«Ya era hora», gritó Paternoster cuando estuvo seguro de que podían oírlo.
Escupió hacia la derecha y puso en vertical 190 centímetros de músculos y huesos, bastante bien conservados después de ocho años de aquella vida más otros cuarenta y dos, y cargando sobre sus espaldas aquel nombre extraño que solo podía gustarle a su padre y a la tía Concepción. Pensaba en ella, y no precisamente con gratitud, cada vez que veía aparecer una sonrisita de circunstancia en los labios de las personas cuando se presentaba.
«¿Paternoster?…».
«Sì, Paternoster…».
«¿Paternoster cuánto?».
«Solo Paternoster, es nombre y apellido, una sola cosa», tenía que explicar.
Maldita sea la vieja santurrona. Tenía el vicio de escupir como esos animales, pero se sabía la Biblia de memoria. El viejo y el nuevo testamento y esos otros libros que llamaba apócrifos. Maldecía a la tía Concepción porque a su padre, menos después de muerto, no quería faltarle el respeto. «El que honra a su padre expía sus pecados» – era una frase típica de la tía Concepción, sin ninguna duda- y él tenía que expiar muchos pecados. ¡Vaya si eran muchos! Lo curioso es que le pesaban cada vez más a medida que pasaban los años. Por eso no le gustaban los cumpleaños y el que se acercaba, menos todavía.
«Ya era hora de que llegaran», repitió Paternoster empujando hacia abajo el borde de los pantalones que había trepado hasta la espinilla cuando se puso de pie.
Masculló algo incomprensible, quizás contra el muro que tenía a sus espaldas, como si este no hubiera sido el mismo de siempre, calcinado por el calor y retorcido por las embestidas de la humanidad que intentaba cruzarlo.
«¿Cómo les fue hoy?». La voz interrogante acompañó la puerta del auto con la mano; del otro lado, su compañero de patrulla la golpeó con violencia.
Scully lo miró torcido y sin decir una palabra hizo bajar del auto a dos hombres, uno joven y el otro de cierta edad; los esposó a la manija de las puertas y caminó hacia Paternoster.
«¿Todo en orden Paternoster?».
Si él lo había hecho, si su padre le había puesto ese nombre, alguna razón había, debió tener sus motivos; pero la tía Concepción qué razón podía tener para alegrarse por aquel nombre «delante del cual toda rodilla se dobla en el cielo y en la tierra», como exclamaba con su vocecita quejumbrosa citando vaya a saber qué página del Santo Libro.
«Paternoster… ¿Todo como siempre por aquí?», volvió a preguntar el patrullero que acababa de llegar.
«¡Podrían llegan un poco más temprano, carajo!» Borbotó una tonelada de carne bastante bien distribuida, acercando el reloj a la nariz para señalar que sí, que estaban atrasados, malditamente atrasados, él y su compañero, y que eso iban a pagarlo.
«¿Mucho trabajo?», insistió Scully ignorando la queja de Paternoster.
A esta altura ya lo conocía; se daba cuenta en seguida en qué circunstancias no hacía falta tomarlo al pie de la letra.
«Veintisiete en este sector», contestó Paternoster cuando estuvo seguro de que había dejado en claro su autoridad – “Porque a los ancianos les corresponde ser hombres de consejo”, advertía el Sirácides, y aunque él no se sentía viejo, no era bueno que Scully tuviera la última palabra. «Los del turno anterior dicen que agarraron el doble», agregó para cerrar la conversación.
Miró desganadamente el muro, se secó la frente con un pañuelo sucio que hubiera goteado su propio sudor si lo estrujaba un poco más fuerte.
El turno había terminado siete minutos antes – controló una vez más la hora de manera ostensible para que vieran que no tenía ninguna intención de dejar pasar el atraso, que deberían rendir cuentas del mismo y vaya si no lo harían – y el pañuelo fue a parar al bolsillo de atrás, mitad dentro y mitad fuera.
«Los diez minutos los voy a recuperar cuando les toque a ustedes, más dos minutos de interés», se sintió en la obligación de puntualizar Paternoster exagerando la negligencia de sus colegas. «Y sin ningún aviso, recuérdalo bien Scully, no te lo pienso advertir, ¡recuérdalo! Me lo tomaré cuando me dé la gana y no quiero escuchar quejas. ¡Me los tomo cuando tengo ganas y listo!».
Scully había decidido no hacerle caso – no era el momento apropiado – y aceptó el sermón.
« ¿Y esos?». Con un movimiento de cabeza Paternoster señaló a los dos hombres esposados a las manijas de las puertas de atrás, uno de cada lado.
«Los agarramos en la ruta a San Diego, la 32. Se veía enseguida que no eran de la zona. Como dos manzanas en un cajón de bananas. No han dicho ni una palabra; de dónde son, de dónde vienen… Vaya a saber…», le informó Scully. «Nada de nada» bromeó en español. «¡Y han hecho un largo camino!», agregó, comprendiendo que Paternoster había notado que estaban escuálidos y con aspecto zaparrastroso. «Estaban deshidratados; se tomaron medio bidón…».
Paternoster caminó hacia ellos.
Los dos hicieron el mismo movimiento al mismo tiempo, en forma sincronizada, como las alas de un ángel de papel maché en la iglesia a donde la tía Concepción lo arrastraba todos los domingos cuando era niño.
Se detuvo a pocos metros de distancia.
Escupió en la tierra, muy cerca del zapato polvoriento.
«Bueno, di algo; tu nombre por lo menos. ¿Cómo te llamas? Felipe, Fernando, Pancho, Paco…», le gritó al mayor de los dos, sujeto a la puerta de la derecha. Debía tener cerca de sesenta años y no parecía llevarlos muy bien. Solo los ojos eran jóvenes todavía y se achicaron al escuchar la voz.
«El nombre… el nombre, carajo», dijo vocalizando con claridad sin recibir respuesta.
«¿Estás seguro de que entiende? Díselo en español. ¿Cómo te llamas?…Tu nombre… De dónde eres?». Scully sopló sobre las eses finales como un fuelle sobre las brasas. «Paco… sí, Paco… Ringo, ¿cuánto quieres apostar que ése se llama Paco? Todos se llaman así del otro lado.
El interlocutor lo miró con aire distraído.
«Por otra parte no tienen ninguna intención de frenarlos» siguió diciendo Scully, al que no le gustaba que lo ignoraran. «¿A qué se dedican los frontaleros mexicanos? ¿Qué se creen? ¿Que alguno de este lado quiere pasar para allá?». Se rió; el cuerpo enjuto se sacudió como una batidora. «Las muchachas – siguió – ésa es una buena razón para pasar del otro lado, ¿eh Ringo? Tú irías por las muchachas, ¿no es cierto? Saltarías ese jodido muro sin tomar envión siquiera, ¿eh? Así…». Scully juntó los pies y dio un saltito ridículo.
«No nos quieren del otro lado; vienen todos para acá», contestó su compañero que no se llamaba Ringo y era de Madison, junto al lago Manona, en Wisconsin. Cómo había terminado en la frontera con Tijuana, nadie lo sabía, probablemente porque Jonathan Pech nunca hablaba del tema.
«Eh, pero esas mexicanas son más picantes que el chili, por ellas vale la pena correr cualquier riesgo», opinó Scully.
«No quieren a los yankees en su casa, ya te lo dije; quieren nuestro dinero; eso sí lo quieren» sentenció Jonathan Pech de Madison, expresando en la sentencia por lo menos dos generaciones de sentido práctico.
«Y tú se lo puedes tirar así…» Scully sacó una moneda, la envolvió en un pedazo de papel arrugado y lo arrojó contra el muro con violencia.
El bollo aterrizó un poco antes; rodó lejos del muro que precisamente en ese momento desprendió un reflejo metálico.
Paternoster ignoró el gesto irritado de su colega; rodeó el capó del auto caminando lentamente. El más joven de los dos esposados se sentó en el suelo, con el brazo colgando de la manija del vehículo como una vieja algarroba.
«Bueno, algún documento de mierda con un nombre debes tener. ¿Qué tienes en el bolsillo? Sácalo; ya sabes que no podemos ponerte las manos encima».
El muchacho clavó la punta de los zapatos en la tierra; se levantó, poniendo de manifiesto la vitalidad de su juventud.
«…Un carné…, una hoja con una foto… ¡vamos, sácalo, vamos!»
«En español, en español Paternoster, díselo en español ¿qué idioma quieres que hablen estos tipos? «Apenas si hablan el suyo…», se burló Scully. «Documentos…papeles…fichas» gruñó acentuando las eses de manera burlona.
«Vamos, ¿acaso es la primera vez que saltas?», insistió Paternoster evitando mirar a los ojos al joven clandestino. «No, tú ya lo intentaste. No te gusta vivir en tu casa, ¿eh? Lo llevas grabado en la cara que no te gusta. ¿Dónde queda tu casa? ¿Tienes una familia? ¿Sabes lo que es una familia? ¿Controlamos ahora o lo hacemos después? Si no aparece nada, ya sabes lo que ocurre…».
El brazo delgado del clandestino, el que estaba libre, se balanceó junto al cuerpo.
«Nada, nada, no quieren», canturreó Scully mientras sacudía en contra del viento un trapo marrón sucio por el uso, haciéndolo restallar como si fuera un látigo.
«Como quieras… algunos días a la sombra no te asustan, ¿eh? Tiempo es lo que te sobra. ¿Qué hacen ustedes con el tiempo, ¿eh?». Paternoster dirigió su atención a los otros dos patrulleros, uno ocupando con sus botas y el otro con el cinturón. «¿Dónde está el agua?» preguntó con autoridad, como si tuviera derecho a disponer del agua ajena.
«Atrás, en el baúl… » le contestó Scully. «Usa el bidón más pequeño, el que todavía está lleno; en el otro metieron la lengua esos dos».
Le arrojó el llavero; después se inclinó para seguir lustrándose las botas con el trapo áspero que llevaba siempre.
Paternoster no entendía por qué le daba tanta importancia. Hacía dos años que se pasaban el turno el uno al otro, pero por qué quería las botas brillantes al comenzar el suyo para después ensuciarlas, era un misterio. De nada servía preguntarle por qué lo hacía; hubiera salido con alguna de las suyas. «Si frotas este cuero, se ablanda como una chicana en celo», hubiera contestado. Paternoster había decidido que no valía la pena volver a tocar el tema de las botas y darle la oportunidad de contestar alguna estupidez como esa.
Miró el muro de reojo, furtivamente, como si quisiera asegurarse de que todavía estaba en su lugar.
«Eh, se ve que se acercan las fiestas; empiezan a saltar como grillos en los rastrojos» comentó Scully entre un chasquido de trapo y otro.
«Ellos siempre están de fiesta, y es cosa seria; música, tequila barata que perfora las tripas y mariachi a grito pelado» masculló el compañero de patrulla ocupado con la hebilla del cinturón.
Paternoster escupió a pocos centímetros de la goma del auto de Scully. Se arrepintió en seguida, apenas lo hizo; no quería parecerse a la tía Concepción. Abrió el baúl, levantó el bidón lleno sobre el hombro, lo inclinó hacia la boca. Dejó que el líquido le corriera por el cuello, por el pecho, hasta que la mancha oscura se agrandó a la altura de la panza, humedeciendo el chaleco marrón del uniforme reglamentario. Espió al viejo esposado a la puerta del auto.
«¿Quieres un poco?»
Los ojos aún vivaces se clavaron en el bidón; pero no dijo ni una palabra.
«¿Y tú? ¿Todavía tienes sed?», le gritó al más joven, quien al igual que el anciano siguió mudo.
«¡Digan algo, carajo!» maldijo. «¿Cómo te llamas?» El nombre no tiene nada que ver con el problema en que están metidos. Y tampoco con los nuestros. Hablando se entiende la gente. Después cada uno sigue su camino, ustedes en una dirección y nosotros por nuestro lado».
Levantó la cabeza hacia el muro, la giró en dirección al viejo; volvió a levantarla hacia el muro; la bajó en dirección al más joven, en un vaivén que empezó a preocupar a Scully.
«¿Qué estás pensando, los quieres volver a tirar del otro lado?» le gritó Scully.
«Escucha Paternoster, ya lo hemos discutido. No estoy de acuerdo, no quiero tener problemas, y Johathan tampoco… ».
Al oir su nombre de bautismo, Jonathan Pech de Madison levantó la cabeza del cinturón; comprendió que algo no andaba bien.
«… No deberíamos estar aquí hablando de nuevo sobre lo mismo, ya lo hemos hecho», siguió diciendo Scully. “Sabes perfectamente que no podemos tirarlos de vuelta al otro lado sin haberlos identificado primero. En estos tiempos estamos arriesgando el trabajo. Lo único que esperan es pescarnos en falta, los jefes y una docena de organizaciones religiosas, y esos rompebolas de Amnesty…».
Paternoster bajó el bidón sin ponerlo de nuevo en el baúl; controló que la escopeta estuviera en su lugar dentro de la funda, detrás del asiento. Levantó la cabeza; miró de nuevo el muro; volvió a escupir y a arrepentirse por haberlo hecho.
«…y si no nos joden los nuestros, nos denuncian los de ellos. ¿Recuerdas lo que le pasó a Greg?». Scully dudó, inseguro si debía comentar el destino del compañero o pasar a otra cosa. Siguió diciendo. «Están del otro lado para eso, ¿si no qué sentido tiene la guardia fronteriza mexicana? ¿Están controlando que no nos escapemos nosotros? ¡Y a quién le interesa vivir en esa mierda! Se matan entre ellos como cucarachas. ¿No escuchaste? En Tijuana ya perdieron la cuenta de los que encuentran cada mañana con un agujero en la cabeza y los sesos desparramados». Rió nerviosamente. «¿Me estás escuchando? ¿Me has entendido? Controla tu media sangre latina. Las opiniones no tienen nada que ver, Paternoster, ni la religión… la ley es la ley… y el trabajo es el trabajo».
Jonathan Pech consideró que la discusión había terminado y volvió a concentrarse en la hebilla del cinturón, Scully sacudió la cabeza; siguió lustrando su bota con el mismo ritmo de siempre, poco convencido de haber terminado el problema.
El muro temblaba como un junco, el calor ascendía por ambos lados abrasándolo; por un instante le pareció a Paternoster que la pared se movía, que vibraba como la laminilla de un órgano, que se curvaba por la presión de los mexicanos atrapados del otro lado, todos con los ojos fijos en las rendijas. Le parecía que estaba viéndolos; cientos de dedos que palpaban la superficie de la barrera, que se introducían en las ranuras entre una placa y otra como la mala hierba entre las piedras, que empujaban contra la pared hirviendo, los ojos de láser que atravesaban las planchas metálicas, el aliento con sabor a tabaco rústico, la lengua oscura que aparecía y desaparecía entre los labios abiertos como una serpiente en medio del follaje.
Escupió por quinta vez, el salivazo se mezcló con el polvo; y esperó.
¡Maldita tía Concepción con sus sermones! ¿Qué le importaba a ella la redención del prójimo? ¿No podía dejarlo en paz para revolcarse piadosamente en el pantano de la depravación? Y además sus frases preferidas las sacaba de los Proverbios; se las propinaba a los vagos – «La mano negligente empobrece, pero la mano de los diligentes enriquece» – y a los charlatanes – «el de labios necios va a la perdición» – dos categorías de indeseables que le resultaban particularmente irritantes y que precisamente por eso se había obstinado en corregir.
«¡Ah! Qué cosa con los hombres», intervino Scully como si en aquel momento hubiera terminado un largo razonamiento. «Cuando ven brillar algo, se precipitan como la lava de un volcán; no hay manera de frenarlos». Suspiró. «No hay nada que hacerle, no hay muros que valgan. Haría falta dinamita para detenerlos, hacerlos saltar a todos por el aire». Volvió a suspirar, dando a entender que tenía una gran experiencia con sus semejantes, y volvió a fregar sus botas negras.
Paternoster lo miró con un solo ojo, restregando el otro con el dorso de la mano. «Dos mil quinientos dólares para perseguir todo el día a tus semejantes y devolverlos al otro lado, así pueden lamer sus heridas y prepararse para saltar de nuevo al día siguiente…».
No podía ver desde allí a los que estaban detrás del muro, pero era como si los tuviera delante, con los cigarrillos impregnados de alquitrán que pasaban de mano en mano, los nauseabundos tacos de carne y aceitunas que asomaban por los bolsos rotosos, el pan de maíz que atacaban con voracidad y el tequila de dos pesos que bajaba a borbotones hasta el estómago. Comían y esperaban, conversaban y esperaban y se acuchillaban; defecaban y meaban y eructaban y se lamentaban; dormitaban y soñaban y se acoplaban a la noche en abrazos apresurados.
Hasta pronto, que tengas suerte…
Muchachos por lo general, pero también chicas con los Panchito, los José, las Guadalupe, los Paquito, los Felipe, prendidos a las polleras y personas de más edad que esperaban la noche que ya no era noche, iluminada como si fuera de día por los reflectores, perforada por los infrarrojos, auscultada por los sensores que interceptaban el paso y por termodetectores que medían el calor del cuerpo.
Que te vaya bien, mándame noticias…
Pero Paternoster no dijo nada y el roce del trapo sobre las botas de Scully fue el único sonido durante un largo minuto.
«¿Escuchaste la última?».
Scully se sintió en la obligación de romper el silencio.
«Todavía no hay nada oficial, pero me lo sopló Wilbur, de la central, el pelirrojo con pecas» dijo, con el trapo apoyado todavía sobre la bota que brillaba al sol como un espejo. «El mes que viene pondrán las fotoeléctricas cada cincuenta metros y los sensores cada treinta».
«No van a pasar ni las ratas» intervino Johathan Pech, que hasta ese momento había estado callado, golpeando la hebilla del cinturón para enderezarla.
«¿Cincuenta metros? Qué divertido, no…» comentó Paternoster con la cara hacia arriba, controlando que la mancha de sombra que se desplazaba sobre el suelo correspondiera a la nube que se movía allá en el cielo cubierto de motas blancas en movimiento. «Para nosotros no cambia nada; siempre-detrás-debemos-correrlos».
Lo traicionó la construcción de la frase.
Paternoster era americano, se sentía americano, soñaba como americano, vivía como americano y pensaba como americano, pero no era solamente americano. El bisabuelo de villa Zolfo di Calamita en la provincia de Catania, a través de su abuelo le había inoculado en la sangre algo que no era del todo americano y que de vez en cuando se despertaba como un virus, poniendo nervioso a Scully que no comprendía por qué el prójimo debía ser algo distinto de uno que está al lado y las cosas sencillas no podían seguir siéndolo.
«De aquel lado ellos, que nacieron allá y de este lado nosotros, que nacimos acá». Sencillas y claras. «Además nosotros no construimos el muro», objetaba para rechazar viejas acusaciones que aquel día nadie había planteado. «¡Y un muro es un muro! ¿Para qué sirve un muro si uno puede pasar para un lado y para el otro como si no existiera?», agregaba, asombrado de que se pudiera dudar de una verdad tan obvia.
El muro de color herrumbre subía y bajaba por los desniveles del terreno, penetraba en los espesos matorrales, se enroscaba en la colina como una serpiente y reaparecía poco después detrás de una lomada con las espiras adormecidas por el sol. Paternoster siguió con la vista el cuerpo sinuoso que se esfumaba en el horizonte.
Estaban allá, lo sabía, del otro lado, formando corros ruidosos e insoportablemente alegres, contándose las desgracias unos a otros, intercambiando despedidas, buenos deseos, mucha suerte, escribiendo direcciones en sus pañuelos; estaban allá, apretados contra el muro, diciéndose palabras de aliento, vayas con Dios, che la Virgen te bendiga, y contándose lo que harían cuando llegaran del otro lado.
«La semana pasada me tocó uno con Sida; un tipo muy muy flaco que había hecho todo el camino a pie desde Chiapas», siguió diciendo Scully después de mojar con saliva la punta del trapo. «Casi lo había logrado; estaba en la 44 yendo para San Diego… si no hubiera tenido los pies hinchados como globos estaría comiendo frijoles en Los Ángeles con sus parientes». Hizo una pausa y siguió hablando. «Lo hice subir al auto empujándolo por la espalda con la punta de la cachiporra, vamos, vamos; derechito, derechito… nunca se sabe si te puede alcanzar con las uñas infectadas; pero ni siquiera lo intentó».
La mancha oscura de la nube llegó hasta la base del muro; Paternoster la siguió con la mirada, observó cómo oscurecía la barrera, trepaba por ella con ligereza, se sentaba encima y se deslizaba como un copo de algodón sobre la superficie de la pared hasta que la mancha gris sobre la tierra hubo pasado completamente del otro lado. Se sorprendió al ver que las nubes pasaban cuando querían; «no siguen los flujos migratorios de los seres humanos», pensó usando una frase hecha de la canasta donde había amontonado los conocimientos de uno de los tantos cursos que hizo en su vida. Pero dijo otra cosa.
«Hoy atrapé a uno que venía de Tabasco. Había partido junto con otros dos de El Salvador; le hicieron “el servicio” en el desierto de Chihuahua. ¡Qué cerdos! Tres energúmenos, tres roperos llenos de tatuajes».
El lustrador se detuvo.
«¿Los cogieron?», preguntó Scully con el trapo colgando de la mano derecha.
«Uno de ellos se negó», le contestó Paternoster.
«¿Los otros dos se dejaron?», insistió su compañero.
«Lo tiraron del tren con un tajo en la garganta, de oreja a oreja».
«¿Lo degollaron?», preguntó Scully.
«Me lo contó llorisqueando el que atrapé», dijo Paternoster.
Se hizo un silencio.
«¿Qué hiciste?»
«¿Qué podía hacer? ¿Dejar que se fuera? ¿No saben que no puedo hacerlo? Nos vigilan, tanto como a ellos. Más que a ellos, carajo. Las fotoeléctricas y esos jodidos sensores también los pusieron por nosotros, ¿qué se creen, que todo este despliegue de tecnología de última generación es solo para ellos?».
Se llevó el bidón de agua a la boca. «¿En serio no quieres un poco? ¿Y tú tampoco?» les gritó a los dos clandestinos esposados a las puertas del auto.
Tomó otro trago y puso la tapa, acomodando el recipiente en el baúl.
«Deberían decírselo, poner un cartel del otro lado con letras bien grandes. Tienen que saber que nosotros no podemos hacer nada; tenemos que perseguirlos y devolverlos al lugar de donde vinieron. ¡Qué busquen allí su fortuna, carajo!».
Paternoster escupió de nuevo y clavó la mirada en el muro, como si la visión de los mexicanos desbordantes la tuviera delante de los ojos en aquel momento. Demoró en darse cuenta de que el más joven de los indocumentados esposados a la puerta había levantado el brazo libre; cuando lo miró se dio cuenta de que sostenía un pequeño rectángulo blanco entre los dedos y levantaba el brazo para mostrárselo.
Se acercó.
Reconoció el pedacito de cartulina blanca como una fotografía. Miró al muchacho con expresión interrogante. Este bajó el brazo y apuntó la foto contra el guardia de frontera como si fuera un arma. Paternoster la tomó, deslizándola de la mano del muchacho. Lo que vio, no lo impresionó.
Una joven de rasgos indígenas estaba acurrucada en el suelo, abrazando los hombros de dos chiquillos de rostro redondo y cabello lacio, uno sentado a su derecha y el otro, más pequeño, de pie a su izquierda. Sonreían al fotógrafo – el muchacho seguramente – mostrando a la cámara sus dientes blancos.
«¿Es tu esposa? ¿Estos niños son tuyos?», le preguntó Paternoster.
El mexicano asintió.
«¿Por qué diablos me los estás mostrando? ¿No te das cuenta de que te salió mal? Aquí no te puedes quedar, no puedes vivir aquí. Tienes que estar allá, con los tuyos. Mejor saca algún documento; ¿no tienes un documento, una ficha, un papel?».
No obtuvo respuesta.
«¿Por qué no te has quedado con ellos?… Sí, sí… No tienen trabajo… siempre es así… en su país pasan hambre, los muelen a palos, bajan la cabeza, tratan de escapar… siempre es la misma historia… el gobierno, los militares… los latifundistas…». Buscó en el bolsillo del chaleco, debajo del distintivo rojo de la Fronter Patrol. “Y ahora el hambre lo pasas aquí… ¿estás contento? ¿Hay alguna diferencia con lo anterior?». Sacó una fotografía con la punta de los dedos; se la tendió al joven, a la altura del ombligo, rozando la camisa anudada delante. “Era la mía. Una rusa… ¿No es gran cosa, verdad? No quise tener más esposas después de esta. Ningún hijo, no hubo tiempo; se fue con otro antes de que pudiéramos hacer uno, el día de mi cumpleaños… uno del sur que vendía maquilladoras en Ensenada».
Pensó en la tía Concepción que le había advertido sobre “la mujer forastera que tiene palabras seductoras pero abandona al compañero de su juventud». Maldita chupacirios. Si no había tenido éxito con las americanas, ella también tenía la culpa. ¿Quién se hubiera dejado seducir por alguien que se llamaba Paternoster?
«Una rusa del Cáucaso» siguió diciendo. «Hablaba su idioma y algunas pocas palabras más, apenas lo necesario para charlar un poco. Nunca entendió cómo me llamaba realmente; lo escribió mal hasta en la nota que me dejó cuando se fue» dijo recuperando la fotografía de manos del muchacho. «¿Qué estás mirando? ¿Por qué te lo digo? Eres un desgraciado, ¿no? Ciertas cosas las entiendes».
«Ehi, Paternoster, ¿qué estás haciendo? ¿Socializando? ¿Todavía se puede escuchar algo nuevo? Cuéntanos también a nosotros si hay algo interesante, no te guardes todo para ti».
Scully clavó los ojos en sus botas con atención, moviéndolas primero a la derecha y después a la izquierda.
Brillaron al sol.
Pareció satisfecho.
Era cierto – tenía que admitirlo – ¿qué novedad podía haber? No había nada nuevo para escuchar, nada que pudiera hacerlo exclamar: «¡Esta sí que es nueva!».
Hacía guardia en aquel sector del muro tres días por semana, doce días por mes, unos cien días por año sin contar las vacaciones. Dos días los pasaba en la estación del Sector 6 de San Diego para responder las llamadas de las patrullas y buscar los antecedentes de los indocumentados que detenían. Y siempre era la misma historia desde que empezó ocho años atrás hasta el día de hoy; ocho se cumplirían en septiembre, el 22 para ser más exactos, pasado mañana. Lo recordaba por la tía Concepción, que había elegido ese día para morir de un ataque al corazón, y lo que ocurría por esas fechas, días más días menos, le quedaba marcado en la cabeza como un hierro al rojo vivo en el cuero de las vacas. El año lo había olvidado; hubiera tenido que sacar la cuenta con los dedos, pero el día en que la vieja había partido quedó pegado a su cumpleaños como pintura en la pared.
¿Qué podía haber de nuevo? «Mira, ¡esto sí que es una novedad!» ¿acaso podía repetir una cita del Qoelet sin decir una blasfemia? Era cierto, Scully tenía razón. No había nada nuevo para informar; no había “nada nuevo bajo el sol”, maldita tía Concepción y sus citas.
¡Linda herencia la que le había dejado!
Un poco de dinero, libros religiosos y aquel nombre ridículo, Paternoster, en un idioma que ya ni siquiera estudiaban en las escuelas para curas. En las reparticiones públicas, cuando tenía que dar sus datos, no había forma de que lo entendieran. Paternoster. Pa-ter-nos-ter. Tenía que separarlo en sílabas y ni siquiera eso era suficiente para que les entrara en la cabeza. Qué podían saber de la Biblia y del latín esos idiotas con callos en las manos de tanto poner sellos en los sobres.
«Dejen aquí a estos dos y lárguense».
La voz de Paternoster llegó a los oídos de sus destinatarios en tono de orden. Scully y Johathan Pech de Madison se miraron el uno al otro.
«¿Los llevas tú a la central?» le preguntó Scully, enviando una señal de sumisión que sorprendió a Johathan Pech.
«Tengo que ir ¿no es cierto? Los llevo conmigo y los descargo allí».
Paternoster abotonó el bolsillo del uniforme donde había puesto la fotografía.
«Tienes que decir que los detuviste tú, ya sabes; no podemos correr ningún riesgo, conoces el protocolo de servicio».
«¿Y qué problema hay? Yo los detuve, ¿OK? No es que le dan un premio al que atrapa más gente».
Scully hizo un gesto con la cabeza a su compañero.
«Dale Ringo, pásalos allá».
Jonathan Pech, que había tenido tiempo para adherirse a la decisión de su compañero, se acercó al más viejo de los indocumentados, sacó la llave de las esposas del bolsillo del uniforme y abrió la cerradura.
«Pórtate bien abuelo; que de todos modos ya no te quedan fuerzas».
Empujó al anciano hacia el auto de Paternoster y lo hizo subir en el asiento de atrás. Repitió la misma secuencia con el muchacho.
Paternoster escupió en dirección al muro, como si la escupida pudiera cortar el metal y abrir una brecha, y por aquella brecha se precipitara una catarata de latinoamericanos a granel y se esparciera por los campos, entre los arbustos, a campo traviesa, todos corriendo con la ropa harapienta, descalzos o con esas ridículas alpargatas de tela con un olor asqueroso, los más viejos rengueando, los jóvenes gambeteando como potrillos y las mujeres arrastrando de la mano a los Panchito, las Guadalupe, los Paco, los Felipe… Todos juntos, todos al mismo tiempo, todos corriendo, todos en la misma dirección como los “toros tullidos” de Jacob que la tía Concepción simulaba repiqueteando con los dedos y golpeando con los pies en el suelo de manera bastante grotesca.
A esa altura sería inútil perseguirlos; hubieran llegado a las ciudades de todo el estado, Los Ángeles, Sacramento, San Francisco… y cada vez más lejos, a Filadelfia, Boston, Nueva York, Chicago; se hubieran reunido con los que ya estaban allí, los que ya había saltado el muro y estaban esperando, esperando que tarde o temprano llegaran sus hermanos y hermanas, primos, tíos, sobrinos de primera o segunda generación, parientes y conocidos, esperando a los que eran como ellos, los que también hablaban español, los que chapuceaban el inglés con esas eses obscenas, los que preparaban tortillas y frijoles para el almuerzo y la cena y metían las manos en el plato y murmuraban jaculatorias a la Virgen como la tía Concepción, que ojalá se le enrosque la lengua alrededor del cuello; que le prendían velas a los santos en las fiestas de guardar, que daban limosnas a los pobres miserablescomo ellos y tenían un hijo tras otro como conejos para honrar la promesa de Baruc de que «los multiplicaré y ya no disminuirán».
Carajo, quién hubiera podido frenar aquella avalancha desenfrenada que corría, saltaba, se abría paso, gambeteaba a diestra y siniestra, empujaba hacia adelante, adelante, adelante, cada vez más adelante… Ni todas las patrullas de todos los turnos de esta mierda de policía de frontera hubieran podido contenerlos.
Escupió sobre la tierra.
«Están diez minutos atrasados», gruñó Paternoster poniendo fin a las elucubraciones. «Suban al auto y empiecen la ronda, carajo, o les hago un informe; uno de esos que les arruine la fiesta».
«Bueno, bueno, tranquilo, tranquilo, nos vamos. Esos dos los atrapaste tú, ¡de acuerdo!».
Scully sacudió el trapo en el aire; lo dobló con cuidado. Miró de reojo a Paternoster, decidiendo que tal vez era mejor hablar de alguna otra cosa en vez de dejar la amenaza colgando en el aire como última palabra.
«Por si te interesa, antes de ayer agarré una que era la cuarta vez que lo intentaba. Con panza y todo» le dijo. «Estaba embarazada; quería tener al chico de este lado. Una tal Garavito, sí, Magdalena Garavito. Una hermosa hembra mexicana, con dos tetas así de grandes», agregó extendiendo el trapo sobre la panza y estirándolo hacia adelante para simular la erección de su propio miembro. «Estaba dispuesta a cualquier cosa si la dejábamos ir. Ella también se hubiera dejado coger con tal que la dejáramos seguir; como esos del tren que te tocaron a ti». Cortó la frase y se dio vuelta hacia su compañero de patrulla. «¿Tú lo pensaste, eh, Ringo? Te la hubieras volteado a esa, por delante y por detrás, ¿no es cierto? Y no estás pensando en tu mujer, ¿eh?».
«Lárguense, vayan a trabajar», gruño Paternoster.
«Ehi! Paternoster, dónde está Felipe Philiph…».
Así llamaba Scully al compañero de patrulla de Paternoster, que tenía un poco de sangre mexicana en las venas. Paternoster no estaba seguro si debía darle cuerda. Después cedió.
«Lo dejé en el puente. Fue a San Diego a comprar un aparato para la cocina…».
«¿Para la cocina? lo interrumpió Scully divertido.
«La mujercita… Lo lleva de las narices».
En ese preciso instante, a unos cien metros de distancia, una mano se aferró al borde del muro; los dedos flacos palparon la parte superior, después apareció una pierna y la otra mano. Por último, un torso se apoyó en el espesor de la pared y al mismo tiempo la segunda pierna.
Paternoster miró en aquella dirección; esperó que apareciera el resto y el resto apareció: un rostro primitivo tostado por dos décadas de sol y de tortillas, a ojo de buen cubero, el cuerpo listo para saltar como un felino.
Cuando todos los miembros encontraron apoyo, la silueta se sentó con una pierna a cada lado del muro.
Paternoster siguió los movimientos perezosamente, esperando con infalible exactitud las próximas secuencias. «No, no hay nada nuevo bajo el sol, al diablo con la tía Concepción» pensó sin pensarlo demasiado, como se piensan los días de la semana, las horas que están por delante, las cosas que hay que hacer y que siempre se hicieron.
Espió a Scully con el rabillo del ojo; estaba mirando en la misma dirección y no tuvo necesidad de advertirle.
«¡Scully, es tuyo, carajo! Son las doce y cuarto, desde hace quince minutos no tiene nada que ver conmigo lo que ocurre en ese maldito muro; me mandé a mudar, haz de cuenta de que yo no existo. Y me debes diez minutos, no te olvides».
Se metió al auto, subió la ventanilla hasta la mitad; escupió fuera. Se protegió del sol con la mano; permaneció en esa posición un momento, observando la figura en equilibrio sobre el muro.
El muchacho de pelo enrulado levantó la cabeza; miró con atención hacia todas partes, como un pájaro parado en una rama. El panorama debía ser el que había imaginado, lo que le habían contado del otro lado.
«Es América, muchacho».
Una lengua de asfalto blanquecina corría junto a la base del muro a lo largo de todo el recorrido que se alcanzaba a ver desde aquella posición; un terreno liso como una mesa de billar y sin un solo arbusto terminaba contra los médanos dulcemente ondulados; en aquel punto comenzaba una depresión, hasta donde la cresta de un promontorio cortaba el horizonte.
«Espera, no levantes la cabeza».
El muchacho se equilibró mejor sobre el borde de la pared. Saltó con agilidad y permaneció un buen tiempo acurrucado contra la base, después, se arrastró a lo largo del muro cerca de cincuenta metros; olisqueó el aire como un animal, se irguió y miró lo que tenía enfrente; respondiendo a una señal silenciosa, saltó hacia adelante y comenzó a correr, rápido como una libre perseguida por la jauría de perros.
«Tenías que arrastrarte sobre la panza hasta las dunas, carajo; no aprenden nada… ¡de qué mierda hablan todo el tiempo entre ustedes!», maldijo Paternoster.
Pensó en la tía Concepción.
Siempre tenía una cita a mano la vieja chupacirios, un dicho, una frase, una sentencia que caía como un mazazo para tapar la boca de los descarriados. «Fíjate bien dónde pones tus pies… no te desvíes a la derecha ni a la izquierda; aparta tus pies lejos del mal», se le escuchaba decir a los pobres pecadores, sobre todo cuando se trataba del hijo de Caruso el verdulero, de miss. Mary Ann, la profesora de inglés o del empleado de Blockbuster que repartía las películas a domicilio. La cochina fanática siempre sermoneaba al pobre tipo sobre la impureza propinándole el Deuteronomio, porque «no será admitido en la asamblea del Señor el hombre que tenga los testículos aplastados o el pene mutilado». Y que mejor hubiera sido «cortar la mano de la mujer que alarga la suya para agarrar a un hombres por sus partes genitales». Benjamín, el destinatario de sus advertencias, hacía sonar el timbre de la bicicleta desde que empezaba a decir las primeras palabras, pero nunca conseguía hacerla callar; impertérrita, la tía Concepción perforaba el muro de chirridos con la sabiduría punzante del Libro, afirmando de ese modo la superioridad del Texto Sagrado sobre el estrépito del mundo.
Scully se ajustó el cinturón al cuerpo y miró aburrido la silueta que se alejaba.
«¡Ah! Paternoster. Las esposas. Dame las esposas, dejé las mías en el casillero de Ben».
Caminó hacia el auto de Paternoster, tomó dos pares de esposas a través de la ventanilla y las enganchó en el cinturón, una a la derecha y otra a la izquierda.
«Vamos Ringo, sube al auto», le susurró al compañero.
Jonathan Pech inclinó los hombros, encajó la cabeza y se dirigió al auto balanceando los brazos al costado del cuerpo.
«Espera, deja que se canse, así no hará tanta historia», lo instruyó Scully. «Dejémoslo que corra hasta que se quede sin aliento».
Abrieron las dos puertas con perfecta sincronización. Jonathan golpeó la suya con violencia, Scully lo miró con mala cara.
El todoterreno se encendió apenas le dio contacto y arrancó en dirección al puntito oscuro que casi desaparecía en el horizonte.
Una nube de polvo creció en el aire contra el fondo del cielo gris que se desplomaba sobre la tierra.
La nube de polvo precedió al todoterreno y la silueta blanca y verde de la Border Patrol asomó por la cresta de la depresión. Desapareció y volvió a aparecer entre una ondulación y otra, después se acercó al muro.
«Mira, todavía está allí; el auto no se ha movido», dijo Scully estirando el cuello hacia el parabrisas polvoriento para ver mejor la camioneta que tenía delante.
Bajó la velocidad cuando se acercó al muro, las irregularidades del terreno los sacudían como si estuvieran en alta mar.
«Hizo un escándalo… cinco minutos de atraso… me lo tienen que devolver con intereses… y después se queda ahí», se lamentó el compañero.
«Está ahí, todavía está ahí», confirmó Scully.
«¡Quién lo entiende!», siguió Jonathan Pech.
«No es cuestión de entender… ya no es él mismo… hace mucho que hay algo que no va…» observó Scully.
«Esa rusa, la esposa; era rusa, ¿no?»
«Eso fue lo que él dijo».
«Para mí lo debe estar volviendo loco por la plata… Cuando una de esas te agarra no te suelta más. Te estrujan hasta que no te queda nada».
Jonathan Pech se sujetó a la manija y acercó la cara al vidrio.
«¿Y dónde habrá metido a los otros dos?».
Scully y Jonathan Pech pasaron junto al auto de Paternoster mirando el interior.
«¡No hay nadie, carajo!».
Siguieron andando despacio.
El todoterreno describió un amplio semicírculo para registrar los alrededores. Volvió al punto de partida, acercándose de nuevo al auto de Paternoster en absoluto silencio.
«Se habrá dormido dentro. ¿Lo ves?» preguntó Scully a su compañero, que sacó la cabeza por la ventanilla para observar mejor el interior del vehículo.
Pero no esperó la respuesta.
«Un momento», ordenó. «Y tú, quédate aquí», dijo en tono seco al muchacho de pelo oscuro esposado en el asiento de atrás.
Bajó del auto y caminó hacia el muro, Jonathan Pech lo siguió cerrando la puerta con un golpe. Pero Scully no le hizo caso, miraba el suelo, con los ojos fijos en una mancha oscura.
Se detuvo delante del montoncito de ropa doblada con cuidado: la camisa, un par de pantalones, el chaleco marrón reglamentario, el pañuelo hediondo que asomaba por el bolsillo, el cinturón con el distintivo de la Fronter Patrol que sujetaba todo.
Levantó lentamente la mirada hacia la parte superior del muro, haciendo sombra con las manos para protegerse del sol.
Se sentía mareado.
Volvió a mirar el bulto, con el cinturón y el distintivo apoyados sobre la ropa.
De: Alver Metalli, L’uomo dell’acqua, Gallucci Editore
Traducción del italiano de Inés Gímenez Pecci