La masacre de los seis jesuitas de la Universidad Católica de San Salvador, el 16 de noviembre de 1989, junto con Elba Ramos y su hija Celina, sigue siendo mucho más que un recuerdo que flota en la memoria colectiva de los salvadoreños. Nada se ha diluido, veintisiete años después de que fuera perpetrado. Los cuerpos de Ignacio Ellacuría, Martín Baró, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Armando López y Joaquín López y López todavía están allí, sepultados a poca distancia del lugar donde fueron acribillados por los militares. La ropa que vestían, cubierta de perforaciones, fue recogida y depositada en una urna, junto con algunos efectos personales ensangrentados y las pocas cosas que usaban para vivir, como corresponde a un soldado de la Compañía de Jesús. Dentro de pocas horas, el sábado 12 de noviembre, el campus donde se alojaban, construido sobre una colina verde en el centro de San Salvador, será literalmente invadido por miles de jóvenes. Una ocupación pacífica, festiva, como debe ser por un martirio. En el programa de celebraciones, con el lema “Verdad y justicia para las víctimas, puentes hacia la reconciliación y la paz”, se ha previsto un torneo deportivo, un concurso de alfombras – como se denominan los dibujos realizados sobre el pavimento de las calles internas de la universidad -, proyecciones cinematográficas, exposiciones en diversos puntos de la ciudadela de estudio y la popular procesión nocturna de los farolitos, pequeñas velas de cera encendidas, para terminar con la misa campal en el polideportivo de la Universidad.
Andreu Oliva de la Esperanza es el rector de la Universidad Católica Centroamericana desde enero de 2011, el cuarto en la línea sucesoria que siguió a la muerte de Ignacio Ellacuría, el más famoso de los jesuitas asesinados, quien dirigió el ateneo durante doce años. Cuando los soldados rodeaban el campus universitario hace veintisiete años, Oliva, que hoy tiene 59, estaba terminando el segundo año de noviciado en la Compañía de Jesús, en Puerto Rico. “Me enteré de la noticia por el maestro de novicios, quien interrumpió la clase para contestar el teléfono. Cuando volvió estaba pálido y con el rostro desencajado…”.
¿Qué significaron para usted estas muertes por la Iglesia y por la sociedad de El Salvador?
Lo que ocurrió tuvo el significado inequívoco de un ataque frontal contra la universidad y contra el rol de la Iglesia en El Salvador, que trabajaba por la paz buscando, como hacía Ellacuría, una salida negociada para el conflicto armado, a fin de terminar con el sufrimiento de la población…
… ¿Y consiguieron cambiar algo?
El impacto de la masacre fue enorme en todas partes, en El Salvador, en toda América Latina y en el mundo. A partir de aquel momento mucha gente empezó a moverse en favor de su causa, por una transformación de El Salvador en sentido democrático y de mayor justicia social. Creo que esas muertes contribuyeron notablemente a la puesta en marcha de las negociaciones y a concretar los Acuerdos de Paz que se firmaron solo tres años después, el mismo día del asesinato, el 16 de enero de 1992. No olvidemos que después de la masacre de los jesuitas Estados Unidos interrumpió la ayuda militar de un millón de dólares que proporcionaba al gobierno salvadoreño del presidente Alfredo Cristiani. Fue un recorte sustancial que impidió mantener el nivel de conflicto militar que conocíamos y que al mismo tiempo señalaba, de una manera muy fuerte, que Estados Unidos también apoyaba los acuerdos negociados con la guerrilla.
Se habla de beatificación de los “mártires de la UCA”. ¿Usted puede confirmar que se están verificando avances en esa dirección?
No, todavía no hemos puesto en marcha ese proceso porque nos parecía importante que avanzara la causa de monseñor Romero y ahora la de Rutilio Grande. Pronto comenzaremos también la de los jesuitas mártires. El arzobispo de San Salvador, monseñor Escobar Alas, nos ha invitado a ponernos a trabajar en el proceso de beatificación, y lo haremos. Igualmente es un buen momento para muchas otras personas, como catequistas y gente sencilla, que murieron mártires por defender la fe.
Usted ha nombrado a Rutilio Grande, otro jesuita. Produce cierta impresión ver cuántos jesuitas murieron asesinados en El Salvador…
También hay un jesuita desaparecido en Guatemala, Carlos Pérez Alonso; lo último que se supo de él es que entró al hospital militar de Ciudad de Guatemala para decir misa y nunca volvió a salir.
¿Se ha hecho justicia para los jesuitas de la UCA?
No, todavía no se ha hecho plena justicia, a pesar de que se ha derogado la ley de amnistía que protegía a los militares que pudieron haber cometido ese crimen. Los que fueron imputados en El Salvador por el asesinato nunca recibieron una condena ni los autores intelectuales fueron llevados ante la Justicia. Se hizo un intento de juzgarlos en España en base al principio de justicia universal, pero la Corte Suprema de Justicia de El Salvador no aprobó la extradición.
¿Qué falta para que todo quede claro sobre los autores y mandantes?
Sencillamente todavía no conocemos toda la verdad. Todavía los hechos están envueltos en una nebulosa. Quién dio la orden, por qué lo hizo, cómo se tramó el asesinato. Resulta completamente evidente que la acción estuvo muy bien planificada y organizada. Tenemos elementos ciertos de que varios grupos del ejército dieron cobertura a la ejecución de la masacre formando círculos concéntricos alrededor de la Universidad para que no pudieran entrar o salir los que no debían entrar o salir.
En varias oportunidades usted, en nombre de sus colegas y hermanos, habló de perdón…
Justicia y misericordia no se contradicen. La justicia es que se conozca la verdad de lo ocurrido y que civilmente se pueda aplicar a los responsables lo que las leyes establecen. El perdón se da explícitamente si sabes a quién estás perdonando y por qué razón. Nosotros no tenemos ningún rencor, nosotros hemos perdonado, no tenemos ningún deseo de venganza. Queremos saber quiénes fueron los responsables de la muerte de nuestros hermanos y por qué los asesinaron de la manera en que lo hicieron. En estos años se hicieron investigaciones formales e informales y se acumuló una abundante cantidad de elementos. Solo hace falta un juez que vaya hasta el fondo. ¡Y ojalá los mismos autores de la masacre tuvieran el valor de contar cómo ocurrió y pidieran perdón a la Iglesia, a la sociedad y al mundo!
He leído un comentario que usted hizo durante la Congregación General de la Compañía de Jesús en Roma y que leyó el nuevo Superior General, el padre Arturo Sosa Abascal. Usted puso de relieve tres palabras que usó el Papa en el encuentro con los delegados jesuitas: unidos, libres, obedientes…
… Sí, en realidad son palabras de Pablo VI que el Papa Francisco nos ha recordado: “Così, così, fratelli e figli. Avanti, in Nomine Domini. Camminiamo insieme, liberi, obbedienti, uniti nell’amore di Cristo, per la maggior gloria di Dio” (Así, así, hermanos e hijos. Adelante, en Nombre del Señor. Caminemos juntos, libres, obedientes, unidos en el amor a Cristo, para mayor gloria de Dios).
¿Por qué lo ha repetido? ¿Usted cree que eso debe marcar un cambio en la Compañía de Jesús en América Latina?
Lo que quiso decirnos Francisco es que debemos seguir adelante en el servicio que la Compañía presta a la Iglesia y de la manera en que lo hace. Unidos, libres, obedientes… que es la forma propia de la Compañía de Jesús. La Compañía de Jesús, a diferencia de lo que muchos piensan, es un grupo de amigos en el Señor que forman un todo y trabajan unidos al servicio de la Iglesia; la obediencia era algo importante para san Ignacio, nace de ese mismo ponerse al servicio del Papa para ser enviados allí donde el Papa considera que hace más falta y que la Compañía puede hacer un aporte concreto. Yo personalmente sentí estas palabras como una confirmación del trabajo de la Compañía en diversas partes del mundo que muchas veces es un trabajo de frontera, no solo física sino allí donde se están debatiendo cuestiones importantes para la humanidad en este momento histórico. Pensemos en esta Universidad, en su clara vocación de contribuir al cambio social de El Salvador para que nuestra sociedad se organice respondiendo a los valores del Evangelio. Esta manera de actuar siempre genera conflictos: con las autoridades, con los que se oponen al cambio que es necesario. El martirio de nuestros compañeros jesuitas se debe precisamente al hecho de que estaban en la frontera de la marginación, de la violencia, de la exclusión, cuando en el país todavía se pensaba en el fin de la guerra como la victoria de un contrincante sobre el otro. Mientras que ellos, después de la muerte de monseñor Romero, trabajaron codo a codo con su sucesor, Arturo Rivera y Damas, un hombre muy convencido de que se debían buscar caminos de paz en El Salvador para llegar a los acuerdos que después se lograron.
¿Conoce al padre Sosa, su nuevo General?
Estuve con él en tres oportunidades como profesor del Departamento de pensamiento político venezolano de la Universidad Católica de Táchira, en la frontera de Venezuela con Colombia. Nosotros, de la UCA, también formamos parte de una asociación de universidades jesuíticas de América Latina. La última vez que nos vimos fue precisamente aquí, en El Salvador, donde tuvimos la asamblea general de esta asociación. El padre Sosa es un hombre alegre, con sentido del humor y una gran profundidad. Recientemente volví a verlo en Roma en un encuentro de rectores cuyo tema era la misericordia, convocado por las universidades del Lazio junto con la Pastoral Universitaria de la Santa Sede. Después compartimos la mesa del almuerzo en la Casa Generalicia de Roma.