He trabajado durante veinte años en Washington con inmigrantes provenientes de El Salvador, Guatemala, Nicaragua, y en general de toda América Latina. La mayoría de ellos no tenía un estatus legal y muchos habían llegado a Estados Unidos escapando de la violencia de las guerras civiles en América Central. Ya conté muchas veces, y ahora me parece útil hacerlo de nuevo, la historia de los primeros días que pasé en el Centro Católico y aquella vez que vino a hablar conmigo un hombre proveniente de El Salvador. Se sentó delante de mi escritorio y empezó a llorar mientras me entregaba una carta de su esposa, que había quedado en su país: la mujer le reprochaba porque la había abandonado a ella y a sus seis hijos en la pobreza y el hambre. Cuando el hombre pudo reponerse, me explicó que había venido a Estados Unidos y hasta Washington, como tantos otros, porque la guerra había invadido su país y resultaba imposible mantener una familia con el trabajo en el campo.
Entonces un coyote (las personas que hacen pasar ilegalmente la frontera, ndr) lo llevó a Washington y en aquel momento compartía una habitación con muchos otros hombres que se encontraban en una situación parecida. Su trabajo consistía en lavar los platos en dos restaurantes, uno en el almuerzo y otro en la cena. Para ahorrar, comía las sobras que quedaban en esos mismos platos. Iba a trabajar a pie para no gastar ni siquiera el dinero de un pasaje en los medios de transporte. Haciendo esa vida, podía enviar todo el dinero que ganaba a su familia. Me dijo que había enviado dinero todas las semanas y estaba trastornado porque ahora, después de seis meses, su esposa le decía que nunca había recibido una carta suya y lo acusaba de haberla abandonado. Le pregunté si había enviado cheques o había hecho transferencias de dinero. Me contestó que había mandado dinero en efectivo. Y me explicó: “Cada semana puse el dinero que había ganado en un sobre con todas las estampillas necesarias y lo deposité en el buzón azul de la esquina”. Todo el problema consistía en que aquello no era un buzón sino un tacho de basura.
Esa pobre historia me ayudó a ver lo que estaba ocurriendo y a comprender mejor las dificultades y las humillaciones que sufrían tantas personas que vienen a Estados Unidos huyendo de la pobreza y de la opresión, para darles una vida mejor a sus hijos. Desafortunadamente muchos inmigrantes pasan años y años sin poder enviar nada a sus seres queridos y ocurre que muchos abuelos que se quedan en su país tienen que hacerse cargo de los nietos, porque los padres han emigrado a Estados Unidos en busca de trabajo para, tarde o temprano, ganar dinero y enviarlo a casa. El Papa Francisco nos alienta a salir a las “periferias” y mirar a nuestros prójimos que se encuentran en situaciones oscuras y dolorosas. […]. El sistema de inmigración que tenemos en Estados Unidos ha fracasado y atormenta a los inmigrantes que llegan a nuestras fronteras en busca de una vida mejor para sí mismos y para sus niños. Somos un país de inmigrantes, y como tal deberíamos sentirnos identificados con ellos y trabajar para que terminen los sufrimientos y el dolor que provoca nuestro sistema de inmigración, que no funciona bien y es injusto. Estados Unidos es una nación de inmigrantes, de hijos de inmigrantes, de nietos y bisnietos de personas que venían de todas partes del mundo. Debido a la gran hambruna irlandesa (a mediados del siglo XIX, ndr) y de la opresión política, mi gente vino aquí desde Irlanda. Miles y miles de personas murieron de hambre en aquellas circunstancias. En los barcos donde viajaban los inmigrantes irlandeses murió un tercio de los pasajeros. Los tiburones seguían las naves, esperando los cuerpos que se “sepultaban” en el mar. Sospecho que solo los esclavos que fueron traídos al Nuevo Mundo por los barcos negreros tuvieron un transporte y una suerte peor que la de ellos.
El escritor Frank McCourt, autor del famoso libro “Las cenizas de Ángela”, escribió una obra de teatro titulada “The irish… and how they got that way” (“Los irlandeses y cómo tomaron este camino”). En una escena, los inmigrantes irlandeses se dejan llevar por los recuerdos y dicen: “Vinimos a América porque pensábamos que las calles estaban empedradas con oro. Cuando llegamos descubrimos que las calles no solo no estaban empedradas con oro sino que ni siquiera estaban empedradas. Y descubrimos también que debíamos empedrarlas nosotros”. El trabajo duro y el sacrificio de muchísimos inmigrantes es el secreto del éxito de este país. A pesar de los sentimientos xenófobos de una parte de la población, nuestra gente inmigrada contribuye muchísimo a la economía y al bienestar de Estados Unidos.
En Lampedusa, el Papa Francisco nos puso en guardia contra la “globalización de la indiferencia”. Hablando desde la frontera de Europa, el Papa afirmó: «Hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna; hemos caído en la actitud hipócrita del sacerdote y del servidor del altar, del que habla Jesús en la parábola del Buen Samaritano: miramos al hermano medio muerto en el borde del camino, quizá pensamos “pobrecito”, y continuamos por nuestro camino, no es tarea nuestra; y con esto nos tranquilizamos y nos sentimos bien. La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos vuelve insensibles a los gritos de los demás, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bellas, pero no son nada». Nuestro país ha recibido el aporte de tantos grupos de inmigrantes que tuvieron el coraje y la constancia para venir a América. Llegaron superando condiciones horribles y alimentando el sueño de una vida mejor para sus hijos. Ellos han sido algunos de los ciudadanos más industriosos, ambiciosos y emprendedores de nuestro país, y trajeron consigo una energía enorme y una inyección de buena voluntad a su nueva patria. Trabajaron duro y los sacrificios que ellos realizaron hicieron grande a esta nación.
COPYRIGHT Orbis Book 2016
*Cardenal Arzobispo de Boston
El texto que publicamos es el prólogo de un libro que acaba de aparecer hace muy poco tiempo en Estados Unidos, Power from the Margins. The Emergence of the Latino in the Church and in the Society (Orbis Books), cuyo autor es Ricardo Ramírez, obispo emérito de Las Cruces, Nuevo México.