Hay algunas parábolas que me gustan mucho y que no me canso de proponer por el mensaje que contienen, y cada vez que hablo de ellas, vuelvo a imaginar cómo ocurrieron. Son tan humanas que es hermoso profundizar en los detalles.
En el confesonario tengo una imagen del cuadro de Rembrandt del Hijo Pródigo. La recorté de una revista y la colgué en la pared, al alcance de la vista del que viene a confesarse. Yo muestro muchas veces esa escena, ese cuadro, que representa el abrazo del Padre al hijo que ha vuelto. Probablemente el detalle más importante de esta extraordinaria pintura son las manos del Padre misericordioso; si las observamos con atención, podemos notar que no son iguales: una mano, la izquierda, es masculina, y la otra es femenina, para significar que la misericordia encierra la naturaleza del padre y de la madre. El padre es ciego, como si sus ojos se hubieran consumido esperando el regreso de su hijo. Para el padre no hay nada más que el hijo; lo que tiene alrededor, lo que emerge de la oscuridad, participa de su tensión amorosa por el hijo sin ocupar la escena. La barba del padre no está cuidada, como si la espera hubiera dejado en segundo plano la atención personal.
Cuando noto cierta reticencia en la persona que viene a confesarse, cierto temor porque hizo algo “gordo”, y es probable que esté pensando: “¿Pero Dios me puede perdonar?”, yo le digo: “Mira esto. Dios te abraza como este padre, Dios te quiere, Dios te ama, Dios camina contigo, Dios ha venido a perdonar, no a castigar; bajó del cielo solamente para estar con nosotros. Hasta el fin del mundo. ¿Cómo podemos tener miedo de que no nos perdone?”
Otras veces, cuando estoy cansado de hablar, digo: “Mira este padre cómo abraza a su hijo, a ese hijo que se fue, que lo traicionó y que vuelve porque fracasaron sus planes. Mira las dos manos, las dos manos apoyadas en los hombros del hijo que ha vuelto, y el pecho que toca la frente del hijo… ¿Cómo no te va a abrazar Dios, que es infinita misericordia?” La imagen es tan convincente que casi siempre el que la mira comprende su sentido y se siente confortado.
Me parece que detrás de la manera de razonar de la persona que se retrae o duda de la misericordia de Dios hay un error de conocimiento, una idea equivocada sobre Dios Padre. No me refiero a que tiene una idea “teológica” de Dios como juez, que pone reglas y controla que se cumplan – que pone impuestos, diría el Papa –, sino a ese sentimiento común más popular y menos elaborado que cree estar fuera del alcance de la misericordia de Dios por muchas razones prácticas.
Otra parábola que me gusta mucho es la de Zaqueo. Zaqueo corre – no camina – y se sube a la higuera o lo que fuere, y Jesús nota ese comportamiento y se detiene. Aquí también es hermoso dejarse llevar por la imaginación. Para hacer lo que hizo, Zaqueo debía ser pequeño y ágil. Cómo habrá sido la mirada de Jesús, un poco hacia arriba para encontrar la de Zaqueo dirigida hacia abajo, cuando le dijo: Zaqueo, baja pronto porque hoy me hospedaré en tu casa. Y él baja rápido, tan rápido como había subido, se dirige a su casa anticipándose a Jesús y prepara todo para recibirlo. Me lo imagino contento y sorprendido, una mezcla de felicidad por aquella atención inesperada y de asombro de que le haya tocado a él. Me imagino con cuánta dulzura, con cuánto amor debe haber mirado Jesús a Zaqueo para que éste se haya sentido electrizado por esa mirada. Zaqueo se siente electrizado por la mirada de Jesús, es como si lo hubiera alcanzado solamente a él en medio de la multitud.
Las consecuencias son enormes. Había mucha gente que observaba la escena, no sabemos cuánta, pero en aquel momento Jesús era el centro de atención. Y esos espectadores, por lo menos algunos de ellos, probablemente se estaban preguntando cómo reaccionaría aquel recaudador de impuestos cuando recibió esa mirada. Y la respuesta llega con el comportamiento posterior de Zaqueo, una persona mal vista que probablemente aceptaba sobornos y era corrupto. Y además están las consecuencias personales, lo que ocurre en Zaqueo, entre él y Jesús. Zaqueo declara que quiere devolver aquello de lo que se ha apropiado injustamente y entregar cuatro veces más al que le hubiera producido algún daño. Los gestos de Mateo sintetizan todo: la conversión, el deseo de cambiar, el comienzo del cambio, la insinuación de un nuevo comportamiento público, una nueva medida de justicia, como decíamos antes. Me parece extraordinaria la actitud de Zaqueo que empieza a cambiar, que asume una nueva orientación interior, que comienza un nuevo camino. Contra su actitud chocan, pero no desaparecen, las críticas de los que acusan a Jesús de relacionarse con publicanos. Jesús aprovecha para repetir cuál es su misión, que ha sido enviado para buscar a los pecadores y no a los justos; porque los justos no existen, el único justo es Dios.
Hay otra parábola a la que recurro muchas veces en el confesonario: la de María Magdalena. Con aquel frasquito de precioso alabastro en las manos, que le debe haber costado caro. Ella se arrodilla, lo hace silenciosamente, llora sobre los pies de Jesús, pero no es el dolor del arrepentimiento lo que la impulsa a acercarse a ese hombre, sino amor. Y es lo que Jesús pone de relieve, porque le dice al que lo había invitado a su casa: tú no me has lavado los pies, no me has dado agua, no me has besado, y ella lo hace, me está lavando los pies con sus lágrimas y me los está secando con sus cabellos.
Jesús ve lo que el dueño de casa no ve. Para él María Magdalena es una mujer y además una conocida pecadora que se acerca a Jesús, quien además de ser el personaje del momento tiene fama de profeta. Y él piensa que precisamente ese poder de adivinación debería permitirle saber mejor que nadie que aquella mujer era una pecadora; porque tiene el conocimiento superior de un profeta, esperan que Jesús se comporte en consecuencia. Es decir, que la mantenga a distancia. Pero Jesús no actúa de esa manera, como ellos suponían, como en el fondo hubieran preferido. Él ve en profundidad, ve el corazón de esta mujer, su arrepentimiento, su amor. Como dice el capítulo 16 de Samuel, nosotros juzgamos por las apariencias, Dios mira el corazón. Creo que entre la mirada de Jesús y la del fariseo hay un abismo; el segundo llega hasta donde puede, es decir, se queda en la superficie. Jesús ve todo, va hasta el fondo. Entonces, en ese momento yo invito a la persona que tengo delante a que se deje penetrar por la mirada de Jesús, para que comience un cambio profundo, empezando por una confianza sin límites en la misericordia de Dios. Porque Jesús ha venido a perdonar, a abrazar, a caminar con nosotros, a sostenernos y a curar nuestras heridas.
Como hizo con la viuda de Nain, que estaba acompañando al cementerio a su hijo muerto. Quizá solo iba ella y algún familiar cercano detrás del cajón, quizá había más gente, algunos amigos compadecidos de su dolor de madre. Jesús se cruza con el triste cortejo y entonces le dice: “Mujer, ¡no llores!”. ¡Cómo se le puede decir algo así a una mujer que ha perdido a su hijo y que siendo viuda ha perdido también el único recurso que tenía para el resto de su vida! Son palabras de una misericordia inmensa. Me recuerda una mujer que vino a confesarse y había perdido tres embarazos, el último de siete meses. Le dije muchas cosas, que ella había perdido un hijo que estaba por nacer y que María, la madre de Jesús había perdido a su único hijo ya grande; le dije que se uniera a la Virgen en el dolor. La mujer lloraba y lloraba y yo, contagiado por su conmoción, le dije lo primero que me salió en un momento como ese, para el que no hay palabras: ve a la capilla de la Virgen y aférrate al pie de la Madre, al pedestal metálico, y le dices de mi parte que tú, como ella, quieres tener un hijo en los brazos, y le dices que se lo ofrecerás a ella. La mujer me miró con los ojos muy abiertos, rezamos juntos, le di la bendición y subió al camarín de la Virgen. Solo vi que estuvo allí mucho tiempo, llorando a los pies de la Virgen. En aquel momento su dolor cambió, su vida cambió.
En el confesonario también uso mucho la escena del ladrón arrepentido que nos relatan los evangelios. Allí también está presente toda la misericordia de Dios, desbordante, redentora. “Visceral”. No está en el Evangelio, y que me perdonen los biblistas, pero yo creo que Jesús, con un esfuerzo supremo y – considerando la postura en que se encontraba – muy doloroso, debe haber girado la cabeza hacia el delincuente que estaba a su lado, y los ojos del ladrón se encontraron con los ojos de la misericordia. Entonces el ladrón – aunque estaba clavado igual que Jesús – se mueve y le dice lo que nos cuentan los evangelios. Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Y Jesús le responde lo que ya sabemos.
Es Dios el que mueve el corazón de aquel delincuente, castigado de aquella manera tremenda y cruel. El primer paso lo da Dios, la mirada de Dios en Cristo sobre el condenado a muerte. El otro condenado lo insulta, pero éste reconoce en su interior que Cristo no es culpable, que sufre igual que él, pero que es inocente y es lo que dice ser: el Hijo de Dios. Y Dios lee en su corazón, ve que hay sinceridad, que hay arrepentimiento y abandono, conoce su vida pasada en el mal, pero hace hincapié en aquel pedido que le hace el ladrón. La respuesta de Jesús – “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” – es la expresión de una misericordia sobrenatural, divina, que tiene efecto en este mundo aunque no es de este mundo.
La mirada de Jesús, así como cambió el comportamiento de Pedro, de la viuda de Nain, de Zaqueo y de María Magdalena, ha cambiado la actitud profunda del ladrón y lo hace digno del cielo.
A los penitentes más obstinadamente escépticos, a los que están especialmente desesperanzados, les presento la situación de otra mujer del Evangelio que a mí me gusta mucho: la adúltera. Una mujer que la moral y los defensores de la moral de su tiempo condenan y quieren matar con piedras, como se hacía en esa época. Además, hay que considerar que han arrastrado a esa mujer delante de un tribunal, pero la mujer no ha pecado sola. ¿Dónde está el hombre? ¿Qué ocurrió con él? La ley es válida para ambos, pero allí se ensaña con una sola parte.
Jesús observa en silencio la escena. Escucha misericordiando, diría el Papa. Escribe algo en el suelo, sobre la tierra. Después, cuando la situación se aplaca un poco y todos esperan que haga algo, se levanta, mira a los que lo rodean y dice: “El que nunca haya cometido un pecado, que tire la primera piedra”. ¿Qué hizo Jesús? No ha invocado atenuantes sino que en vez de mirar aspectos exteriores apeló a la conciencia de cada uno, de cada uno de manera individual.
De: Padre Luis Dri, con Andrea Tornielli e Alver Metalli, “NON AVER PAURA DI PERDONARE», Rai-Eri, ottobre 2016