquierda mata de hambre a su pueblo y ningún gobierno de izquierda deja morir a sus enfermos por falta de medicinas.
A Maduro se le terminó el tiempo y lo mejor que puede hacer es buscar un salvoconducto. El presidente venezolano no tiene el carisma que tenía el padre del “socialismo del siglo XXI”, Hugo Chávez. No tiene siquiera la preparación mínima necesaria, ni tampoco la habilidad, la astucia y amplitud de miras que se requieren para gobernar una situación crítica e inestable como la de Venezuela.
En el complejo itinerario de esta crisis – considerando el período comprendido entre el momento en que el Papa Francisco se interesó directamente (21 de abril de 2013) hasta hoy – resulta evidente que Maduro ha demostrado ser un gobernante poco confiable, contradictorio, proclive a la mentira y al engaño, engreído y descarado. Maduro, encerrado dentro del estrecho círculo de personajes que lo manejan (Diosdado Cabello, Tareck El Aissami, Vladimir Padrino López y los hermanos Rodríguez, Delcy y Jorge) ha mentido una y otra vez a sus interlocutores vaticanos, a los representantes de la Unasur, a numerosos diplomáticos latinoamericanos y europeos y a altos responsables de la ONU. Fundamentalmente el principal responsable entre todos, tanto miembros del gobierno como de la oposición, del fracaso del diálogo apoyado por la Santa Sede y llevado adelante por dos ex presidentes latinoamericanos y un Primer ministro español, es Nicolás Maduro y los suyos. Maduro ha usado a todos de manera descarada para ganar tiempo y organizar sus respuestas, cada vez más autoritarias y represivas. Desde el pasado domingo hasta hoy, Maduro ha ido concretando un verdadero, gradual pero despiadado “golpe”, cerrando cualquier posibilidad de solución democrática en el país. Y en todo esto, no tienen nada que ver las “injerencias extranjeras”, las “operaciones ocultas del imperialismo” o los “complots internacionales”.
Hoy por hoy, Maduro es un chato y mediocre dirigente sin pensamiento propio y sin impulso utópico. Por lo general compensa su evidente falta de liderazgo con una verborragia sembrada de invocaciones a Dios y reclamo de bendiciones, hasta parecer una especie de telepredicador en serie. Hoy, atrincherado ya en cuatro manzanas de Caracas, sus discursos, incoherentes y vulgares, resultan patéticos. Ni siquiera se da cuenta de que todavía está sentado en su sillón porque le conviene a las Fuerzas Armadas, y que cuando ya no les sirva tendrá que buscar otro oficio.
Tal vez las buenas maneras periodísticas, que a menudo responden a la obsequiosidad mediática con el poder, consideran poco correcto lo que hemos escrito. Alguien podría objetar que es un ataque personal. Pero no se trata de eso. Conocemos muy bien desde el principio la crisis venezolana, crisis que muchos analistas de última hora creen que nació hace unos meses con las primeras muertes en las protestas contra el gobierno. Obviamente ignoran, por ejemplo, que la situación ya era grave e incandescente el 11 de mayo de 2006, cuando Benedicto XVI recibió en audiencia a Hugo Chávez. Desde entonces todo siguió empeorando cada vez más. Maduro ha rechazado todas las oportunidades que se le propusieron para buscar soluciones consensuadas, pacíficas y democráticas en favor de la paz y del bien común, como siempre auspició el Papa. Ahora, con él ya no es posible ninguna solución. Cuanto más insista en aferrarse al poder, más larga será la dolorosa agonía de un pueblo y de una nación.